Cómo volar un caballo. Кевин Эштон
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Para Sasha, Arlo y Theo
Un genio es aquel que más se parece a sí mismo.
THELONIOUS MONK
Haz tu mayor esfuerzo en ser tú. Eso es lo único que importa.
BILL MURRAY
PREFACIO
EL MITO
En 1815, el General Music Journal de Alemania publicó una carta en la que Mozart describía su proceso creativo:
Cuando soy, por así decirlo, completamente yo mismo, y estoy totalmente solo, y de buen humor, digamos viajando en un carruaje o paseando luego de una buena comida; o durante la noche, cuando no puedo dormir, es entonces cuando mis ideas fluyen mejor y con más abundancia. Todo esto enciende mi espíritu y, mientras nada me perturbe, mi tema se desenvuelve solo, se define y sistematiza, y el conjunto, aun si es largo, aparece completo y casi terminado en mi mente, de tal forma que puedo completarlo, como una bella pintura o una estatua hermosa, con sólo verlo. No oigo tampoco las partes en mi imaginación de manera sucesiva, sino que las escucho, por así decirlo, todas al mismo tiempo. Cuando procedo a escribir mis ideas, su registro en el papel es muy rápido, porque, como dije antes, todo está terminado ya, y rara vez difiere en el papel de lo que hubo en mi imaginación.1
En otras palabras, las grandes sinfonías, óperas y conciertos de Mozart se le presentaban completos cuando estaba solo y de buen humor. No necesitaba instrumentos para componer. Una vez que terminaba de imaginar sus obras maestras, lo único que le restaba era escribirlas.
Esta carta se ha utilizado en numerosas ocasiones para explicar la creación. Partes de ella aparecen en The Mathematician’s Mind, libro escrito por Jacques Hadamard en 1945; en Creativity: Selected Readings, editado por Philip Vernon en 1976, y en el galardonado volumen de Roger Penrose, The Emperor’s New Mind (1989), y se le menciona también en el best seller de Jonah Lehrer, Imagine (2012). Influyó en los poetas Pushkin y Goethe, y en el dramaturgo Peter Shaffer. Directa e indirectamente, contribuyó a dar forma a ideas muy extendidas sobre la creación.
Pero hay un problema. No fue escrita por Mozart. Es falsa. Así lo demostró el biógrafo de éste, Otto Jahn, en 1856, y así lo han confirmado desde entonces otros especialistas.
Las verdaderas cartas de Mozart —a su padre, su hermana y otras personas— revelan su auténtico proceso creativo.2 Él era excepcionalmente talentoso, pero no componía por arte de magia. Bocetaba sus piezas, las corregía y, a veces, se estancaba. Le era imposible trabajar sin un piano o clavicordio. Dejaba de lado sus obras y volvía más tarde a ellas. Consideraba la teoría y el oficio mientras escribía; pensaba mucho en el ritmo, la melodía y la armonía. Aunque su talento y una vida de práctica le dieron rapidez y soltura, su trabajo era justamente eso: trabajo. Sus obras maestras no se le ocurrían completas en ininterrumpidos torrentes de imaginación, ni en ausencia de un instrumento, ni las escribía enteras e inmutables. Además de falsa, esa carta es un engaño.
Sobrevive porque apela a prejuicios románticos de la invención. Hay un mito sobre el surgimiento de algo nuevo. Los genios tienen momentos dramáticos de introspección en los que grandes cosas e ideas nacen completas. Los poemas se escriben en sueños. Las sinfonías se componen íntegras. La ciencia se consuma con gritos de eureka. Las empresas se forjan con un toque de magia. Algo no existe y, de pronto, ahí está. No vemos el camino que va de la nada a lo nuevo y quizá no queremos verlo. El arte tiene que ser magia difusa, no sudor y empeño. Carece de esplendor pensar que toda ecuación elegante, bella pintura y máquina imponente nace del esfuerzo y el error, de la progenie de los comienzos en falso y los fracasos; que cada creador es tan imperfecto, pequeño y mortal como el resto de nosotros. Resulta seductor concluir que las grandes innovaciones nos llegan de milagro, vía el genio. De ahí el mito.
Ese mito ha determinado nuestra idea de la creación desde que ésta empezó a ser objeto de examen. En las civilizaciones antiguas, la gente creía que las cosas se descubrían, no se creaban. Para ellas, todo había sido creado ya; compartían la perspectiva bromista de Carl Sagan sobre el tema: “Si quieres hacer un pay de manzana, antes debes inventar el universo”. En la Edad Media la creación ya era posible, pero estaba reservada a la divinidad y a los dotados de inspiración divina. En el Renacimiento por fin se concibió a los seres humanos como capaces de crear, pero tenían que ser grandes hombres: Leonardo, Miguel Ángel, Botticelli y demás. Cuando el siglo XIX dio paso al XX, crear se volvió tema de indagación filosófica, y después psicológica. La pregunta era: “¿Qué hace a los grandes hombres?”, y la respuesta tenía un residuo de intervención divina medieval. Gran parte del contenido del mito se añadió en esa época, en la que circularon anécdotas sobre genios y epifanías, entre ellas patrañas como la carta de Mozart. En 1926, Alfred North Whitehead sustantivó un verbo y dio nombre al mito: creatividad.3
El mito de la creatividad implica que pocos pueden ser creativos, todo creador venturoso experimentará dramáticos destellos de introspección y crear es más magia que trabajo. Son raros quienes tienen lo que se precisa, y para ellos la creación sucede fácilmente. Los esfuerzos de los demás están condenados al fracaso.
Cómo volar un caballo trata de por qué ese mito es erróneo.
Creí en él hasta 1999. Los primeros años de mi carrera —la publicación estudiantil de la London University, una empresa de sopas en Bloomsbury llamada Wagamama y una compañía de jabones y productos de papel conocida como Procter &Gamble— indicaron que no era bueno para crear. Me empeñaba en poner en práctica mis ideas. Cuando lo intentaba, la gente se enojaba; cuando tenía éxito, olvidaban que la idea era mía. Leí cada libro sobre creación que pude y todos decían lo mismo: que las ideas llegan como por arte de magia; que la gente les da una bienvenida calurosa y que los creadores son triunfadores. Mis ideas me llegaban poco a poco, la gente las recibía con exasperación más que con cordialidad y esto me hacía sentir un perdedor. Mis evaluaciones de desempeño eran malas. Siempre estaba en riesgo de ser despedido. No entendía por qué mis experiencias creativas no eran iguales a las que narraban los libros.
La primera vez que se me ocurrió que quizá los libros estaban equivocados fue en 1997, mientras trataba de resolver un problema aparentemente aburrido que terminó por ser interesante: no podía tener siempre, en los anaqueles de las tiendas, un popular color de lápiz labial de Procter & Gamble; invariablemente faltaba en la mitad de ellas. Tras mucho investigar, descubrí que la causa del problema era insuficiencia de información. El único modo de saber qué había en un estante en un momento dado era ir a ver. Ésta era una limitación fundamental de la tecnología de la información del siglo XX. Casi todos los datos en las computadoras habían sido tecleados por personas, o escaneados de códigos de barras. Los empleados de las tiendas no tenían tiempo para vigilar los anaqueles todo el día y teclear los datos de lo que veían, así que el sistema de cómputo de las tiendas estaba ciego. Quienes descubrían que mi lápiz labial se había agotado no eran los empleados, sino las clientas. Ellas se alzaban de hombros y escogían otro —en cuyo caso probablemente yo perdía la venta— o no compraban ninguno —en ese caso también la tienda la perdía. El lápiz labial ausente era uno de los problemas más insignificantes del mundo, pero asimismo era síntoma de uno más grande: una computadora era un cerebro sin sentidos.
Esto era tan obvio que pocos lo veían. Las computadoras cumplieron cincuenta años en 1997. La mayoría había crecido con ellas y se había acostumbrado a su modo de funcionar. Procesaban datos que la gente introducía. Como lo confirmaba su nombre, se les consideraba máquinas pensantes, no sensibles.
Pero