Tratado de natación. Jose María Cancela Carral

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Tratado de natación - Jose María Cancela Carral Deportes

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atenienses, y sobre todo los habitantes de la isla de Delos, fueron considerados durante largo tiempo como los mejores nadadores. La habilidad de estos últimos, sobre todo, se hizo proverbial. Sócrates, un día, viéndose ante sus alumnos en dificultades para explicar unos pasajes del filósofo Heráclito, tan raros y liados, exclamó: «Para poder orientarse entre tanto atranco haría falta ser nadador de Delos». Y es así mismo bien conocida la poética historia de Leandro y Hero. Esta famosa leyenda helénica nos transmite la que tal vez sea la primera noticia de una hazaña de natación de fondo. Leandro, por nacimiento, no podía considerarse un nadador de Delos, pero demostró serlo, hasta quizá mejor. Se había enamorado de una hermosa sacerdotisa dedicada a Venus a quien contemplara en una de las ceremonias anuales a la que él había acudido. Ambos, aunque eran griegos, vivían a cada lado del Helesponto; ella resultaba ser europea, de Systos, y él asiático, de Abydos; casi vecinos enfrentados, y sólo separados por un brazo de mar. Este buen brazo de mar será para nosotros objeto de especial atención, así como el amor (uno muy fuerte debió ser) ha sido el que preocupó y sigue preocupando hasta nuestros días a los poetas, empezando por inspirar al griego Antipatros, Virgilio (25 a. C.), y después a Publio Ovidio Nasón, unos versos en su Heroidas (10 d. C.), a Marco V. Marcial (70 d. C.), y a muchos otros.

      La familia de Hero se oponía a esos amores, y también su condición de sacerdotisa. Leandro cada anochecer atravesaba el estrecho a nado, guiado por una antorcha que su amada encendía cada noche en lo alto de una torre, donde ansiosa lo esperaba. Y volvía de su aventura antes de cada amanecer. Llegado el invierno y los malos tiempos, Hero ponía especial atención en cubrir la antorcha con su manto, con el fin de que el violento viento no la apagase. Pero una noche, funesta noche, bien porque no la encendiera por olvido, bien porque se apagara por negligencia o se acabara el aceite, y azotado por tempestuosas olas y agotado de luchar, sin norte, en la oscuridad, Leandro sucumbió. Aquella noche no subió a la torre. Inútilmente esperó Hero por él durante el resto de ella. Sólo con los primeros rayos de luz del día vio con horror a su amado Leandro flotando al pie de la torre, ahogado. La infeliz y bella mujer se percató de lo que había sucedido y, alocada en su terrible desesperación, se precipitó desde lo alto de la torre hundiéndose en el mar. Se dice que ambos cuerpos aparecieron juntos. Así después de la muerte lograron los dos amantes unidos verse como antes, burlando su infausta suerte. Esta leyenda también inspiró obras de bastantes artistas (grabadores, pintores, numismáticos, etc.); entre ellas citaremos la pintura mural de Pompeya (80 a. C.) y así mismo el hermoso bajorrelieve de Gasc que se puede admirar en el museo de Luxemburgo, de París.

      Los judíos, vecinos de los fenicios, utilizaron las habilidades y artes marineras de éstos.

      El polígrafo deportivo español Lladó afirma que los antiguos íberos (vascones) en alguna ocasión son mencionados por los historiadores como buenos nadadores y que los cartagineses y los romanos los emplearon en sus legiones por tal habilidad.

      El pueblo cartaginés, que trajo de cabeza al Imperio Romano durante muchos años, era, además de muy comerciante, eminentemente guerrero, y a medida que se desenvolvía y realizaba conquistas fue formando una flota comercial importante y otra no menos de marina de guerra, para lo cual fue necesario realizar obras de construcción de grande envergadura y dragar puertos, con el objeto de que sus barcos no sufrieran averías o se hundieran al entrar o salir de los lugares de embarque y desembarco, así como también los que escogían para refugio seguro. Según el escritor romano Apiano (150 d. C.), sabemos que existían en Cartago dos puertos vaciados por el esfuerzo humano, el puerto comercial y el militar, y en medio de los dos existía una isla donde estaba instalado el Almirantazgo. El Estado estimulaba a la juventud para que practicara los ejercicios náuticos que servían de preparación a futuros marineros hábiles y audaces, hombres sanos y robustos. De entre éstos, tras realizar estudios especiales, salían los componentes de los formidables equipos de buceadores que eran nadadores y trabajadores de agua; los mejores de ellos terminaban siendo los profesores de los nuevos aspirantes del genio marítimo de la brava pequeña nación: Dido, los Amílcar, Asdrúbal y Aníbal. Los nadadores-buceadores con su destreza y valor debían suplir los trabajos de superficie y los submarinos, lo mismo en los bloqueos que en los asaltos de puertos de mar. También sus enemigos, los sicilianos, dieron prueba de su buena clase como nadadores en la guerra contra Dionisio, el antiguo tirano de Siracusa, que tirados al mar para no caer en las manos del general Himilcon (399 a. C.) fueron muchos, al parecer, los que alcanzaron a nado las costas de Italia.

      Entre los romanos la natación formaba parte de la educación de los jóvenes de ambos sexos. Eran así mismo buenos nadadores, serios, sin fantasía y sobrios soldados. Su sentido de lo útil nunca los llevó a una dedicación tan intensa a otros ejercicios atléticos que fueron de predilección para los griegos. Ellos entendían el lado práctico de la natación y la ejercitaban con asiduidad y entusiasmo. En el siglo III a. C., instalaron una piscina a la que llegaba el agua conducida por acueductos.

      Los romanos aprovecharon siempre que pudieron la destreza de los bárbaros en la natación, llevándolos en el ejército en el cuerpo de vanguardia y utilizándolos en los ataques, desembarcos y otras difíciles y peligrosas acciones.

      Sorano (117 d. C.) fue el más famoso nadador bárbaro entre los romanos, pues los generales famosos acostumbraban llevar un escuadrón de bátavos nadadores de ataque, como ya hemos dicho. Se dice de Sorano que tan diligente era que el emperador Adriano le dedicó de su puño y letra un honroso elogio que, según la antología epigráfica latina de Franz Bücheler (1870), en castellano rezaría poco más o menos esto: Me hice una vez pero que muy conocido por todas las tierras del país panónico pues de mil guerreros bátavos fui el primero que ante los ojos de Adriano atravesara nadando con equipo completo en toda su anchura las aguas del Danubio, que es un gran río.

      Respecto a las competiciones, hay quien dice que en la antigua Roma se disputaban ya unas carreras de natación. Seguramente se refiere a que todos los años tenía lugar en el mes de mayo una fiesta de natación en Ostia, puerto natural de Roma.

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       Figura 1.7.

       Detalle de la Fuente de Neptuno de la época romana. (Camiña et al., 2000)

      Si las espartanas eran admirables en natación, las mujeres romanas no lo eran menos, y no cedían en nada a los hombres en vigor y valentía, como ocurrió en el caso de Clelia y Cocles contra Pórsena. La natación formaba parte de su preparación ciudadana, como así mismo integraba el sistema de educación de las jóvenes lacedemonias. Gracias a la habilidad que adquiriera en el arte de nadar, Clelia, la joven romana que acabamos de citar y que se dice fue dada a Pórsena como rehén (507 a. C.), logró evadirse con nueve compañeras más atravesando después el Tíber a nado bajo una lluvia de flechas enemigas, y pudo entrar en Roma. También se recuerda que, queriendo Nerón hacer perecer a su madre Agripina, la hizo embarcar en un navío que debía partirse en dos a su voluntad en plena mar. Aunque así sucedió, pudo salvarse y escapar gracias a su habilidad nadando hasta la costa y refugiarse en su villa del lago Lucrito, en donde al final su hijo la haría asesinar.

      Pero aquellos romanos que se habían habituado durante tantos siglos a este ejercicio desde la adolescencia y que, como hemos visto, al salir de sus maniobras de Campo de Marte corrían a sumergirse en el Tíber, descansando allí de sus fatigas, perdieron esa costumbre suya tan viril, que cayó al final en desuso. Vegecio (390 d. C.), que vivió en tiempos del emperador Valentiniano II, en plena decadencia romana, se queja amargamente de un arte en desgracia, de la que ensalza su utilidad, tanto para los caballeros como para los infantes. Pero aun en su pesimismo se les escapan unas gotas de consuelo y de esperanza al informar de que los reclutas, incluso en plena decadencia de

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