Trilogía de Candleford. Flora Thompson
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Los pequeños Johnstone siempre fueron usados como ejemplo para los niños de la última casa. Siempre se portaban bien los unos con los otros y eran obedientes con sus mayores, nunca iban sucios ni eran ruidosos o desconsiderados. Quizá tras la partida de Emma empezaron a consentirlos, pues Laura recordaba la ocasión en que su madre la había llevado a conocerlos, antes de que abandonaran la región para siempre, y uno de los niños le había tirado del pelo, no dejaba de hacerle muecas e incluso había enterrado su muñeca bajo un árbol del jardín después de atarle al cuello un mandil del cocinero como si fuera una sobrepelliz.
Miss Lily, la mayor de las hijas, que tenía entonces unos diecinueve años, las acompañó a pie durante unos kilómetros en su camino de vuelta a casa y después había regresado sola al anochecer (¡de modo que las jóvenes damas victorianas no estaban tan controladas como ahora se suele pensar!). Laura recordaba el leve murmullo de la conversación a sus espaldas mientras iba subida en la parte frontal del carricoche durante un trecho del camino y contemplaba el paisaje con las piernas colgando sobre la rueda delantera. Al parecer, un tal sir George y un tal señor Looker le prestaban «especial atención» en aquella época, y sus respectivos avances y su rivalidad constituían el eje de la conversación entre las dos mujeres. De cuando en cuando miss Lily protestaba: «Pero, Emma, sir George me prodiga muchas atenciones. Mucha gente se lo ha comentado a mamá». Y Emma decía: «Pero, miss Lily, querida, ¿crees que es un hombre serio?». Quizá lo fuera, pues miss Lily era una joven bonita. En cualquier caso, fue así como la señora Looker llegó a convertirse en una especie de hada madrina para los niños de la última casa. Todas las navidades recibían un paquete con libros y regalos. Y, aunque ella nunca volvió a ver a su antigua niñera, ambas seguían carteándose regularmente durante la década de mil novecientos veinte.
Alrededor de la aldea jugaban muchos niños pequeños, demasiado jóvenes para asistir a la escuela. Cada mañana sus madres los envolvían en algún viejo chal que les cruzaban sobre el pecho y después anudaban con firmeza a la espalda, les ponían un trozo de comida en la mano y les decían: «¡Venga a jugar!» mientras ellas seguían con las tareas de la casa. En invierno sus delicados miembros se ponían morados de frío y pateaban el suelo jugando a ser caballos o corrían haciendo la locomotora. En verano hacían pasteles de barro en el polvo, humedeciéndolos con su más íntima reserva de agua. Si se caían o se hacían daño de alguna otra manera no corrían a casa buscando consuelo, pues sabían que lo único que iban a conseguir era un «¡Te está bien empleao! ¡Haber mirao dónde ponías los pies!».
Eran como potrillos sueltos en un prado y recibían la misma atención. A menudo les caían los mocos y tenían sabañones en las manos, en los pies y en las orejas, aunque rara era la ocasión en que estuvieran tan enfermos como para quedarse en casa y crecían fuertes y robustos, de modo que el sistema no debía ser malo. «Así se endurecen», decían sus madres. Y en efecto se hacían duros, en cuerpo y alma, igual que el resto de los hombres, mujeres y chiquillos mayores de la aldea.
A veces Laura y Edmund salían a jugar con los demás niños. A su padre no le gustaba, pues decía que ya desde tan pequeños eran como salvajes. Pero su madre le decía que, puesto que pronto tendrían que ir al colegio, lo mejor para ellos sería que se familiarizaran lo antes posible con las costumbres de la aldea. «Además —insistía—, ¿por qué no iban a hacerlo? Lo único malo de la gente de Colina de las Alondras es su pobreza, y eso no es ningún crimen. Y si así fuera, posiblemente nos colgarían también a nosotros».
De modo que los niños salían a jugar y a menudo se lo pasaban bien, construyendo casas con pedazos de vajilla rota que decoraban con musgo y piedras, tumbándose boca abajo sobre el polvo para examinar el interior de las profundas grietas que durante la época seca se formaban en la tierra arcillosa y dura, o haciendo muñecos de nieve y deslizándose sobre los charcos en invierno.
Otras veces los juegos no resultaban tan divertidos, pues surgían peleas y los puñetazos y patadas volaban por doquier. ¡Y vaya si podían pegar fuerte esos chiquillos de dos años! Decir que un niño era tan ancho como alto era todo un cumplido entre las madres de la aldea, y algunas de esas criaturas envueltas en trapos de lana parecían casi tan fornidas como cualquier ser humano. Una niñita llamada Rosie Phillips fascinaba a Laura, era dura y regordeta y de mejillas sonrojadas como manzanas, con los hoyuelos más profundos que uno se pueda imaginar y cabellos como alambre de bronce. Por muy fuerte que le pegaran las demás niñas durante sus juegos, ella nunca se caía y se mantenía firme como una pequeña roca. También pegaba fuerte, y tenía unos dientecitos blancos y muy afilados para morder. Los dos chiquillos más mansos siempre se llevaban la peor parte cada vez que estallaba el conflicto. Entonces, echaban a correr a toda velocidad hacia la portilla del jardín de casa sobre sus piernas largas y flacas como palos de escoba, bajo una lluvia de piedras y gritos de «¡Zancudos! ¡Cobardes, cobardes gallinas!».
Durante esos primeros años, en la última casa siempre se hacían planes y debatían sobre ellos. Edmund tendría que aprender un oficio —quizá carpintero—, pues todo hombre con un buen oficio podrá ganarse la vida. Laura podía ser maestra de escuela o, si eso no resultaba, niñera para una buena familia. Pero lo primero y más importante era que la familia se marchara lo antes posible de Colina de las Alondras para vivir en una casa de la ciudad. Los padres siempre habían tenido intención de marcharse. Cuando conoció a la que sería su mujer y se casó con ella, el padre todavía era un desconocido en el vecindario que había sido contratado durante unos meses para restaurar la iglesia de una parroquia cercana, por lo que se habían instalado temporalmente en la última casa. Después habían llegado los niños y habían sucedido otras cosas que retrasaron la mudanza. O no podían dar aviso antes de la festividad de San Miguel u otro niño estaba en camino, o simplemente tenían que esperar hasta después de la matanza del cerdo o había que almacenar el cereal. Siempre se presentaba algún obstáculo, y siete años más tarde seguían viviendo en la última casa y hablando casi a diario del día en que se marcharían. Cincuenta años después el padre había muerto y la madre seguía viviendo allí sola.
Cuando Laura se aproximaba a la edad en que tendría que asistir a la escuela, las discusiones se hicieron más apremiantes. El padre no quería que sus hijos fueran a la escuela con los demás niños de la aldea y, por una vez, la madre estaba de acuerdo. Y no era, como él solía decir, porque quisiera para ellos una educación mejor que la que pudieran recibir en Colina de las Alondras, sino porque temía que les rompieran la ropa, que se resfriaran y se ensuciaran recorriendo a diario los dos kilómetros y medio al ir y volver de la escuela, que estaba en el pueblo de al lado. Por ese motivo visitaban de vez en cuando casas disponibles en la villa y a menudo pensaban que la semana siguiente o el próximo mes abandonarían definitivamente Colina de las Alondras. Pero, como de costumbre, de nuevo sucedía algo que impedía la mudanza y, poco a poco, iba surgiendo una nueva idea. Para ganar tiempo el padre empezó a enseñar a los pequeños a leer y escribir, de manera que, si recibían una visita de los Servicios de Escolarización, la madre pudiera