Illska. Eiríkur Örn Norddahl

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Illska - Eiríkur Örn Norddahl Sensibles a las Letras

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culpa mía, no es culpa mía. Pero, a fin de cuentas, parece que todo fue culpa mía.

      —No hay nada seguro —dijo Agnes, cogiendo a Ómar por la muñeca para que dejara de darle vueltas a la taza—. Me estás volviendo loca haciendo eso.

      Ómar levantó la vista.

      —No, no hay nada seguro. Pero ¿no parece razonable? No podían estar juntos, no podían estar enamorados si tenían que dedicarse a educarme. Y en cuanto desaparecí del mapa volvieron a estar coladitos el uno por el otro.

      —Tres es multitud —dijo Agnes—. Eres mucho más ingenuo de lo que pensaba.

      Ómar se removió en la silla. De pronto se sintió incómodo.

      —El alcohol me deja torpe y desnudo —dijo—. La resaca me roba mi escaso amor propio, que suele ser suficiente para que me deje de quejas y no suelte idioteces.

      —Eres majo así de torpe y desnudo.

      —Vaya. Antes dijiste que era más majo vestido.

      —Eso fue solo para chincharte —dijo Agnes.

      ***

      Décimo segundo intento de contextualización.

      Estamos hablando del Holocausto. Nadie habría podido prever el Holocausto. Nadie podía imaginar que el odio racial de los nazis pudiera acabar teniendo semejantes consecuencias. El mayor logro del hombre moderno es la modernidad, y en la modernidad no suceden esas cosas. Ni ahora ni entonces.

      Cuando Adorno dijo que después de Auschwitz no se podía seguir componiendo poesía, se refería a esto: a partir de ahora no hablaremos en voz alta. No vemos nada, no oímos nada, no sabemos nada y no comprendemos nada. Esto es demasiado doloroso. No podemos más. Ahora, callaremos.

      ***

      Agnes intentaba escrutarle. Parecía tremendamente sensible. Quizá era por culpa del abrigo de marino y del chaleco, que le daban un toque dramático. Y las espesas cejas marrones prestaban testimonio de su pensamiento. A cambio, estaba constantemente jugueteando con algo. Con todo. Cuando Agnes consiguió que dejara de darle vueltas a la taza se puso a golpear rítmicamente la mesa con el dedo. Como para que se durmiera.

      —No era mi intención —dijo Ómar— contar cosas personales.

      —Dormiste conmigo —dijo Agnes—. Me merezco que me cuentes algo personal de ti.

      —¿Que escancie la copa de mi alma?

      —Cuando estemos prometidos, quizá.

      —¿Que nos prometamos?

      —¿Es esto una proposición de matrimonio?

      —Qué va.

      —Podrías acabar con una tía peor que yo.

      —¿Una tía?

      —Una chica. Una mujer. Una compañera. Una esposa.

      —Es que no estoy acostumbrado a que las chicas de ahora se llamen «tías» a sí mismas.

      —Las chicas «de ahora» se llaman a sí mismas lo que les da la gana, déjame que te lo diga.

      Luego, la conversación volvió a quedarse varada.

      Ómar callaba y jugueteaba con su abrigo. Agnes callaba y miraba por la ventana. Era como si tuvieran miedo de decir algo insulso. Algo cotidiano.

      Después de pasar un rato sentados en silencio, dedicaron unos minutos a decir tonterías hasta que Agnes se ofreció a llevar a Ómar a su casa.

      —Sí, supongo que será lo mejor —respondió Ómar.

      CAPÍTULO 3

      Finales del verano del 2012. Fue como si hubiera caído del cielo.

      El estudiante finés de intercambio Juha Toivonen estaba sentado en la terraza de madera de la taberna para turistas Olde Hansa, en Tallin, dedicado a escribir su diario, dar pequeños sorbos de cerveza con miel y observar a los turistas. En cierto modo también ellos parecían caídos del cielo. La ciudad estaba vacía en invierno, pero a partir de la primavera iban llegando en barco desde Suecia y Finlandia, en avión desde aquí y desde allá; venían a comer, beber, comprar recuerdos y follar putas. Ómar estaba tan absorto al otro lado de la calle, mirando boquiabierto las casas, que no podía ser otra cosa que un ángel caído del cielo, perdido y sin saber qué hacer, mientras los demás nos reíamos de sus ojos azules.

      Juha se puso de pie y bajó de la terraza.

      —Llevas una foto de Hitler en la camiseta —dijo.

      Ómar no estaba del todo seguro de a quién estaba interpelando. No sabía muy bien lo que pretendía decirle. Pero seguramente sería una de las cosas siguientes:

      (a) Si la gente iba por ahí con camisetas de Hitler, él no pensaba quedarse quieto sin más. Sabía perfectamente lo que les había pasado a los que se quedaron quietos cuando Europa empezó a ponerse camisetas de Hitler.

      (b) Era una foto bonita. Adolf en un precioso coche alemán de lujo, con el brazo levantado. Un hombre apuesto en un coche bonito. Eso no tenía más relación con la política que la música de Wagner o las películas de Riefenstahl. La belleza era inmortal y los dramas cotidianos, por muy horribles que fueran, no conseguían mancillarla.

      (c) Era un acto de libertad. Todas las violaciones de la corrección política representaban un paso hacia la libertad de expresión. Él combatía por la libertad de expresión.

      (d) Quería provocar a la gente. No por motivos políticos, sino porque le fastidiaba la gente y quería mandarlos a todos a la mierda. Cinco veces, por lo menos.

      (e) Hitler le recordaba a Agnes. A la mierda lo que pensaran los demás. Él no se vestía para los demás. Los demás no tenían nada que entender de su forma de vestir, porque ni siquiera él lo entendía. Y esto era una declaración de amor.

      Juha tenía los ojos clavados en Ómar, que se encogió de hombros. Como si no esperase que le fuera a pasar algo así. Como si su intención hubiera sido ponerse una camiseta con el Taj Mahal y se hubiera confundido por la razón que fuera.

      Estuvieron quietos un buen rato con los pies sobre los rugosos adoquines de la calle, sin decir nada. Juha esperaba que Ómar dejara de sonreír y dijera algo. Turistas con destinos variados pasaban ante ellos, masticando ruidosamente las almendras asadas que los estonios les metían en la boca a todos los que visitaban la capital. Un grupo de hare krishna se contoneaba calle abajo: hare krishna, hare krishna, krishna krishna, hare rama, hare rama, rama rama. ¿De verdad que esa gente no tenía nada mejor a lo que dedicar el tiempo?

      Finalmente, Ómar abrió la boca y empezó a hablar. Por primera vez en muchas semanas, para decir algo en serio.

      —Te lo contaré todo —empezó—. Con todos los detalles. Te diré que he visto la «polla» de otro hombre entrando y saliendo del «coño» de mi mujer (es mentira, claro, o por lo menos una exageración, nunca vi nada parecido, aunque querría que te imaginaras esa escena con tanta precisión como yo mismo, porque, en cierto sentido, la auténtica verdad

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