Matrimonio entre amigos. Betty Neels

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Matrimonio entre amigos - Betty Neels Jazmín

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empezó a contarle la historia del pueblo, indicándole los lugares importantes.

      Pero una mirada al reloj la hizo ponerse de pie.

      –Debo irme –le sonrió–. Me ha gustado hablar con usted. Espero que disfrute de su estancia aquí.

      Él se levantó y se despidió de ella con simpatía, pero para desilusión de Serena, no sugirió volver con ella al pueblo.

      Según bajaba apresuradamente por el sendero, Serena pensó que había sido agradable. Le había parecido como un viejo amigo, aunque sospechaba que ella había hablado demasiado. Pero qué más daba; probablemente no volvería a verlo. Le había dicho que estaba de visita, y no le había sonado muy inglés…

      Llegó a la casa casi sin poder respirar; su padre tomaba el café a las once y faltaban cinco minutos para la hora. Puso la cafetera, sin quitarse la chaqueta, y preparó la bandeja, luego se arregló el pelo y, una vez que se había recuperado, subió a la habitación de su padre.

      Estaba sentado en una enorme butaca junto a la ventana, leyendo. Levantó la vista cuando Serena entró.

      –Ya estás aquí. Ha llamado Gregory. Tiene mucho trabajo. Espera verte el fin de semana.

      –¿Me deseó feliz cumpleaños? –preguntó ella, dejando la bandeja y esperando con expectación.

      –No. Es un hombre muy ocupado, Serena. Creo que a veces se te olvida –retomó su libro–. Me apetece una tortilla para comer –y añadió recriminatoriamente–: Mi cama no está hecha todavía; probablemente necesitaré descansar después de comer.

      Serena volvió a bajar, recordándose a sí misma que había pasado unas horas de puro placer en Barrow Hill; era algo en lo que pensar. Supuso que había estado tan parlanchina con el desconocido porque era su cumpleaños, y se ruborizó al pensarlo.

      –No es que importe –le dijo a Puss, dándole una lata de sardinas–. Él no me conoce de nada, y yo a él tampoco, pero creo que sería agradable conocerlo. Aunque ya se habrá olvidado de mí…

      Pero no era así. Él había vuelto a casa del doctor Bowring, pensando en ella. Conocía al doctor y a su esposa desde hacía muchos años. Habían estudiado Medicina juntos y ella era enfermera, y habían desarrollado una buena amistad que perduraba, a pesar de que él vivía y trabajaba en Holanda. En sus ocasionales visitas a Inglaterra hacía todo lo posible por verlos, aunque esa era la primera vez que los visitaba en Somerset. En la comida les habló de su paseo hasta Barrow Hill.

      –Y me encontré a una joven allí, con una ropa bastante gastada, cara redonda, cabello castaño, muy descuidada, pero con una voz muy agradable. Me dijo que cuidaba de su padre, pero que se había escapado un par de horas porque era su cumpleaños.

      –Serena Lightfoot –dijeron a coro sus acompañantes.

      –Un encanto –dijo la señora Bowring–. Su padre es el hombre más horrible que conozco. Echó a George, ¿verdad, querido?

      El doctor asintió con la cabeza.

      –Está perfectamente, pero ha decidido ser un inválido el resto de su vida. Cuando su mujer murió, despidió al ama de llaves, y ahora Serena se encarga de la casa con la anciana señora Pike que va un par de veces a la semana. No es vida para una chica joven.

      –¿Y por qué no se va? Ya es mayor, y parece bastante lista.

      –He hecho todo lo posible para persuadirla de que se busque un trabajo fuera de casa, igual que el párroco, pero parece que le hizo una promesa a su madre. Pero no todo es pesimista. En el pueblo se sabe que Gregory Pratt pretende casarse con ella. Es abogado. Un hombre prudente, con miras a la nada despreciable situación económica y la casa que el señor Lightfoot presumiblemente dejará a Serena. Sus dos hermanos tienen una buena posición y no ven mucho a su padre.

      –Así que Serena se convertirá en una heredera.

      –Eso parece. Y Gregory es muy consciente de ello.

      –Pero seguramente se lo habrá dicho.

      –Oh, no. Entonces Serena pensaría que sólo quiere casarse con ella por el dinero y la casa.

      El holandés levantó las cejas.

      –¿Y no es así?

      –Claro que sí. ¡Querido, Ivo! Él no está enamorado de ella, y dudo que ella lo esté de él, pero es muy atento y creo que a Serena le gusta bastante. Es una chica sensata; sabe que no tiene muchas posibilidades de salir de su casa a menos que su padre muera.

      –Es una pena –dijo la señora Bowring–, porque es muy simpática y amable; debe de anhelar tener bonitos vestidos y salir con gente de su edad. No sabes lo que me cuesta que venga a tomar algo o a cenar. Su horrible padre dice que se siente mal en el último momento, o llama por teléfono justo cuando acabamos se sentarnos a la mesa y la ordena que vuelva a casa porque se está muriendo.

      Entonces se pusieron a charlar de otras cosas, y no volvieron a hablar de Serena. Dos días después el señor van Doelen volvió a Londres, y enseguida a Holanda.

      Fue al sábado siguiente cuando Gregory pasó a ver a Serena y, tras saludarla de una manera mecánica subió a ver a su padre. Como hombre que sabía lo que le convenía, no perdía ninguna oportunidad de mantener una buena relación con el señor Lightfoot. Pasó media hora con él, escuchando con aparente atención sus comentarios sobre el Gobierno. Después bajó al cuarto de estar y se encontró a Serena sentada en el suelo, haciendo el crucigrama del periódico.

      Él se sentó en una de las anticuadas butacas.

      –¿No estarías más cómoda en una silla, Serena?

      Ella se sentó sobre sus talones y lo miró.

      –Olvidaste mi cumpleaños.

      –¿Ah, sí? Después de todo, los cumpleaños no son importantes, no cuando uno es adulto.

      Serena escribió una palabra, y dijo:

      –Me habría gustado una tarjeta, y flores, un gran ramo de rosas envuelto en celofán, y un frasco grande de perfume.

      Gregory se rio.

      –Tienes que crecer, Serena. Has leído demasiadas novelas. Ya sabes mi opinión acerca de malgastar el dinero en tonterías…

      Ella escribió otra palabra.

      –¿Por qué iban a ser tonterías unas flores y unos regalos cuando se los das a alguien a quien amas y a quien quieres complacer? ¿Has sentido alguna vez deseos de comprarme algo, Gregory?

      Él carecía de imaginación y de sentido del humor, y además, tenía un elevado concepto de sí mismo.

      –No –dijo seriamente–, no puedo decir lo contrario. ¿Qué sentido tendría, querida? Si te regalase una gargantilla de diamantes, o lencería de Harrods, ¿cuándo ibas a tener ocasión de ponértelo?

      –Así que cuando vas a comprarme un regalo piensas: «¿Qué podría comprarle a Serena que pueda utilizar a diario?» Como eso que me regalaste para rallar verduras que tardas un día en limpiarlo.

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