Las claves de seguridad del desafío migratorio actual para España y para la Unión Europea. Jesús Carlos Echeverría
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En suma, el Convenio de Aplicación de Schengen (CAAS), un cuerpo jurídico que permite la aplicación del acuerdo, supone para aquellos países que son parte de este la supresión de las inspecciones fronterizas a las personas que cruzan las fronteras interiores de los Estados participantes y las ha trasladado a las fronteras exteriores, tema este último cada vez más relevante, como veremos más adelante, sobre todo cuando dichas fronteras exteriores comienzan a sufrir la creciente presión irregular de la que trataremos aquí.[2]
Esa década de los noventa, en la que entró en vigor el Acuerdo de Schengen, fue un período de contrastes, exultante por ser posguerra fría y optimista por la emergencia de marcos como el Proceso de Barcelona (1995), que inició una Cooperación Euro-Mediterránea llena de potencialidades —entre otras cosas porque se apoyaba en el esperanzador Proceso de Paz para Oriente Medio que arrancara en Madrid en el otoño de 1991—, por la profundización de la integración europea (con el Tratado de Maastricht) y por la continuación de la ampliación de la UE misma (entrada de Austria, Finlandia y Suecia en 1995). Pero tales procesos eclipsaban otros escenarios menos esperanzadores, desde las guerras balcánicas en suelo europeo hasta lo que estaba gestándose en el vecindario inmediato de la UE, tanto en el sur (Magreb y otras latitudes africanas) como en el sureste (Oriente Próximo y Medio), en términos de inestabilidad política, económica y de seguridad.
En África podíamos ya distinguir —pues solo había que fijarse con cierto detenimiento— países de origen de flujos migratorios, países de tránsito y países de destino. Entre estos últimos aún no se veía a Europa como tal, ni a los países mediterráneos de la UE como destinatarios finales, pues aún no lo eran, al menos no de forma prioritaria como lo son ya hoy. Existían aún en el continente africano ventanas de oportunidad —como Costa de Marfil, en África Occidental, o como Libia, en el Norte de África— para absorber no solo a centenares de miles, sino incluso a millones de personas que, por motivos económicos, los más, pero también políticos, abandonaban sus países para buscar un futuro mejor.[3]
Los flujos migratorios desde África hacia determinados países europeos tenían que ver hasta entonces con los vínculos coloniales en vías de desaparición y afectaban sobre todo a tres países: Francia, Reino Unido y Portugal. España era, hasta bien entrados los años noventa, más un país de emigración que de inmigración, y era también ante todo y sobre todo un país de tránsito para flujos que continuaban camino hacia Francia, Bélgica, Alemania u Holanda, desde Marruecos, Argelia o Túnez. Pero ya en esa década diversos procesos que se van viviendo en África irán sintiéndose en suelo español, primero en Melilla y luego ya en la península, y en diciembre de 1996 unos 280 inmigrantes irregulares fallecían ahogados al sur de Sicilia permitiéndonos ello evocar a una Italia situada en posición tan delicada como España.
En España, en 1997, se aprobaba ya el denominado Plan Sur como una iniciativa integrada, y ello porque había empezado a inventariarse un número creciente de intentos de alcanzar Europa como inmigrantes irregulares realizado por ciudadanos magrebíes. Dicha toma de conciencia española tendría una dimensión internacional al tratar de involucrar a Marruecos en un esfuerzo cada vez más necesario para controlar los flujos y gestionar mejor la frontera común. Si ya en febrero de 1992 ambos vecinos habían firmado el Acuerdo Relativo a la Circulación de Personas, de Tránsito y de Readmisión de Extranjeros Entrados Ilegalmente, la puesta en marcha de dicho acuerdo tardaría aún largos años en producirse, y no lo fue hasta que España presionó para ello casi una década después, cuando ya el desafío estaba dibujándose con claridad.
Antes de entrar en detalle en el proceso evocado, es fundamental que tengamos en cuenta una realidad preexistente desde antiguo, pero que el mundo de la guerra fría no había permitido visualizar con claridad, y que lamentablemente perdura hasta el día de hoy. La fractura Norte-Sur que a su vez dibuja una frontera Norte-Sur existen desde antiguo, es la más dramática del mundo y está aquí: el diferencial de desarrollo de 1 a 13 entre España y Marruecos no solo afecta a dos países, sino a dos orillas y a dos continentes. La posguerra fría, con su fluidez en el movimiento de la información, de los actores y de los factores, dibujaba cada vez más una orilla norte integrada y desarrollada y una orilla sur fragmentada y subdesarrollada, una rémora estructural extremadamente difícil de superar. Si además la aproximación geopolítica y geoeconómica se hacía, y se hace hoy también, más generosa, Europa hasta los países nórdicos sigue siendo el marco de integración y desarrollo comunitario y África crece hacia el sur, pero sin ver desaparecer los problemas de seguridad citados. Más fragmentación política y de seguridad y más fractura económica será lo que encontremos (el diferencial de desarrollo entre España y Malí o Níger se dispararía ya de 1 a 40 o a 50).[4]
África estaba cambiando su fisonomía humana, económica y de seguridad muy deprisa, y manifiestamente a peor. Por ejemplo, llegados al verano de 2003 en Liberia, y tras catorce años de guerra civil en este pequeño país de África Occidental, la escalada militar en ese año expulsaba a más de 3 millones de personas de sus hogares dificultando la vida cotidiana en el país y también en vecinos como Sierra Leona —cuya propia guerra civil se extendió desde 1991 hasta 2002—, Guinea Conakry o Costa de Marfil. Este último país había venido siendo, desde su independencia en los sesenta, un polo de desarrollo en una región en general convulsa, y había venido atrayendo a su suelo a millones de personas que no encontraban trabajo en sus países de origen. Pero también Costa de Marfil se vería sacudido por la guerra, en este caso en la primera mitad de 2000, lo que provocó el desplazamiento de sus hogares de más de 4 millones de personas, muchos de ellos dentro de las fronteras marfileñas como desplazados, pero muchos otros hubieron de marchar como refugiados a Burkina Faso, Ghana, Guinea Conakry o a Malí. Mientras en 2005 la situación era aún grave —el 30 de octubre de 2005 se retrasaban las elecciones previstas—, en Liberia la recuperación avanzaba aún demasiado despacio. En otros rincones de África Subsahariana cabe recordar también momentos críticos, como el fin del boom de los precios altos de los hidrocarburos a mediados de los ochenta y su efecto en la ya entonces superpoblada Nigeria o en la confiada Argelia, o la entrada en un proceso de guerra y caos en Somalia desde 1991 y hasta la actualidad.
A los problemas políticos hemos de añadir los medioambientales y de otra naturaleza, claves para entender también movimientos de población que empezaban a hacerse endémicos. En 2003, la Organización de las Naciones Unidas para la Agricultura y la Alimentación (FAO) alertaba sobre una hambruna que amenazaba a 5 millones de personas en la franja del Sahel, debida, entre otros motivos, a una plaga de langosta peregrina que destruyó 4 millones de hectáreas, 1 millón de ellas tan solo en Malí.[5] Los campesinos de Níger, Malí, Chad, Burkina Faso o Benín no podían hacer frente a los factores climáticos y, además, tenían en su contra las subvenciones agrícolas de los países ricos —con los de la UE a la cabeza— al algodón y a otros productos. La caída del precio del algodón incrementaba la tasa de pobreza en Benín del 37 al 59 %. Recordemos que, al mismo tiempo que defienden incrementar las ayudas al continente vecino, Estados miembros de la UE como Francia o España apoyan también dentro y fuera de marcos como las Cumbres UE-África la vigencia de una Política Agrícola Común (PAC) que incluye dichas subvenciones a sus productos frente a los procedentes del exterior.
También es relevante que recordemos que la sequía que afectó a la franja del Sahel y al sur del Magreb a mediados de los noventa fue la responsable de que, por una creciente presión migratoria, España decidiera construir vallas en Ceuta y en Melilla. Una década después, en 2005, fue la plaga de langosta