Mi honorable caballero - Mi digno príncipe. Arwen Grey
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Cassandra se sorprendió.
¿Tímidos? ¿Que pasar tiempo a solas les había sentado bien? Sin duda su prima estaba tan enamorada que veía todo a través de una nube romántica.
No podía negar que esa noche no habían discutido, pero no iba a aceptar en absoluto que sintiera algo similar a la simpatía por ese hombre. Tal vez, y siendo generosa, aceptaría que más bien habían firmado una tregua momentánea. Quizás no había sido pactada de antemano esa tarde, pero mientras veía cómo el príncipe hacía sentir incómodo a sir Benedikt con sus palabras, Cassandra había sentido que lo último que deseaba era ahondar en esa incomodidad.
De hecho, no le había gustado el modo en que Su Alteza hablaba de sus caballeros. Tenía la sensación de que no les mostraba el respeto debido. Era como si fueran sus niñeras.
¡Santo Cristo, incluso habían recibido heridas por él!
—¿Sabes qué me ha dicho lord Charles esta tarde junto a la tumba del abad?
Cassandra, agradeciendo la interrupción de sus preocupantes pensamientos de lástima hacia sir Benedikt, se volvió hacia su prima, que ocultaba su sonrojo bajo una cortina de cabello rubio.
—Vaya, vaya, ¿habéis compartido secretitos junto a la vieja tumba? ¿Por qué me hablas de ese pelirrojo insidioso cuando tienes cosas tan interesantes que contarme? —preguntó, corriendo a sentarse junto a ella en la cama.
Iris se acurrucó contra su prima y habló en susurros, repitiéndole las enigmáticas palabras del atractivo caballero.
—¿Qué crees tú que ha querido decir?
Iris la miró con tanta ansiedad que Cassandra sonrió, sintiendo la tentación de hacerla sufrir durante unos minutos, aunque al final le apretó la mano y le dijo lo que creía de verdad.
—Creo que te estaba anunciando sus intenciones, cariño.
—¿Tú crees?
—¿Qué hombre podría resistirse a alguien tan dulce como mi querida prima? —respondió Cassandra depositando un beso en la tersa frente de Iris, que la abrazó mientras sentía un aleteo de esperanza en su corazón.
Siete
Lord Leonard Ravenstook estaba decidido a que sus invitados no se aburrieran, aunque para la fiesta de disfraces todavía faltaran tres días.
Dejó que su hija y su sobrina se ocuparan de los detalles, como contratar a los músicos, decidir el menú y conseguir disfraces apropiados para todos los invitados, de modo que su única preocupación fue la de mantener entretenidos al príncipe, a su hermano y a sus hombres que, como soldados acostumbrados a permanecer siempre en movimiento, parecían incapaces de conformarse con divertimentos sutiles como la lectura o los paseos por el jardín. Por la mañana, se levantaban temprano y, en medio de una algarabía brutal, practicaban fintas con sus sables y otras armas, aunque su patio no fuera el lugar más apropiado para ello. Comprendió que, aunque la guerra hubiera acabado, necesitaban mantenerse en forma, así que les perdonó las molestias que le causaban al despertarle de un sobresalto cada amanecer.
Decidió llevarlos de pesca, creyendo que las jóvenes agradecerían tener la casa libre para organizar los últimos detalles y además conseguir algo para cenar, por no hablar de que era uno de sus pasatiempos preferidos. También pensó que sería la ocasión ideal para hablar a solas con el príncipe Peter y aconsejarle sobre el futuro de Rultinia. Tras la terrible guerra que había asolado Europa, había llegado la ocasión de formar un gobierno fuerte para minimizar la posible influencia de otros países, que podrían desestabilizar las políticas del reino. Estaba decidido a decirle que su hermano Joseph no era una persona indicada para formar parte del Consejo, dados sus… antecedentes. Esperaba que el joven le escuchara, pues sabía que había respetado su palabra en ocasiones anteriores.
Joseph rehusó acompañarlos, con la excusa de uno de sus conocidos dolores de cabeza. Todos sabían que odiaba pescar, pero Peter lo dejó pasar con una sonrisa y una palmada alegre en la espalda de su hermano.
Este se encogió con disgusto ante su contacto, aunque procuró disimular, porque sabía que todos los caballeros de su adorable hermanito los miraban. Fingió una sonrisa apesadumbrada y se llevó una mano a la cabeza, como si sintiera punzadas de dolor.
—Sabes que me encantaría acompañaros —dijo, con voz débil.
—Para compensarme, te haré limpiar todo lo que pesque —respondió el príncipe con una carcajada.
Su hermano disimuló una mueca de disgusto y se hizo acompañar de Conrad de regreso a su dormitorio, desde donde vio a los buenos chicos dirigirse con el anciano camino de su lugar secreto de pesca, allá donde moraban los mejores salmones de la región.
Mientras tanto, Iris y Cassandra decidieron aprovechar la ausencia de los hombres para tomarse un descanso en sus quehaceres domésticos, que tanto agradaban a la joven rubia y tanto detestaba la morena. Ella hubiera disfrutado más del día de pesca, del aire libre y de la conversación sobre batallas que idear menús, charlas sobre el arte de la combinación de flores secas y frescas, o de la caída de las telas sobre el talle según la última moda de París.
Recordó la insidiosa risa de sir Benedikt el día que dijo que debería enfadarse con todos por creer que se quedaría solterona, pero en momentos así comprendía a su tío y su prima cuando insinuaban que no estaba hecha para el matrimonio, si es que este estaba hecho solo de momentos como aquel.
Seguro que encontraría muy divertido encontrarla enfrascada en esos menesteres tan femeninos, según todos se afanaban en señalar, con un delantal de tela oscura para no manchar su vestido de muselina rosada, anotando con paciencia todas y cada una de las ideas de Iris para el baile del sábado, «con letra legible, por favor», como había recalcado su prima.
Apretó tanto el lapicero contra el papel en el que estaba escribiendo que le hizo un agujero.
Iris se volvió hacia ella con una mirada inquisitiva al escuchar su imprecación.
—He tropezado —explicó Cassandra con lo que pretendió que pareciera una sonrisa inocente.
Su prima se encogió de hombros y siguió adelante con su dictado, como si no hubiera ocurrido nada. Sería el ama de casa perfecta que dictaban todos los manuales de comportamiento en cuanto el conde Charles diera el paso, pensó Cassandra. Y los dos serían tan felices como aburridos el resto de sus vidas, añadió una parte traviesa de su cerebro.
—¿Por qué sonríes así?
Cassandra hizo un esfuerzo por borrar su sonrisa. No había notado que Iris había dejado de hablar y que la miraba con los brazos en jarras, como si leyera todas y cada una de las palabras que se paseaban por su cabeza.
—¡Oh, pensaba en los elegantes caballeros del príncipe metidos en barro hasta las rodillas y sacándole las tripas a esos pobres peces, y en que tendremos que comernos todo lo que pesquen!
Iris no pareció demasiado convencida, aunque la imagen que se dibujó en su mente la hizo reír también: el fino conde Charles, con su pulcro aspecto, luchando contra un salmón.
—Mi