Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Читать онлайн книгу Trilogía de Candleford - Flora Thompson страница 19
A las puertas de su castillo lord Lovell
a un caballo blanco como la nieve apaciguaba,
cuando lady Nancy Bell apareció
para desearle buen viaje a su amado, que se marchaba.
«¿Y adónde iréis, lord Lovell?», dijo ella.
«¿Cuándo regresaréis?», añadió la doncella.
«¡Ay de mí, querida Nancy Bell, pues de vos hoy me he de alejar
y tierras lejanas habré de explorar,
tierras lejanas habré de explorar».
«¿Y cuándo volveréis, lord Lovell?», dijo ella,
«¿Cuándo volveréis?», insistió la doncella.
«¡Oh, dentro de un año y un día regresaré,
para reunirme con mi lady Nancy-ci-ci-ci.
para reunirme con mi lady Nancy Bell».
Por desgracia, lord Lovell tardó más de un año y un día en regresar, mucho más, y cuando al fin llegó, las campanas de la iglesia repicaban:
«¿Se puede saber quién ha muerto?», dijo lord Lovell.
«¿Quién es el finado?», insistió él.
Al verlo aparecer alguien respondió: «Ha sido lady Nancy Bell».
«Lady Nancy-ci-ci-ci —dijeron—,
lady Nancy Bell».
Lady Nancy había muerto ese día,
y al siguiente lord Lovell al otro mundo la seguía.
Convencida de que su amado no volvería, de pura pena ella feneció,
y al conocer tan triste destino, a él lo mismo le sucedió.
A ella en el presbiterio la enterraron,
y en el coro a él lo sepultaron;
en la tumba de ella una roja, roja rosa floreció;
poco después un espino en la de él brotó.
Hasta la techumbre de la iglesia ambos pimpollos crecieron,
si bien es cierto que más allá no siguieron;
y allí se unieron formando un auténtico nudo de amor,
que aún hoy los verdaderos amantes admiran con pundonor.
Concluida la tonada, todos se quedaban mirando su jarra con aire pensativo. En parte porque la vieja canción los había puesto melancólicos, pero también porque, llegados a ese punto, la cerveza empezaba a acabarse y sabían que debían alargar la media pinta hasta la hora de cierre. Entonces alguien decía: «¿Qué hace el maestro Tuffrey en aquella esquina? Esta noche no lo hemos oído rechistar», y había peticiones para que el viejo David cantara El caballero extravagante. No porque nadie tuviera especial interés en escucharla —lo cierto es que ya la habían oído tantas veces que se la sabían de memoria—, sino porque, como ellos mismos decían: «El pobre tipo ya tiene ochenta y tres. Así que dejadle que cante mientras pueda».
De modo que también llegaba el momento de David. Solo conocía una balada. Una, decía, que ya su abuelo cantaba y también el abuelo de este antes que él. Posiblemente una larga cadena de abuelos lo había hecho, pero David estaba destinado a ser el último de ellos. Ya por aquel entonces la canción estaba anticuada y solamente sonaba bien cuando la cantaba alguien de su quinta. Decía así:
De los países del norte llegó un día un extravagante caballero
y tan pronto me vio empezó a cortejarme con modales de extranjero.
Enseguida me dijo que a su tierra me llevaría
y que una vez allí sin dilación me desposaría.
«Del cofre de oro de tu padre —dijo—, ve a coger una parte.
Y de la dote de tu madre no vayas a olvidarte.
Trae también dos de los mejores rocines del establo,
donde no hay menos de treinta y tres, y sé de lo que hablo».
Así se llevó el extranjero un puñado de plata y oro,
y de la dote una parte sin el menor decoro,
del establo dos de los mejores caballos, dijeron,
donde había nada menos que treinta y tres, si es que no me mintieron.
Después montó ella su corcel blanco como la leche
y un tordo de color gris escogió él,
y juntos cabalgaron hasta llegar a la costa
tres horas antes del amanecer.
«Baja de ese corcel blanco como la nieve,
bájate y entrégamelo para que yo me lo lleve;
pues a otras seis hermosas doncellas yo mismo he finado
y tú has de ser la séptima a la que aquí habré ahogado.
Quítate ese vestido de seda,
quítatelo y deja que me lo lleve;
pues demasiado elegante y bonito es
para dejar que el mar lo quede».
«Si el vestido de seda me he de quitar,
hacia otro lado habrás de mirar,
pues no es de ley que un rufián de tu ralea
a una mujer desnuda vea».
Él le dio la espalda a la doncella
y la verde arboleda contempló,
y tan menuda como era ella,
a las aguas sin más lo empujó.
Arriba y abajo el rufián a merced de la corriente flotó,
hasta que, recuperando un instante el resuello, la voz alzó:
«Coge mi mano, hermosa dama,
y en mi esposa te convertiré».
«Quédate ahí, hombre de corazón mentiroso,
quédate tú