Las mujeres de la orquesta roja. Jennifer Chiaverini

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Las mujeres de la orquesta roja - Jennifer  Chiaverini HarperCollins

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estaban maravillosamente decoradas con atractivos colores modernos: cálidos amarillos, marrón café con leche, azules y verdes claros, y el mirador del cuarto de estar dejaba pasar mucha luz, refrescantes brisas y preciosas vistas de las anchas avenidas bordeadas de árboles. Mildred tenía una habitación propia, pequeña y soleada, con su mesa, sus estanterías y su lámpara favorita, y aunque ni ella ni Arvid lo decían, algún día, cuando fuera necesario, sería el cuarto perfecto para los niños. Arvid colocó su escritorio en el cuarto de estar, cerca de dos jarrones muy altos que Mildred adornó con ramos de cosmos color lavanda. Durante el día, pero sobre todo a primera hora de la mañana, el piso se llenaba de los aromas dulces y tentadores de la pastelería de la planta baja.

      —Es el lugar perfecto para dos estudiosos como nosotros —le dijo a Arvid cuando terminaron de colocarlo todo—. La luz, el aire y estas habitaciones tan agradables nos servirán de estímulo y trabajaremos de maravilla, estoy segura.

      Su primera tarea fue buscar un nuevo puesto como profesora para el trimestre de otoño.

      Actualizó su currículum, reunió cartas de recomendación y pidió información de todo tipo, armándose de valor para enfrentarse a respuestas indiferentes e incluso hostiles. Insistiría todo lo que hiciera falta. Lo único que tenía que hacer era encontrar un centro de enseñanza en el que ser una mujer estadounidense antifascista fuese una ventaja, no un inconveniente.

      Capítulo siete

      Julio de 1932

      Sara

      Dieter llevaba más de quince días en Budapest y Belgrado por negocios, pero cuando la madre de Sara sugirió que celebrasen su regreso con una cena familiar en la residencia de los Weitz, Sara se quedó tan sorprendida que vaciló antes de aceptar. A veces sus padres charlaban un ratito con Dieter cuando iba a buscarla, y una tarde, después de que la acompañase a casa, le habían invitado a tomar un café y pastel, pero una invitación a cenar era otra cosa completamente distinta. Sara no podía evitar decirse que ojalá se debiera a un cambio en los sentimientos de sus padres hacia Dieter, un deshielo de aquella reserva cortés que, se temía, encubría su pesadumbre y su decepción.

      Desde el principio, Sara había sospechado que a sus padres no les acababa de gustar del todo su relación con Dieter, aun cuando no tuviesen nada personal contra él. Dieter y ella se habían conocido a través de Wilhelm y del jefe de Dieter, al que Wilhelm había contratado para que le suministrase un raro mármol italiano con el que quería restaurar una chimenea del ala este de Schloss Federle que se estaba desmoronando. Casualmente, Sara había ido a pasar unos días con su hermana cuando vino Dieter a resolver unos detalles pendientes del pago y la entrega, y nada más verle se había quedado impresionada por su atractivo, su seguridad en sí mismo y sus atentos modales. Amalie le había invitado a comer con la familia antes de emprender el largo viaje de vuelta a Berlín, y Sara y él se habían enfrascado tanto en la conversación que Amalie dijo entre risas que se sentía desplazada. Al despedirse, Dieter le preguntó si podían quedar en Berlín para seguir la conversación, y Sara fingió un momento de prudente reflexión antes de responder que sí. Amalie y Wilhelm le tomaban el pelo diciéndole que estaba embelesada con los soñadores ojos azules de Dieter y su sonrisa deslumbrante, pero, en realidad, lo que más admiraba de él era su tranquila confianza en sí mismo, las historias de sus viajes a lugares remotos y capitales famosas que ella solo conocía por los libros y su asombrosa perseverancia, que le había permitido embarcarse en una carrera profesional de éxito partiendo prácticamente de cero. Se había ganado todo lo que tenía con su trabajo, y Sara jamás le había oído ni una sola palabra de amargura o de envidia sobre otros hombres que se beneficiaban de los contactos y las fortunas de sus familias.

      Los padres de Sara no habían puesto ninguna objeción a su primera cita, pero habían enarcado las cejas e intercambiado miradas elocuentes cuando les había anunciado la segunda. Dieter y ella llevaban dos meses saliendo cuando Sara oyó a su madre lamentándose con una amiga sobre la desafortunada predilección de sus hijas por los gentiles. Wilhelm era estupendo, se había apresurado a añadir, y en absoluto lamentaba que Amalie se hubiera casado con él y le hubiera dado dos nietas preciosas, pero que Sara siguiera por el mismo camino le partía el corazón. Que una de tus hijas se casara con un gentil era mala suerte. Dos, una tragedia.

      Sara se había apartado en silencio con las mejillas al rojo vivo. No había estado pensando en el matrimonio, ni con Dieter ni con nadie; desde luego, no a corto plazo. Hacía tiempo que había decidido sacarse el doctorado, viajar al extranjero y forjarse una carrera profesional antes de casarse y formar una familia. Pero a medida que Dieter y ella seguían viéndose, empezó, casi sin darse cuenta, a dar vueltas al asunto. Quería que las cosas siguieran como estaban, pero Dieter le sacaba varios años y quizá quisiera sentar la cabeza pronto. A veces hablaban de sus creencias y tradiciones religiosas, pero nunca de los abrumadores desafíos a los que se enfrentaban los judíos y los cristianos que se casaban. Y aunque Amalie y Wilhelm habían demostrado que podía hacerse con elegancia y comprensión, Sara sabía por las confidencias de su hermana que su felicidad no había sido coser y cantar.

      Por ahora, lo único que deseaba era disfrutar del tiempo que pasaba con Dieter sin preocuparse por el futuro. No obstante, si en los años venideros los sentimientos se hacían más profundos y seguían siendo tan felices juntos como ahora…, entonces ya vería. Cuando no fuera capaz de imaginarse viviendo sin él, se casaría con él, si se lo pedía.

      Desde hacía varias semanas, el tema predominante en los cafés y en la prensa habían sido las inminentes elecciones. Al presidente Hindenburg, de ochenta y cuatro años y con mala salud, le habían convencido para que se presentase a la reelección porque su partido, el de los socialdemócratas, le consideraba el único hombre que podía derrotar a Adolf Hitler y persuadir a las facciones rivales para que colaborasen por el bien superior. En las calles de Berlín, los fascistas y los comunistas andaban siempre a la gresca: un grupo atacaba al otro, este tomaba represalias y se desencadenaba una espiral de violencia cada vez mayor. Frau Harnack había dicho una vez a su grupo de estudios que los tiroteos le recordaban los enfrentamientos que había en Chicago entre las bandas mafiosas por el territorio.

      La víspera de la cena, los nacionalsocialistas habían celebrado un inmenso mitin de campaña en el Lustgarten, la gran plaza de enfrente del palacio del káiser. Miles de obreros e intelectuales comunistas fueron hasta allí a manifestarse, pero se encontraron con que la plaza ya estaba abarrotada de apasionados nacionalsocialistas, casi todos vestidos con la indumentaria nazi. Natan cubrió el acto para el Berliner Tageblatt, y más tarde dijo a la familia que, a juzgar por las pancartas con eslóganes, las canciones triunfales, el revoloteo de minúsculas banderas con la esvástica, como un inmenso enjambre de furiosas polillas rojas, negras y blancas, al menos había cuatro veces más nazis que comunistas.

      Mientras su hermano describía la escena, Sara escuchaba incrédula. ¿Cómo podía apiñarse tanta gente en el Lustgarten para jalear a los nazis? ¿Acaso no entendían lo que defendían los fascistas? Los nazis siempre habían sido un partido marginal. ¿De dónde salían estas multitudes de simpatizantes?

      —El mitin ya ha pasado, pero habrá más. —Natan cruzó una mirada con Sara, que supo que más le valía prepararse para encajar la disculpa que iba a darle su hermano—: Lo siento, Sara, pero mañana no voy a poder venir a la cena.

      —¡Pero es que quiero que conozcas a Dieter!

      —Ya le conozco.

      —Pero quiero que le conozcas mejor. Amalie y Wilhelm ya dijeron que no venían. ¿Qué va a pensar Dieter si tú tampoco vienes?

      Natan se encogió de hombros.

      —Pensará que a veces pasan cosas importantes

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