Un amor sin ataduras. Lindsay Armstrong
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La idea de que su reloj biológico se hubiera puesto a funcionar sin que ella se diera cuenta era increíble, pensaba Clare en su despacho.
A su alrededor, su título universitario, la moqueta azul zafiro, el escritorio de caoba del que estaba tan orgullosa y que había conseguido en una tienda de antigüedades, los cuadros enmarcados en las paredes de color gris. Toda su vida, pensaba dejándose caer sobre el sillón.
Le había dicho a su secretaria que no le pasara llamadas durante media hora y sabía que se estarían acumulando, como todos los días. El negocio iba bien y, aunque tenía un pasante y dos secretarias, lo que realmente necesitaba era contratar otro abogado para que la descargara de trabajo. Y, en aquel momento, más que nunca, pensaba mirando un cuadro que había frente a ella.
No era una pintura, sino la fotografía aérea de unos terrenos en Lennox Head, cerca de la autopista del Pacífico.
El terreno, que había sido originariamente una granja, pertenecía a la familia Hewitt. Había sido subdividido para construir y la catalogación, reparcelación y posterior asesoramiento jurídico le había sido encargado a su bufete cuando acababa de abrirlo.
En aquel momento, no había podido creer su buena suerte, apenas enturbiada por los comentarios de su padre, con quien mantenía unas relaciones difíciles, que insistía en que había conseguido el trabajo gracias a él.
Pero el hecho era que la familia Hewitt había sido su primer cliente. A partir de entonces, otros propietarios de terrenos habían contratado sus servicios y muchos clientes más con litigios de todo tipo. Pronto había tenido más trabajo del que nunca hubiera podido imaginar.
Como resultado, tenía su propio apartamento cerca de la playa, conducía un descapotable y, cuando tenía tiempo para ir de vacaciones, podía permitirse elegir los destinos más exóticos.
Había conocido a Lachlan Hewitt seis meses después de aceptar el trabajo. Hasta entonces sólo había tratado con uno de los asesores de su empresa, aunque le habían contado muchas cosas sobre él y sobre su familia. Sobre todo, cosas de su abuelo, que había comprado las tierras casi cien años atrás, sobre las plantaciones de aguacates y nueces de macadamia y sobre la vieja mansión en la que vivían.
Y entonces, un día en el que ni siquiera había tenido tiempo de comprobar en su agenda las visitas del día, Lucy, su secretaria, había llamado por el interfono para decirle que el señor Hewitt estaba esperando en el recibidor.
Clare, mirando con horror los papeles amontonados en su escritorio, le había pedido a Lucy que le hiciera esperar cinco minutos.
–Muy bien, señora Montrose.
Clare recordaba cómo había colocado los papeles a toda prisa, se había estirado la falda de lino y el cuello de la camisa blanca y se había echado un vistazo en un espejito de mano. Sólo había tenido tiempo de atusarse un poco el brillante cabello oscuro que le llegaba a los hombros y retocarse los labios antes de oír un discreto golpecito en la puerta.
Lo recordaba como si hubiera ocurrido el día anterior, pensaba, cerrando los ojos para rememorar aquel día…
–Señora Montrose, el señor Hewitt –había dicho Lucy, entrando con un hombre alto en el despacho.
–¿Cómo está, señor Hewitt? –saludó Clare.
–Bien, gracias. ¿Y usted, señora Montrose? –sonrió Lachlan Hewitt, estrechando su mano e inspeccionándola de arriba abajo con sus ojos grises.
Clare parpadeó sorprendida. Medía un metro setenta y ocho y no estaba acostumbrada a que la gente le sacara la cabeza, pero Lachlan Hewitt debía medir más de un metro noventa. Sus penetrantes ojos grises destacaban en un rostro bronceado y el pelo cobrizo le caía un poco sobre la frente. Era un hombre bien proporcionado, con hombros anchos, cintura estrecha y músculos fibrosos bajo una camisa de cuadros y pantalones de color caqui.
Pero lo que la sorprendía era que fuera más joven de lo que había imaginado. Debía tener poco más de treinta años.
Y también le sorprendió el silencio que se hizo entre ellos mientras se miraban a los ojos. Incluso Lucy parecía haberse quedado congelada.
Molesta, Clare decidió romper aquella especie de hechizo. No le gustaba que la inspeccionaran, ni siquiera si quien lo hacía era un miembro de la familia Hewitt.
–Siéntese, por favor, señor Hewitt. ¿Quiere tomar un café? –preguntó, soltando su mano y volviendo tras el escritorio.
–Preferiría algo frío, si no le importa –dijo él.
–Desde luego. Un refresco para el señor Hewitt y un café para mí, Lucy, por favor –pidió ella, juntando las manos–. Supongo que ha venido a hablar sobre sus terrenos –añadió, cuando la secretaria había desaparecido.
–No –dijo simplemente Lachlan Hewitt. Clare lo miró sorprendida. Él seguía observándola sin decir nada y estaba empezando a ponerse nerviosa. Una de las cosas que había aprendido con los años de profesión era a no apresurar las conversaciones y decidió tomarse aquella con la misma calma que su interlocutor–. No –volvió a decir él, sonriendo–. Sé por los informes que está siendo muy competente, señora Montrose. Su padre tenía razón.
Clare se puso en guardia inmediatamente, como cada vez que su padre se veía involucrado en algo que la concernía, pero lo disimuló tras una sonrisa profesional.
Lucy volvió a aparecer en ese momento con un vaso de agua mineral y un café humeante.
–Usted dirá, señor Hewitt –dijo por fin, poniendo azúcar en su café.
–Verá, señora Montrose…
–Lo de señora es una invención de Lucy, señor Hewitt –lo interrumpió ella, molesta por el irónico énfasis que el hombre ponía en la palabra–. Ella cree que es más adecuado para mi trabajo, pero yo prefiero que me llamen simplemente Clare Montrose. Y soy soltera.
–Yo estoy casado, pero pronto dejaré de estarlo. Y por eso he venido a verla. ¿Ha llevado algún procedimiento de divorcio?
–Sí. Unos cuantos, pero…
–¿Qué es lo que le sorprende, que vaya a divorciarme o que quiera contratarla a usted?
–Las dos cosas, la verdad –contestó ella.
–¿Conoce a mi mujer?
–No, pero he visto fotografías suyas en el periódico local… y he oído hablar de ella.
Clare sabía que las fotografías de Serena Hewitt en el periódico no le hacían justicia. La había visto una vez por la calle y tenía que reconocer que era una mujer bellísima.
–Y no puede imaginarse que alguien quiera divorciarse de ella –sonrió él.
–No he dicho eso, pero sí, supongo que estoy sorprendida. ¿Por qué me ha elegido a mí? Supongo que conocerá a algún otro abogado que esté especializado en esa clase de procedimiento.
–Sí, pero prefiero que sea usted.
–Si