Anna Karenina. León Tolstoi

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Anna Karenina - León Tolstoi Colección Oro

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¿Y los de Moscú lloraron mucho cuando se separaron de ti?

      Creía finalizar de esa manera la conversación con el Conde. Y se llevó la mano al sombrero para completar su propósito. Sin embargo, Vronsky interrogó a Anna:

      —Confío en que tendré el honor de ir a visitarles.

      —Claro, con mucho gusto. Los lunes recibimos a los invitados —dijo Alexis Alexandrovich fríamente.

      Y, sin prestarle más atención, siguió charlando con su esposa con el mismo tono sarcástico de antes:

      —¡Estoy fascinado de tener solo una media hora de libertad para expresarte lo que siento!

      —Da la impresión de que me hablaras de ellos con el fin de realzar más su valor —contestó Anna, escuchando, de manera involuntaria, los pasos de Vronsky que andaba detrás de ellos.

      «Realmente no me preocupa nada», pensó.

      Y después preguntó a su marido cómo pasó Sergio esos días.

      —Los pasó muy bien. Mariette me dijo que estaba de excelente humor. Lamento mucho decirte que no te extrañó mucho. A tu amante esposo no le ocurría lo mismo. Estoy muy agradecido de que hayas vuelto un día antes de lo esperado. También nuestro querido samovar se va a alegrar mucho.

      El esposo de Anna aplicaba el mote «samovar» a la condesa Lidia Ivanovna, por su permanente estado de agitación y frenesí. Continuó:

      —Me preguntaba por ti a diario. Te recomiendo que la vayas a visitar hoy mismo. Tú ya sabes que su corazón siempre sufre por todo y por todos, y en este momento está especialmente intranquila con el tema de la reconciliación de los Oblonsky.

      Lidia era una antigua amiga de su esposo y el centro de ese círculo social que, por las relaciones de su marido, Anna se veía forzada a ver frecuentemente.

      —Ya le escribí.

      —Pero ella desea conocer todos los pormenores. Amiga mía, si no estás muy agotada, ve a visitarla. Ea, te voy a dejar. Debo ir a una sesión. Kondreti va a conducir tu coche. ¡Gracias a Dios que finalmente comeré contigo! —y agregó seriamente—: ¡No te puedes imaginar lo mucho que me cuesta habituarme a hacerlo solo!

      Y Karenin la llevó a su coche, mientras le estrechaba largamente la mano y le sonreía tan cariñosamente como pudo.

      XXXII

      La primera cara que Anna vio cuando entró en su casa fue la de Sergio, su hijo, quien, sin hacer caso a su institutriz, echó a correr escaleras abajo, gritando alegremente:

      —¡Mamá, mamá, mamá!

      Y se colgó del cuello de Anna.

      —¡Yo ya decía que se trataba de mamá! —dijo después a la institutriz.

      Sin embargo, igual que el padre, el hijo causó una desilusión a Anna. Le imaginaba en la ausencia más apuesto de lo que era realmente; y no obstante era un chiquillo encantador: un bello niño de ojos azules, bucles rubios y piernas muy derechas, con los calcetines estirados completamente.

      Cuando lo tuvo junto a ella y tras recibir sus caricias, Anna sintió un placer casi físico, y percibió un consuelo moral cuando escuchó sus preguntas inocentes y miró sus ojos dulces, cándidos y confiados.

      Le ofreció los obsequios que le mandaban los niños de Dolly y le dijo que en Moscú, en casa de los tíos, había una niña de nombre Tania que ya sabía escribir y enseñaba a los demás niños.

      —¿Es que valgo menos que ella entonces? —preguntó el niño.

      —Vida mía, para mí vales más que nadie.

      —Ya lo sabía —dijo Sergio, mientras sonreía.

      Antes de que Anna finalizara de tomar el café, le notificaron la visita de la condesa Lidia Ivanovna. Era una mujer gruesa y de alta estatura, de color enfermizo y amarillento y enormes y maravillosos ojos negros, un poco pensativos.

      Anna la quería mucho y, no obstante, pareció apreciar por primera vez sus defectos.

      —Querida, ¿así que llevó el ramo de oliva a los Oblonsky? —preguntó la Condesa.

      —Sí, todo está arreglado —contestó Anna—. Las cosas no estaban tan mal como nos imaginábamos. Mi bella cuñada toma sus decisiones con mucha precipitación y...

      Sin embargo, la Condesa, que tenía el hábito de interesarse por cuanto no le interesaba, y, en cambio, frecuentemente no ponía ninguna atención en lo que le debía importar más, interrumpió a Anna:

      —Estoy consternada. ¡En el mundo hay mucha maldad y mucho sufrimiento!

      —¿Pues qué ocurre? —preguntó Anna, borrando su sonrisa.

      —Comienzo a cansarme de luchar inútilmente por la verdad, y en ocasiones me siento totalmente abatida. Ya usted puede ver: la obra de los hermanitos (era una institución religiosa-benéfico-patriótica) andaba por buen camino. ¡Pero con esos señores no se puede hacer nada! —expresó la Condesa en tono de irónica resignación—. Aceptaron la idea con el único fin de desvirtuarla y ahora la juzgan de una manera indigna y ruin. Únicamente dos o tres personas, entre ellas su esposo, entendieron el auténtico alcance de esta empresa. Los otros solamente la desacreditan... Recibí carta de Pravlin ayer.

      (Estaba hablando del famoso paneslavista Pravlin, que vivía fuera del país.) La Condesa dijo lo que había escrito en su misiva y después habló de las dificultades que se oponían a que las iglesias cristianas se unieran.

      La Condesa, explicado aquello, se fue precipitadamente, porque tenía que ir a dos reuniones, una de ellas la sesión de un Comité eslavista.

      «Para mí, nada de esto es nuevo. ¿Pero por qué será que ahora lo veo todo de otra forma?», se dijo Anna. «Lidia me ha parecido hoy más nerviosa que en otras oportunidades. Todo eso, en el fondo, es un absurdo: dice que es cristiana y no hace más que criticar y enfadarse; todos son sus enemigos, a pesar de que estos enemigos también digan que son cristianos y persigan los mismos objetivos que ella».

      Más tarde, después de la Condesa, llegó la mujer de un funcionario de alto nivel, que contó a Anna todas las noticias del momento y se marchó a las tres, haciendo la promesa de volver otro día a comer con ella.

      El marido de Anna estaba en el Ministerio. Ella asistió a la comida de Sergio (que siempre comía solo) y después arregló sus cosas y despachó la correspondencia que tenía atrasada.

      En ella no quedaba nada de la vergüenza e intranquilidad que había sentido durante el viaje. Ya en su ambiente habitual se sintió ajena a todo miedo y por encima de toda recriminación sin entender su estado anímico del día anterior.

      «A fin de cuentas, ¿qué ocurrió?», se preguntaba. «Vronsky me dijo una bobería y yo le respondí como debía. Hablar de ello a Alexis es totalmente inútil. Parecería que daba mucha importancia al tema».

      Le vino a la memoria una ocasión que un subordinado de su esposo le hiciera una declaración de amor. Pensó que era adecuado y oportuno decírselo a Karenin y este le respondió que toda mujer de mundo tenía que estar

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