Matrimonio entre amigos. Betty Neels
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–Mi querida Serena, ¿serías feliz haciendo eso? Eres una ama de casa nata; serás una buena esposa –le sonrió–. ¿Y ahora, qué tal ese café?
Gregory subió a ver a su padre enseguida, y ella se puso a preparar la comida. Su padre le había pedido riñones picantes y un vaso del clarete que guardaba en el aparador del salón bajo llave. Si Gregory pensaba quedarse a comer, tendría que conformarse con huevos revueltos y sopa. Tal vez la llevase a dar una vuelta, al pub del pueblo donde servían unas empanadas riquísimas…
Ilusiones. Gregory entró en la cocina diciendo que tenía que ir a la oficina.
–Pero es sábado…
Él le dirigió una mirada tolerante.
–Serena, me tomo mi trabajo en serio; si eso significa trabajar unas cuantas horas extras un sábado, no me importa. Haré todo lo posible por verte el sábado que viene.
–¿Por qué no mañana?
Su vacilación fue tan leve que ella no lo notó.
–Prometí a mi madre que iría a verla, a resolverle unos asuntos. Ella se arma un lío con esas cosas.
Serena pensó que su madre era una de las mujeres más concienzudas que había conocido, perfectamente capaz de resolver sus asuntos. Pero no dijo nada; estaba segura de que Gregory era un buen hijo.
El domingo, con la esperanza de volver a ver al desconocido, subió a Barrow Hill, pero allí no había nadie. Y encima, el soleado día se había nublado y empezó a llover. Regresó para asar el faisán que se le había antojado a su padre para comer, y después pasó la noche con Puss, oyendo la radio.
Mientras escuchaba pensó en su futuro. De momento no podía alterarlo, ya que le había dado su palabra a su madre, pero podría intentar aprender algún oficio en casa. Se le daba bien la aguja, pero no creía que hubiese mucho futuro en eso; tal vez podría aprender a manejar un ordenador, parecía esencial para cualquier trabajo. ¿Pero de dónde iba a sacar un ordenador? Y aunque consiguiese alguno, ¿cómo iba a pagarlo?
En una ocasión que fue a Yeovil se compró un vestido y cuando su padre vio la factura se indignó tanto que no volvió a intentarlo. Serena nunca supo si el ataque de corazón que él dijo que había tenido fue auténtico o no, ya que se negó a que le viese un médico. Desde entonces se arreglaba con la poca ropa que tenía.
Diez días después, una espléndida mañana de mayo, llamó el señor Perkins, abogado de la familia. Era un anciano agradable que, cuando murió su madre y lo llamó el señor Lightfoot, le dio unas palmaditas a Serena en el brazo y le dijo:
–Al menos tu padre te ha asegurado un futuro –la tranquilizó–. No tendrás que preocuparte nunca por eso. Tal vez te ayude un poco.
Ella se lo había agradecido aunque en ese momento no pensó mucho en ello, pero con el paso de los años había asumido que tenía asegurado su futuro.
El señor Perkins, totalmente mayor y con el pelo más gris, estuvo encerrado un buen rato con su padre. Cuando bajó finalmente, parecía disgustado, rechazó el café que le ofreció Serena y se marchó con un simple adiós. Había criticado al señor Lightfoot su nuevo testamento, pero no había servido de nada.
Los hermanos de Serena le habían contado a su padre su deseo de tomarse unas vacaciones, y el señor Lightfoot, indignado por lo que el consideraba una total ingratitud, en un ataque de rabia había cambiado su testamento.
El señor Perkins volvió con su secretario al día siguiente y atestiguó su firma, y a los dos días el señor Lightfoot sufrió un derrame cerebral.
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