Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini
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El profesor se encogió de hombros.
—Podría haber sido mucho peor.
—Sí, ¡y cuánto me alegro de que no lo fuera! Hasta ahora, los nazis han ido ganando escaños en cada convocatoria. Por fin se les ha acabado la racha. Por fin, Alemania ha rechazado el fascismo.
—No descorchemos aún el champán —advirtió el profesor Mannheim—. Puede que los nacionalsocialistas hayan perdido escaños, pero aun así han arrastrado a un tercio del electorado. Más de once millones setecientos mil alemanes piensan que Adolf Hitler sirve para gobernar.
—Pero a lo mejor esto es un punto de inflexión. Cuanta más gente acabe entendiendo lo que representan los nazis, más gente acabará por rechazarlos.
—Me temo que la gente entiende perfectamente lo que quiere Hitler, y lo que se propone, y que es justo por eso por lo que le votan. No porque le malinterpreten sino porque le entienden perfectamente, y les parece bien.
—Espero que se equivoque usted, profesor.
—Yo también. Pero tiene razón en eso de que hemos de celebrar las victorias, por pequeñas que sean. Por mucho que los nazis tengan el mayor número de escaños del Reichstag, no tienen mayoría. A no ser que formen coalición con otro partido, no podrán gobernar sin trabas. Es probable que el presidente Hindenburg y el canciller Von Papen sigan gobernando por decreto.
Greta se encogió de hombros, reacia a perder la esperanza en un día como aquel.
—Mejor sus decretos que los de Hitler.
El profesor Mannheim asintió con expresión sombría.
—En eso, señorita Lorke, estamos completamente de acuerdo.
Capítulo nueve
Diciembre 1932-febrero 1933
Mildred
En agosto, Mildred recibió una oferta de trabajo: dar clases nocturnas en el Berlin abendgymnasium, una nueva escuela fundada por los socialdemócratas para que los adultos de clase obrera pudieran completar la educación secundaria y optar a la universidad. Aunque el sueldo era más bajo y la escuela carecía del prestigio de la universidad de Berlín, Mildred admiraba su misión, y el solo hecho de haber encontrado trabajo contra todo pronóstico era un gran alivio.
La mayoría de sus alumnos era de su misma edad, y, aunque tenían experiencia en oficinas o en fábricas, no estaban familiarizados con las aulas. Estaban en paro o aferrados a trabajos que se temían que no tardarían en perder, y se habían apuntado a la escuela nocturna con la esperanza de que los estudios los ayudasen a ascender socialmente. El precio de la matrícula era simbólico, los libros de textos, gratis, y a los estudiantes necesitados se les ofrecían comidas subvencionadas en un restaurante cercano antes de empezar las clases. Desde la primera fila, Mildred observó a sus alumnos y vio hombres y mujeres resueltos y esperanzados, pulcramente ataviados con trajes y vestidos oscuros, los zapatos lustrosos, el cabello peinado con esmero y expresiones que revelaban unas sinceras ganas de aprender.
Mildred, que era la única mujer y el único miembro estadounidense del profesorado, también había sido nombrada supervisora del Club de Inglés, que patrocinaba conferencias sobre temas académicos y culturales y de vez en cuando montaba obras de Shakespeare. Entre sus estudiantes había muchos que se habían apuntado, y cuando empezó a conocerlos mejor gracias a las actividades del club, se enteró de que había varios que compartían sus mismas convicciones antifascistas. Invitó a un puñado selecto a su grupo de estudios semanal, y le alegró ver hasta qué punto sus experiencias y sus puntos de vista enriquecían los debates.
A medida que iban pasando las semanas empezó a encariñarse con sus alumnos y le preocupaba la desalentadora realidad económica que les esperaba cuando se graduasen. Por muy bien que les enseñase, por muy diligentes que fueran o por mucho que se preparasen, los trabajos que se merecían tal vez no existirían cuando tuviesen el título en la mano.
La situación de Arvid era una prueba bien clara de que hasta los mejores y más brillantes podían ver frustradas sus esperanzas profesionales, aunque, en su caso, no solo la mala situación económica sino también la política le habían impedido conseguir una cátedra universitaria. El corazón de Mildred rebosaba amor y orgullo al ver que no se dejaba intimidar y que trabajaba sin rechistar en la firma de abogados a la vez que seguía persiguiendo su sueño. Después de organizar un viaje de investigación a la Unión Soviética para ARPLAN, había escrito un informe detallado sobre las fábricas, las granjas y las obras públicas que habían visitado, los representantes a los que habían conocido y las conferencias y actos culturales a los que habían asistido, y había repartido copias del informe a los otros miembros del grupo. También había empezado a escribir una guía económica y cultural de la Unión Soviética, describiendo su singular carácter nacional y el funcionamiento de la economía planificada.
—Cuando termine el manuscrito, voy a buscar un editor —le había dicho Arvid entre bostezo y bostezo mientras desayunaban después de otra larga noche volcado en sus papeles y sus notas—. Un libro con buena acogida podría abrirme por fin las puertas a un puesto de profesor universitario.
La resolución de Arvid, la determinación de sus alumnos y su fe en ellos la sostuvieron durante aquel otoño tan conflictivo. Después vinieron las elecciones de noviembre, y el revés de los nazis contribuyó a que las de 1932 fueran sus Navidades más felices desde que los nacionalsocialistas comenzaran su cruel y encarnizada lucha por el poder.
A comienzos de año hubo otra buena noticia: Rowohlt, una de las editoriales más grandes y prestigiosas de Alemania, aceptó publicar el manuscrito de Arvid. Le pagaron por adelantado, y cuando Arvid insistió en que Mildred utilizara la mitad del pago para comprarse un abrigo calentito de invierno, ella aceptó con la condición de que él invirtiera la otra mitad en unas gafas; hacía mucho tiempo que no se las graduaba, y además tenían una patilla rota y pegada con pegamento.
¡Hay tanto por lo que trabajar!, le escribió a su madre a finales de enero después de contarle la buena noticia de Arvid. El porvenir es magnífico, mejor que nunca. Tengo treinta años y un trabajo que me gusta, y no hay ningún obstáculo insuperable que me impida seguir avanzando. La vida me trata bien.
La tarde siguiente, arrebujada en su nuevo abrigo de lana y con una bufanda que le había tejido la madre de Arvid, se fue caminando al Berlin abendgymnasium y al llegar se encontró con que varios de sus alumnos la estaban esperando a la entrada con expresión sombría.
—¿Se ha enterado? —preguntó Karl Behrens, un trabajador del metal que aspiraba ser ingeniero mecánico—. Hindenburg ha nombrado canciller a Hitler.
A Mildred le dio un vuelco el corazón.
—¿Estás seguro?
—Conozco a uno de los asesores de Hindenburg —dijo Paul Thomas—. Los partidarios de Hindenburg intentaron formar una coalición respaldada por el ejército, pero al fracasar empezaron a negociar con los nacionalsocialistas. Los nazis convencieron a Hindenburg de que el sector más conservador conseguiría refrenar los impulsos más extremos de Hitler, de manera que… —Hizo un gesto de rabia con su único brazo—. En fin, que el Viejo Caballero dio el paso.
—Canciller Adolf Hitler —dijo Mildred silabeando.