Anna Karenina. León Tolstoi
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XXXIII
El esposo de Anna llegó a su casa a las cuatro, pero como le sucedía frecuentemente, no tuvo tiempo de ver a su mujer y pasó directamente al despacho para firmar los documentos que le llevó su secretario y recibir las visitas.
Había, como era habitual, varios invitados a comer: una anciana prima de Karenin, uno de los directores del ministerio donde era funcionario Karenin, con su esposa; una anciana, que era su prima, y un muchacho que le habían recomendado.
Para recibirles, Anna bajó al salón. Apenas dio las cinco el enorme reloj de bronce de estilo Pedro I, Alexis Alexandrovich hizo su aparición con traje de etiqueta, corbata blanca y dos condecoraciones en la solapa, debido a que tenía que salir después de comer. Alexis Alexandrovich tenía los momentos contados y había de cumplir sus obligaciones diarias con una puntualidad muy estricta.
Su lema era: «Ni descansar, ni precipitarse».
Cuando entró en la sala, saludó a todos los presentes y, sonriendo, dijo a su esposa:
—¡Finalmente terminó mi soledad! No te imaginas lo «incómodo» —e hizo énfasis en la palabra— que es comer sin compañía.
Karenin, durante la comida, pidió a su esposa noticias de Moscú, sonriendo irónicamente cuando mencionó a Esteban Arkadievich, pero la charla, de un carácter general en todo momento, versó sobre la política y el trabajo en el ministerio.
Finalizada la comida, Karenin permaneció media hora con sus invitados y posteriormente se marchó para asistir a un consejo, después de un nuevo apretón de manos y una sonrisa a su esposa.
Anna no quiso ir al teatro, donde esa noche tenía palco reservado, ni a casa de la condesa Betsy Tverskaya, que, al saber que había llegado, le envió un recado de que la estaba esperando. Anna, antes de ir a Moscú, dio tres vestidos a su modista para que se los arreglase, porque ella sabía vestir bien gastando poco. Y, cuando se marcharon los invitados, Anna comprobó con enfado que de los tres vestidos que la modista le prometiera tener arreglados para cuando volviera, dos todavía no estaban terminados y el tercero no había quedado como a ella le gustaba.
Llamada de inmediato, la modista pensaba que el vestido le quedaba mejor a Anna de aquella forma. Anna Karenina se enfureció de tal manera contra ella que inmediatamente se sintió avergonzada de sí misma. Entró en la habitación de Sergio para serenarse, le acostó, le arregló las sábanas, le persignó con una señal de la cruz muy amplia y se marchó de la alcoba.
Se alegraba ahora de no haber salido y se sentía un poco más tranquila. Recordó la escena de la estación y reconoció que ese incidente, al que diera demasiada importancia, solo era un detalle insignificante de la vida mundana del que no tenía por qué sonrojarse.
Se acercó junto a la chimenea para esperar la vuelta de su marido mientras leía su novela inglesa. La autoritaria llamada de Alexis Alexandrovich sonó en la puerta a las nueve y media en punto y este entró en la alcoba un momento después.
—Vaya, ya volviste —dijo Anna, tendiéndole la mano, que él besó antes de tomar asiento junto a ella.
—¿De manera que todo fue bien en tu viaje? —inquirió el marido.
—Sí, muy bien.
Ella le contó todos los detalles: la grata compañía de la condesa Vronsky, la llegada, el accidente en la estación, la compasión que sintiera primero hacia su hermano y después hacia Dolly.
—La falta de Esteban es imperdonable, aunque sea tu hermana —dijo Alexis Alexandrovich enfáticamente.
Anna sonrió. Su marido intentaba hacer ver que los lazos de parentesco no tenían ninguna influencia en sus juicios. Ella reconocía muy bien ese rasgo de la personalidad de su esposo y sabía apreciarlo.
—Me satisface —seguía él— que todo finalizara bien y de que hayas vuelto. ¿Por allí qué se comenta del nuevo proyecto de ley que he hecho ratificar por el Gobierno últimamente?
Cuando recordó que nadie le había dicho nada sobre un asunto que su marido consideraba tan importante, Anna se sintió turbada.
—Pues aquí, por el contrario, interesa bastante —dijo él con sonrisa de complacencia.
Anna adivinó que su esposo quería extenderse en detalles que debían de ser satisfactorios para su amor propio y, a través de varias preguntas hábiles, hizo que Karenin le explicara, con una sonrisa de felicidad, que la aceptación de ese proyecto estuvo acompañada de una verdadera aclamación en honor a él.
—Me alegré mucho, porque eso es una demostración de que comienzan a ver las cosas desde una óptica muy razonable.
Alexis Alexandrovich, después de tomar dos tazas de café con crema, se preparó para dirigirse a su despacho.
—¿Durante este tiempo no has ido a ningún lugar? Seguro te aburriste mucho —indicó.
—¡Oh, no! —contestó ella, poniéndose en pie—. ¿Y ahora qué estás leyendo?
—Un libro del duque de Lille: La poésie des enfers. Es una obra bastante interesante.
Anna sonrió igual que se sonríe ante las debilidades de las personas queridas y, pasando su brazo bajo el de su marido, fue con él hasta el despacho. Sabía que el hábito de leer por la noche era una verdadera necesidad para su esposo. A pesar de los deberes que monopolizaban su tiempo, creía que era su obligación estar enterado de lo que aparecía en el campo intelectual, y Anna sabía eso. También sabía que su esposo, sumamente competente en temas de religión, política y filosofía, no comprendía nada de letras ni bellas artes, pero eso no le impedía interesarse por ellas. Y, así como en religión, política y filosofía tenía dudas trataba de disiparlas hablando con otros sobre ellas, en literatura, poesía y, sobre todo, música, de todo lo cual no comprendía nada, mantenía opiniones sobre las que no toleraba discusión ni oposición. Le gustaba charlar de Shakespeare, de Beethoven y de Rafael y poner límites a las escuelas modernas de poesía y música, clasificándolas en un orden inflexible y lógico.
—Voy a escribir a Moscú. Te dejo —dijo ella en la puerta del despacho, en el cual, al lado de la butaca de su esposo, había preparadas una pantalla para la vela y una botella con agua.
Él, una vez más, le estrechó la mano y la besó.
Cuando volvía a su habitación, Anna pensaba: «Es un hombre honesto, bueno, leal y, en su especie, un ser humano excepcional». Sin embargo, al tiempo que pensaba así, ¿no se escuchaba en su corazón una voz secreta que le decía que no era posible amar a aquel hombre? Y continuaba pensando: «Es que no me puedo explicar cómo se le ven tanto las orejas. Seguro se cortó el cabello...».
Mientras Anna, sentada ante su pupitre, escribía a Dolly, a las doce en punto se escucharon los pasos apagados de alguien caminando en zapatillas, y apareció en el umbral Alexis Alexandrovich, peinado y lavado y con su ropa de noche.
—Vamos, ya es hora de dormir —le dijo, con una sonrisa maliciosa, antes de desaparecer en el dormitorio. “¿Pero con qué derecho lo había mirado ‘él’ de aquella forma?”, se preguntó Anna, recordando la mirada que, en la estación, Vronsky dirigiera a su esposo.