Lo que dicen las palabras. Eduardo López Molina
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Entonces, la pregunta neurótica cruzada por las dudas e incertezas del deseo sobre; ¿qué quiere el Otro?, o ¿qué desea el Otro de mí?, equivalente a; ¿me quiere el Otro? o ¿cómo me quiere el Otro?, hoy el Mercado impone la certeza de cómo ese Otro goza consumiendo a los consumidores que consumen las certezas incesantemente ofrecidas para sus goces. Como en el reino de la desubjetivización psicótica, el goce del Otro cierra la tachadura o la castración con la que Lacan lo representaba para afirmar que el deseo del sujeto es el deseo del Otro. En el mundo del capitalismo financiero internacional, como no hay Tragedia ni apolíneos o virtudes morales, gobiernan las certezas, desaparecen las singularidades deseantes o hablantes, se impone el enunciado, queda sólo la generalidad.
Y, si acaso los consumidores o gozadores de objetos de consumo se restringen, tal como se evidenció en estos últimos años en Argentina, ese Otro llamado Mercado no deja de gozarlos y consumirlos vía deudas u otras formas de extracción de plusvalía. Para el capital financiero internacional, todo el suelo del país (o del mundo) y sus habitantes son objetos de goce a ser usados, descartados y tirados como desechos o basuras sobrantes, polución de la gran máquina termodinámica.
Como en los tiempos de los antiguos trágicos griegos, la subjetividad de los sujetos singulares es el terreno de disputa elegido por el Poder para plantar allí su bandera de colonización desubjetivizadora. Ahora, como antes, en esa batalla, él cuenta con la colaboración del propio sujeto beneficiado por la represión o la denegación que aporta a los fines de alejar la insoportabilidad (o “malestar en la cultura”) de la angustia que lo constituyó en deseante, salvo que actualmente, a los ideales morales del “deber ser”, el capitalismo financiero mundial, los sustituye por los mandatos de consumo que el Mercado dicta.
Por esto, es significativo que un Papa; Benedicto XVI, en estos tiempos neoliberales haya planteado volver a las misas dictadas en latín y, así, dar lugar al triunfo del enunciado o de la afasia sobre la enunciación o el habla singular surgida de las particularidades de las lenguas locales, y tal cual lo instituyó Juan XXIII por los años sesenta del siglo pasado. Planteo vaticano que, si bien no prosperó, indica la intención religiosa por adecuarse a los efectos que logran los grandes medios de comunicación en el mundo entero al borrar la memoria y, con ello, a la singularidad del sujeto comprometido en la consigna cristiana del “arrepentíos”.
No obstante, en estos tiempos donde la palabra y la historización de la singularidad se acallan bajo la ensordecedora generalización de las autoayudas o los medicamentos dictados por los vademécums, la memoria, el deseo y el placer resisten. Aun cuando Lacan haya pronosticado que “la religión triunfará y el Psicoanálisis, a lo sumo, sobrevivirá”, en los reducidos consultorios psicoanalíticos todavía se invita al sujeto a hablar y a recordar o en los amplios espacios de las calles y plazas se reivindica la “Memoria” como, también, el derecho a la posesión de un cuerpo para el deseo de bien-estar en la vida y no reducible al goce de un Otro. Ejemplos paradigmáticos de esto es el movimiento de mujeres que sostiene un “Ni una Menos” usada y, luego, descartada por el goce sino, por el contrario, con derecho al deseo, incluido el de ser madre, como, también, las luchas por las identidades sexuales que, desde sus singularidades, resisten la nominación gozosa de un Otro incómodo sobre los cuerpos, al igual que las ecológicas por un hábitat placentero en la Tierra u otras.
En Argentina, a pesar que muchos sumergen sus singularidades en los océanos del goce de la generalidad impuesta por el movimiento del capital financiero mundial y que a la historia, si no se la borra (por ejemplo, en los billetes), se la despoja de contenido o queda reducida a monumentos vacíos e impedidos de producir significaciones, aún el Mercado neoliberal no logra desbaratar el antiguo silogismo de las Tragedias que hoy levantan las “Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo”, junto a H.I.J.OS., cuando apelan a la memoria de los antepasados y/o descendientes desaparecidos.
A diferencia de la propuesta psicoanalítica de destituir la Tragedia para que, destituido su sujeto, quien porta un cuerpo se aventure a sobrellevarlo incierto, desamparado, sin más destino que el biológico y prevenido de ser gozado por una trama, el aniquilamiento de la Tragedia que impone el capitalismo financiero mundial es para que los cuerpos sean gozados por la generalidad tras las certezas de sus goces.
Claro que esta propuesta de una sociedad sin sujetos de enunciaciones, de hablantes, de abiertos a la anormalidad, al equívoco o a la errancia que imprime el revolucionario deseo, y en donde gobierne el enunciado y el goce, no se ejecuta sobre doscientos, trescientos o cuatrocientos cuerpos humanos como acontecía en los pueblos de “relojería”, sino, en sociedades de millones de habitantes y, por lo tanto, su triunfo definitivo sólo será a costa de la enorme violencia que significa la desaparición de las singularidades, y en la que, actualmente, no está ausente la química que dirige la psiquiatrización de la vida en particular.
Introducción
Lo que dicen las palabras es un intento, insuficiente, por cierto, de dar cuenta de aquello que hacemos con las palabras, pero, también, de aquello que las palabras hacen con nosotros, y lo que resulta de ello en uno y otro caso.
Palabra proviene de parábola, que es un término polisémico tomado del griego parabolé, y que se vincula con “comparación” pero, también, con “alegoría”, y su uso adquiere significaciones singulares según nos remitamos a la Lingüística, la Geometría, la Balística o al discurso religioso, como en el caso de las enseñanzas de Cristo a sus discípulos.
Las palabras articulan cuerpo, cultura y sociedad, dan una cierta dirección a las acciones llevadas a cabo por los sujetos y son la base sobre la cual se asentó el descubrimiento del inconsciente y la propia experiencia del análisis.
Nacemos en un mundo poblado por palabras. Ellas nos preceden, nos nombran, nos constituyen en tanto sujetos, pero también nos posibilitan ir más allá de lo que nuestra biografía trae como marca o nos arrojan a la más cruel de las intemperies.
Hay palabras que cuidan a uno mismo y a los otros, palabras que alojan, enamoran, seducen o convencen, y hay otras que des-cuidan, des-alojan y que dejan al sujeto inmerso en el abandono y el sin-sentido. Palabras de-subjetivantes y que generan, en aquel que las recibe, una suerte de identidad deteriorada (soy depresivo, soy hiperkinético…).
Ya los pueblos semíticos (asirios y babilonios, sobre todo) les otorgaban una importancia extrema y actuaban convencidos de que servían para curar enfermedades y que, además, dotaban de una fuerza casi mágica a aquel que sabía el verdadero nombre de las cosas.
Sobre su uso terapéutico hallamos también fuertes testimonios en la cultura greco-latina, tanto en las tragedias como en los relatos épicos (la Ilíada, la Odisea, la Eneida), así como en la Filosofía (Cármides, o de la templanza, de Platón).
El texto de Pedro Laín Entralgo da cuenta justamente de su poder curativo, y por eso lo llama La curación por la palabra en la antigüedad clásica (1958). De esto trata este libro1. De palabras que hablan de las palabras, que curan al ser pronunciadas o que acompañan al pharmakon (término que presenta dos acepciones, como remedio o como veneno).