Lo que dicen las palabras. Eduardo López Molina

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Lo que dicen las palabras - Eduardo López Molina Estudios PSI

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del sujeto deseante. Mas, tras ese decir o enunciación aflorará el Coro para afirmar el enunciado que debe regir al sujeto ideal de la virtud y la mesura.

      Además, será a través de las figuras de los reyes que en las Tragedias no sólo se patentiza la presencia de la sociedad termodinámica y dividida de aquella antigua Grecia sino, también, el modo de justificar el ejercicio del Poder y su costo. Esos nobles de entonces eran los encargados de corporizar los ideales morales de la mesura (diké) como, a la vez, de padecer las penas desencadenadas por las transgresiones a las prohibiciones impuestas por los dioses. Por lo tanto, con las Tragedias, el Poder se constituye como sede del ideal moral y, a la vez, del acatamiento a los límites impuestos a las pasiones por las leyes divinas para mantenerlo y ejercerlo ante sus gobernados.

      De aquí que aquellas iterativas formas mitológicas con las que los pueblos de “relojería” explicaban la reconocida incógnita de vivir, con las Tragedias y sus novedosos haces opositivos transitando entre las idealizaciones de lo virtuoso y racional (Logos), se convierten en una explicación del Estado y la convivencia dentro de una sociedad dividida y cruzada por intereses. Con ellas, lo general, hecho designio divino, trama tejida y decidida por los dioses, destino ineludible e inmodificable, dictamina el orden del Poder como el modo en que los humanos deberán transitar sus escasas existencias por la Tierra. Mas, también, gracias a las Tragedias, esas inefables poquedades singulares se encontrarán nombradas y, por lo tanto, denegando sus inevitables soledades y castraciones, bajo la fantasmagórica forma de un destino se creerán acompañadas por un conjunto de deidades. Allí supondrán la presencia del significante que les falta en el saber de lo absurdo de vivir errante.

      Por esto, más que de lo trágico de la existencia, es pertinente hablar de una existencia trágica o de un posicionamiento trágico ante la existencia, en tanto no siempre el existir (ex-stare; estar fuera, para Martin Heidegger) fue trágico ni necesariamente lo tiene que ser. Al punto que Jacques Lacan decía que el fin del análisis es destituir la tragedia (“Novela o Mito Familiar del Neurótico”) y, obviamente, con ello, al sujeto o al héroe de su trama. Idea consecuente con la definición freudiana de la neurosis como religión privada y de la cual los humanos, a pesar de los sufrimientos que ella implica, se resisten a dejar frente al angustioso desamparo gestado por la ausencia que empuja a la subjetivización y al deseo cifrados por el equívoco, el mal entendido o la falta. De ahí que Freud hablaba de los beneficios primarios y secundarios del síntoma. Tragedia o destino como saber o sentido con el cual explicar lo incierto y protegerse ante la siempre amenazante angustia, aunque las ofrendas exigidas adquieran el tamaño de las garantías demandadas.

      Por esto, y aun cuando la Tragedia y la Filosofía que le devino, dejaron entreabierta la puerta del sujeto deseante o amante (Platón; “El banquete” y “Fedro”), ambas, al idealizar al sujeto apolíneo del Logo o de la Razón, denegaron aquél sujeto movido por las pulsiones dionisíacas, algunas veces irrefrenables y cargadas de pasiones, en el que se detuvo el Psicoanálisis. Denegación nada ingenua pues con ella se pretendió desubjetivizar lo que la angustia y la división del sujeto singular y deseante subjetivizó. Allí, podemos visualizar la colonización que el ejercicio el Poder del momento hizo de la subjetividad. De aquí que, entre otros motivos, Nietzsche, en “El origen de la tragedia”, a Sócrates lo llamó “el primer hipócrita de la humanidad”.

      No obstante, en ese sujeto apolíneo del “deber ser” que desde las tragedias griegas se fue plasmando hasta arribar a la moral kantiana, no cesa de pulsar la falla del deseo que mueve su equívoco o mal entendido constante, y tal cual lo presentan las Tragedias al errar ante la norma de la moral donde el Mensajero lo quiere introducir. El deseo es la anormalidad, tanto como su efecto el hablante(ser). Anormalidad surgida de la función significante que nos subjetivizó como sujetos escindidos y que hoy, desde los grandes medios de comunicación, pretenden obviar al imponer el discurso del enunciado o de la normalidad en desmedro de la enunciación como no lo hicieron, desde su dimensión ética, las Tragedias griegas en el siglo V antes de Cristo.

      En estos tiempos, la hegemonía neoliberal, movida por la incesante extracción de plusvalía que exige el capital financiero internacional, impone un atropellador ritmo de plus de goce permanente contra los objetos de deseo (o de placer) que se levantan como topes. Como ejemplo, es pertinente recordar que, en Argentina, por la década del 90 del siglo XX, ese capital, a través de un nuevo rico llamado Marcelo Tinelli, frente a las cámaras de televisión, desde una alta grúa dejó caer un enorme peso sobre un modesto Fiat 600 cuando se acercaba su incauto propietario. Mas, cuando éste, entre la sorpresa y el dolor, reclamó por la total destrucción del auto, como respuesta recibió que era una “jodita para Tinelli” y, por lo tanto, que se le pagaba con creces el valor comercial del vehículo. Allí, con lágrimas en los ojos, el indignado damnificado exclamó; “¡pero adentro estaban colgados del espejo (retrovisor) los zapatitos de mi hija cuando tenía dos años y ustedes me los destruyeron, ninguna plata me los devolverá!”. Obviamente, esta frase, también, fue motivo de risa entre el conductor y su equipo televisivo; ¿cómo alguien podía poseer la dignidad de preferir unos gastados zapatos de la hija a una tentadora suma de dinero?

      Es evidente que el capital financiero mundial destruye los objetos de goce que el capitalismo mercantil ofrece para la realización, más o menos pasajera, de deseos y placeres (autos u otras pertenencias amadas) y, por eso, en ese exitoso programa de televisión, pornográficamente, ante la vista de todos y sin ocultamientos, el deseante consumidor del Fiat 600 se transformó en un objeto de goce consumido por aquél. Por lo tanto, el neoliberalismo, con su veloz destrucción de los fetiches donde se adhiere el deseo, ha extremado el reconocimiento que todos los objetos del mundo, sean humanos o naturales, tienen un precio acorde a las utilidades y a los goces que demanda su mecanismo termodinámico.

      Tiempos donde aquél mencionado conductor televisivo, además de continuar con sus “joditas” con las que gozaba de otros, a escasos centímetros de la cámara, en un solo movimiento y bajo una vulgar presión, llenaba con un gran alfajor el enorme agujero de su boca. Parecía una grosera imitación del Saturno de Goya, salvo que no eran sus hijos los comidos sino los espectadores que el Mercado devoraba. Mas, si alguien que lo veía estaba vacío, y por la tasa de desempleo creciente eran muchos, debía repletarse consumiendo como él o, de lo contrario, sin consumir, quedar excluido o desechado.

      Por entonces, a los espacios de interrogación y de deseo como son las escuelas, el imperioso plus de goce fagocitado por el ritmo de la plusvalía neoliberal, los mutó en sitios para la admiración de shoppings donde consumir y llenarse. No obstante, en un genial acto artístico, Charly García se arrojó desde lo alto de un edificio hacia una piscina que no todos veían. De ese modo, donde algunos creyeron ver un suicidio, el artista denunció que, a pesar de tanto consumo, aún en el neoliberalismo, hay un vacío que eróticamente resiste a la completitud de la muerte. Verdadero acto por la erogenización del sujeto ante la correntada de goce que lo sumerge y ahoga. Salto a un lazo social invadido por un economicismo que, gobernado por la ley de la oferta y la demanda, mueve los cuerpos de los consumidores-consumidos al borde de la exclusión y el desecho. Anormalidad del deseo ante un hegemónico discurso sin sujeto singular y de la enunciación, desubjetivizador o colonizador de subjetividades a través del consumo y la entrega al goce del Mercado que fabrica cuerpos afásicos y portadores móviles de enunciados.

      Porque el capitalismo financiero mundial, después de la caída del mundo soviético sin que se disparara un misil, con Freud supo que no hay nada más revolucionario que el deseo y, por ende, con su frenesí por la extracción de plusvalía, transforma la anormalidad del deseo en normalidad de goce. Su imperativo a gozar o a consumir apunta contra el “deber ser” del sujeto apolíneo de las antiguas Tragedias como, también, contra su inseparable opuesto, el héroe trágico, para, así, subsumirlos en un “deber tener” con el cual gozarlos y consumirlos dentro de la generalidad llamada Mercado.

      Asimismo, desaparecidos aquellos deseados ideales que los trágicos griegos impartieron con sus exaltadas virtudes morales y que Kant supo racionalizar para regir la vida práctica de los hombres

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