Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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Sara pensó que a los nazis se les provocaba con muy poca cosa, pero al ver que su madre se esforzaba por contener las lágrimas, se guardó el comentario.
En la actividad febril que precedió a las elecciones del 5 de marzo, se prohibió la prensa de izquierdas, y los huecos vacíos de los quioscos se llenaron de nuevos periódicos y revistas nacionalsocialistas. Los nazis endurecieron el control de la radio estatal, llenado las ondas de propaganda del partido. Una vez eliminadas las libertades de expresión y reunión, para Hitler era pan comido prohibir actos electorales de cualquier partido que no fuera el suyo. Los políticos comunistas y socialdemócratas apenas se atrevían a pisar la calle por miedo a ser atacados o detenidos.
Desde la noche del incendio del Reichstag, Sara y su padre habían visto la firma de Natan en el Berliner Tageblatt varias veces, pero los padres de Sara cada vez se inquietaban más cuando no pasaba por casa ni telefoneaba. Cuando Amalie les contó que su hermano había suspendido la noche de parranda que tenía planeada con Wilhelm, disculpándose y echándole la culpa al ritmo frenético de su oficio, Sara decidió pasarse por su apartamento al salir de clase para ver cómo iba todo. Tenía pensado ir preparando la cena, estudiar hasta que volviera Natan y ponerse al día mientras comían. Dudaba que hubiera disfrutado de una comida nutritiva o que hubiese dormido bien una sola noche desde el incendio del Reichstag.
La víspera de las elecciones, Sara entró en el apartamento con la llave de repuesto y llamó a su hermano mientras abría la puerta. Todo estaba oscuro y en silencio, y el aire viciado sugería que hacía varios días que nadie había cruzado el umbral. Encendió las luces, cogió el correo que se había ido acumulando en la alfombra después de caer por la ranura de la puerta, llevó la compra a la cocina y se puso a lavar y picar la verdura.
Al poco rato, ya tenía la sopa hirviendo a fuego lento y se había sentado a la mesa de la cocina con sus libros y sus notas. Le costaba concentrarse viendo que empezaba a anochecer y su hermano aún no había aparecido, pero al final consiguió enfrascarse en sus estudios.
Era casi medianoche cuando se abrió la puerta y entró su hermano, despeinado y desaliñado y con el labio inferior partido y sangrando.
—¡Natan! —exclamó levantándose de un salto—. ¿Qué ha pasado?
Su hermano dejó que le cogiera la cartera y le ayudase a quitarse el abrigo.
—La policía me paró cuando volvía a casa y me llevó para interrogarme.
Sara apartó el abrigo y la cartera, le puso la mano en la barbilla y examinó el labio partido.
—¿Así es como interroga ahora la policía en Alemania? ¿Les dijiste que eres periodista? ¿Les has amenazado con contarlo en tu periódico?
—No se me ocurrió, pero no creo que me hubiese servido de nada.
—¿Qué querían de ti?
—Saber si soy comunista y si tengo información del autor del incendio del Reichstag.
—¿Y cómo ibas tú a saberlo?
—Saben que he escrito sobre huelgas y protestas y que tengo contacto con el partido. Les sugerí que echasen un vistazo a las listas de los afiliados al partido y reconocieron que ya lo habían hecho y que no habían encontrado mi nombre. Les pregunté si pensaban que el Berliner Tageblatt era un periódico comunista y admitieron que no lo es. —Con cuidado, se llevó el dorso de la mano al labio partido—. Es posible que no piensen de veras que soy comunista y que fuera una mera excusa para intimidarme. En cualquier caso, al ver que no confesaba me soltaron diciendo que esperaban que me sirviera de advertencia.
—Pues para ser una advertencia, no está nada mal. —Sara le llevó a la cocina, y mientras Natan, agotado, se desplomaba en una silla, fue a por un paño fresco y húmedo para ponérselo en el labio—. Quizá deberías irte un tiempo de la ciudad, solo hasta que las cosas se calmen. Podrías quedarte en Schloss Federle.
—Si los nazis van a por mí, no dejarán de buscar en las casas de mis parientes, aunque para eso tengan que ir hasta Minden-Lübbecke. No pienso poner a Amalie, Wilhelm y las niñas en peligro. —Negó con la cabeza, haciendo una mueca de dolor—. No me voy a ir a ningún sitio antes de las elecciones. Todos los votos cuentan, y me niego a dejarme intimidar por los fascistas hasta el punto de renunciar a votar o a escribir esta historia.
La mañana del 6 de marzo, la familia Weitz se enteró de que, a pesar del programa nazi de intimidación, del férreo control de los medios de comunicación y de que se había asignado a las SA y a las SS que supervisaran las votaciones, los nazis no habían aplastado a la oposición. Aunque los comunistas habían perdido en torno a un cuarto de sus escaños, habían conservado 288. Y mientras que los nazis habían ganado cinco millones de votos más que en las anteriores elecciones y habían sacado 92 escaños en el Reichstag, no llegaban al 44 por ciento de los votos, lo cual significaba que todavía carecían de mayoría para la legislatura.
Pero al día siguiente los nacionalsocialistas anunciaron que habían sumado fuerzas con el Partido Nacional del Pueblo Alemán, formando una coalición que comprendía al 52 por ciento del Reichstag…, una mayoría, por escaso que fuera el margen.
Los días siguientes, más comunistas fueron detenidos, sacados de sus casas y de sus lugares de trabajo y retenidos sin cargos en prisiones improvisadas a toda prisa para dar cabida al exceso de detenidos. Natan aseguró a su familia que no corría ningún riesgo, dado que ya le habían interrogado, investigado y puesto en libertad, pero, con su habitual cautela, pidió a amigos y vecinos que le informasen si alguien se pasaba por su casa haciendo preguntas o exigiendo saber cuál era su paradero.
La tarde del 9 de marzo, la madre de Sara convocó a todos a una cena familiar, cosa rara entre semana. La cocinera se lució, inspirada por la visita de su querida Amalie y por la presencia del barón Von Riechmann, que, estaba convencida, esperaría las más finas exquisiteces, por mucho que Sara le hubiera repetido una y mil veces que Wilhelm era una de las personas más afables y menos pretenciosas que conocía.
Durante la cena, la conversación fue relajada, en atención a las dos niñas que había sentadas a la mesa. Solo después, una vez que los adultos se fueron a un extremo del salón y las niñas se quedaron jugando con sus muñecas en el otro, viró hacia la política.
—Los militares no apoyan a Hitler —les tranquilizó Wilhelm con tono enérgico—. Los generales le desprecian, y muchos piensan que Hindenburg los traicionó al nombrar canciller a Hitler. El general Ludendorff le acusó de entregar nuestra sagrada patria alemana a un demagogo, y predijo que habría de traer un sufrimiento inimaginable. Dice que las generaciones futuras habrán de maldecir a Hindenburg en su tumba por este paso.
La madre de Sara echó una ojeada a sus nietas y subió un poco la radio para que no oyeran la conversación.
—Espero que el general se equivoque con su predicción; me aterroriza que pueda estar en lo cierto.
—Puede que lo peor aún esté por venir, pero la coalición de Hitler acabará desmoronándose —insistió el padre de Sara—. Los nazis pueden sembrar odio y violencia, pero no pueden gobernar.
Natan frunció el ceño.
—Para hacer mucho daño en poco tiempo no les hace falta ser líderes competentes, basta con el odio y la violencia.
—Hijo, por favor —dijo su padre—. Vas a disgustar a tu madre.