Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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¡Ojalá esta noche no aparezcan los gitanos!
¡Ojalá esta noche no aparezcan los gitanos!
Cuando el grupo llegaba al lugar del escondite y el supuesto gitano les salía al paso y agarraba al que tenía más cerca, ella siempre gritaba, aunque sabía que solo era un juego.
Sin embargo, en los tiempos de aquellos primeros paseos el miedo no era más que otro incentivo para la imaginación, pues Madre estaba siempre a su lado. Madre, con su precioso vestido de color maíz, con volantes y más volantes de terciopelo cosidos por toda la falda, que se hinchaba como una campana, y su segundo mejor sombrero adornado con un ramillete de madreselva. Todavía estaba en la veintena y era muy bonita, con su delicada y elegante figura, su cutis terso como los pétalos de rosa y el cabello castaño con vetas doradas. Cuando su familia creció y los problemas empezaron a acumularse sobre sus espaldas, cuando su tez se marchitó y su guardarropa de soltera ya se había echado a perder, hacía mucho tiempo que sus paseos habían concluido. Pero en esa época Edmund y Laura eran ya bastante mayores para ir adonde quisieran, y aunque, por lo general, les gustaba perderse caminando por la campiña los sábados y durante las vacaciones escolares, de cuando en cuando iban a la carretera y saltaban una y otra vez sobre el mojón y merodeaban por los arbustos en busca de bayas y manzanas silvestres.
Durante uno de sus paseos, cuando todavía eran pequeños, caminaban por allí una mañana cuando se encontraron con una tía suya que venía de visita. Edmund y Laura, ambos vestidos con ropa blanca, limpia y almidonada, paseaban cogidos cada uno de la mano de un adulto. Los niños se mostraban algo tímidos, pues no recordaban haber visto antes a esa tía. Estaba casada con un maestro de obras de Yorkshire y solo visitaba a su hermano muy de vez en cuando. No obstante, les gustaba, a pesar de que Laura se había dado cuenta de que a su madre no. Según decía, Jane era demasiado elegante y «coqueta» para su gusto. Puesto que su equipaje todavía estaba en la estación de ferrocarril, esa mañana llevaba la misma ropa con la que había viajado, un vestido plisado color tórtola con un faldón de talle alto abullonado y prendido a la espalda sobre un polisón, e iba tocada con un gorrito elaborado íntegramente con pensamientos de terciopelo de color púrpura.
Zif-zaf, zif-zaf, hacía su largo faldón al deslizarse sobre la hierba del margen mientras caminaba. Sin embargo, cada vez que cruzaban la carretera soltaba la mano de Laura para levantarlo y evitar que rozara el polvo, permitiendo así que la niña pudiera contemplar, deslumbrada, sus enaguas con volantes de color violeta. Cuando fuera mayor tendría un vestido y unas enaguas exactamente iguales, decidió.
Pero a Edmund no le interesaba la ropa. Como era un chiquillo educado y cortés hacía lo posible por entablar conversación. Ya le había enseñado a su tía el lugar donde habían encontrado el erizo muerto y el arbusto en el que había anidado el zorzal la pasada primavera, de modo que cuando se acercaban al mojón, le explicó que el rumor lejano que se oía era el tren pasando por el viaducto.
—Tía Jenny —dijo él—. ¿Cómo es Oxford?
—Bueno, hay muchos edificios viejos, iglesias y universidades adonde van los hijos de la gente rica cuando se hacen mayores.
—¿Y qué cosas aprenden? —preguntó Laura.
—¡Oh! Latín y griego y cosas así, supongo.
—¿Todos van allí? —preguntó Edmund con gran seriedad.
—Pues no. Algunos van a Cambridge, donde también hay universidades. Unos van a una, y los otros, a la otra —respondió la tía con una sonrisa en los labios que parecía decir: «¿Cuál será la próxima pregunta que harán estos chiquillos?».
El pequeño Edmund, de cuatro años, reflexionó unos instantes, y después preguntó con curiosidad:
—¿Y a cuál de las dos iré yo cuando crezca, a Oxford o a Cambridge?
Y su expresión de inocente buena fe impidió a tiempo que su tía se echara a reír.
—Tú no irás a la universidad, mi pobre hombrecito —le explicó—. Tendrás que ponerte a trabajar lo antes posible, en cuanto acabes la escuela. Pero si dependiera de mí, desde luego que irías a la mejor facultad de Oxford.
Y durante el resto del paseo los entretuvo contándoles anécdotas sobre la familia de su madre, los Wallington.
Les contó que uno de sus tíos había escrito un libro y, en su opinión, Edmund podría llegar a ser un muchacho tan inteligente como él. Pero cuando se lo contaron a su madre ella meneó la cabeza y dijo que nunca había oído hablar de tal libro. ¿Y qué si lo hubiera escrito? No habría sido más que una pérdida de tiempo. No era precisamente un Shakespeare, y tampoco la señorita Braddon3 ni nadie semejante. Además, tenía la esperanza de que Edmund no fuera demasiado listo. La inteligencia no era nada bueno para un trabajador, pues solo servía para hacer a los hombres insolentes e infelices y para que perdieran trabajos. Ella misma había sido testigo en varias ocasiones.
Y, sin embargo, ella era inteligente y había recibido una educación por encima de la media para su posición social. Había nacido y se había criado en una casa junto al cementerio en un pueblo cercano, «exactamente igual que la niñita del poema de Wordsworth Somos siete», solía decirles a sus hijos. Cuando era pequeña y vivía en la casa junto al cementerio, el titular de la parroquia era un hombre muy viejo con el que todavía vivía su hermana, aún mayor que él. La anciana dama, que se llamaba miss Lowe, le había cogido mucho cariño a la preciosa chiquilla de hermosa melena que vivía en la casa junto al camposanto y la invitaba a visitarlos en la rectoría todos los días al salir de la escuela. La pequeña Emma tenía una dulce voz y se suponía que el motivo de sus visitas era recibir clases de canto. Sin embargo, también había aprendido otras cosas, incluidos los modales del viejo mundo y a escribir con una anticuada caligrafía de delicadas letras, con arabescos y alargadas eses, igual que antes lo había hecho su maestra y tantas jóvenes damas instruidas durante el último cuarto del siglo dieciocho.
La señorita Lowe tenía por aquel entonces casi ochenta años, de modo que llevaba mucho tiempo muerta cuando Laura, con dos años y medio, había acompañado a su madre a visitar al ya muy anciano rector. Aquella visita se convirtió en uno de sus primeros recuerdos, que sobrevivió al paso del tiempo en forma de una nítida imagen del crepúsculo en una habitación de paredes verdes y la rama de un árbol que rozaba el exterior de la ventana. Con más claridad si cabe recordaba también un par de manos temblorosas y surcadas por hinchadas venas que colocaron algo frío, suave y redondo sobre las suyas. Tiempo después supo cuál era aquel objeto frío y redondeado. Al parecer, el anciano caballero le había regalado una jarrita de porcelana que había pertenecido a su hermana en sus días de enfermera. Durante años estuvo colocada sobre la encimera de la chimenea de la última casa, una antigua y delicada pieza decorada con el dibujo de un denso y verde follaje sobre un fondo de translúcida blancura. Tiempo después se rompió; algo que no solía suceder en un hogar tan ordenado. Pero Laura conservó en su memoria el recuerdo del dibujo durante el resto de su vida y a veces se preguntaba si sería esa la causa de su inagotable amor por cualquier combinación del blanco y el verde.
Su madre les hablaba a menudo a sus hijos sobre la rectoría y también sobre su propio hogar junto al cementerio; y de cómo el coro, en el que su padre tocaba en violín, solía llegar con todos sus instrumentos para practicar allí al anochecer. Sin embargo, prefería contarles historias sobre la otra vicaría donde ella había trabajado como niñera. La vida era austera y el vicario era pobre,