Un amor sin ataduras. Lindsay Armstrong
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–He acudido a usted porque es una magnífica letrada, sólo por eso. El abogado de mi familia ha tratado a mi mujer desde que nos casamos y he pensado que sería más ético contratar a otra persona.
–Oh –murmuró Clare.
–Lo que pretendo es darle todo lo que le corresponde –siguió diciendo Lachlan–, pero no pienso dejar que ella se lo lleve todo. Y eso es lo que quiere –añadió, irónico.
–Ya veo.
–¿Es usted feminista, Clare? –preguntó.
–Como la mayoría de las mujeres trabajadoras –contestó ella.
–Eso me había dicho su padre.
Clare tuvo que morderse los labios para no decir lo que estaba pensando.
–¿Conoce bien a mi padre, señor Hewitt?
–Suficiente como para darme cuenta de que tiene convicciones muy antiguas sobre las mujeres –contestó Lachlan con un brillo de humor en los ojos–. A pesar de ello, se siente muy orgulloso de su brillante, aunque feminista hija. Quizá a usted no haya sido capaz de decírselo, pero es así.
–Me temo que mis opiniones sobre la vida y las de mi padre nunca han coincidido –dijo ella, apartando la mirada–. ¿De qué lo conoce, señor Hewitt?
–Mi padre y él estuvieron juntos en Vietnam. ¿No se lo ha contado?
–Sí. Pero no sabía que usted también lo conocía. He oído que su padre murió hace unos meses.
–Sí. ¿Sabe que su padre salvó la vida del mío en la guerra?
–No lo sabía –suspiró Clare–. Y le confieso que hubiera preferido que me eligiera como su abogado por mis méritos y no por una supuesta deuda moral. Aunque supongo que eso sí le parecerá una idea muy feminista –intentó sonreír.
Sin que ella se diera cuenta, Lachlan Hewitt empezaba a sentirse muy intrigado por aquella joven abogada.
A primera vista, no era una belleza espectacular, pero tenía unos preciosos ojos de color aguamarina. Era alta, esbelta y elegante, con facciones delicadas, piel perfecta y hermoso cabello castaño, pero lo que realmente lo intrigaba era su actitud profesional, su compostura y, sobre todo, su inteligencia.
–Se ha ganado mi confianza por su trabajo con los terrenos, Clare. Aunque su padre hubiera salvado la vida del mío muchas más veces, no estaría trabajando para nosotros si no supiéramos que es usted una buena profesional.
–Gracias –dijo ella.
–¿Está dispuesta a encargarse de mi divorcio?
–Yo… –empezó a decir. Pero después, tomó un cuaderno y lo puso frente a ella–. De acuerdo. Supongo que sabrá que tiene que haber una separación legal con una duración mínima de doce meses antes de que podamos empezar el procedimiento de divorcio.
–Sí. Hemos vivido separados durante un año y hemos consultado con un consejero matrimonial.
–¿Tienen hijos, señor Hewitt?
–Un hijo. Va a cumplir siete años.
–¿Va a litigar por su custodia?
–No, a menos que mi mujer no sea razonable sobre los períodos de visita –contestó él. Clare se mordió los labios–. ¿Hay algún problema?
Clare dejó el bolígrafo y juntó las manos sobre la mesa.
–Las batallas legales sobre asuntos de custodia tienden a dañar a quien se pretende proteger: a los hijos. A veces, un divorcio termina siendo una guerra en la que el arma arrojadiza son los niños. Y, aunque no es asunto mío, suelo aconsejar a las dos partes que, sobre este asunto, actúen de forma honorable y preferiblemente lo negocien de forma previa al litigio.
–Es lo que pienso hacer –dijo él.
–Muy bien –dijo ella, tomando de nuevo el bolígrafo–. Si está completamente seguro, puede empezar a darme una relación detallada de sus bienes.
Lo había dicho intentando quitarle importancia, pero observando la reacción del hombre. En su experiencia, aunque en muchos casos un divorcio se solicitaba por simple incompatibilidad de caracteres, el proceso podía ser doloroso y complicado.
–No se preocupe. Estoy absolutamente decidido.
Media hora más tarde, Clare tenía que reconocer que Lachlan poseía una mente rápida y brillante. Y que la futura señora Hewitt iba a heredar una parte importante del considerable imperio familiar.
–Por lo que me ha dicho, éste sería un arreglo muy generoso y no creo que la señora Hewitt tenga intención de litigar.
–No lo crea –dijo él. Ella lo miró, sorprendida–. Intentará discutir sobre la valoración de cada uno de los muebles y estoy seguro de que se le ocurrirán razones muy originales. Su trabajo consistirá en que no se salga con la suya.
–Ya veo –dijo ella, sintiendo un escalofrío al ver un brillo helado en los ojos del hombre.
Poco después, dieron por terminada la visita y Clare lo observo alejarse desde su ventana en un todoterreno de color marrón, con los asientos de piel. Y, aunque no era asunto suyo, no podía dejar de preguntarse qué habría hecho Serena Hewitt para conseguir la desaprobación de su guapísimo e inteligente marido.
Podría ser al revés, pensaba mientras bajaba la persiana, pero estaba segura de que no era así.
Y nada durante los siguientes doce meses la había hecho cambiar de opinión.
Nunca se habían visto, pero Serena había discutido a través de su propio abogado cada valoración económica, por poco importante que fuera. Se negaba a aceptar la tasación de la casa de Rosemont y la de los muebles y obras de arte. Incluso había discutido la propiedad de los dos setter irlandeses, Paddy y Flynn, que ella insistía en haber comprado personalmente cuando eran cachorros. Y Clare había tenido que negociar todas y cada una de aquellas cuestiones.
Curiosamente, lo único que Serena Hewitt había aceptado sin discutir había sido la custodia de Sean, que quedaba en manos de su padre.
Pero, finalmente, el proceso de divorcio había terminado.
–Bien hecho, Flaca –le había dicho Lachlan–. ¿Puedo invitarla a cenar?
Clare lo miró, perpleja. Aparte de aquel apelativo cariñoso, una libertad que le había dejado tomarse porque le parecía simpática, sus relaciones habían sido estrictamente profesionales.
–Soy un hombre libre, señora Montrose, si está preocupada por su conciencia… o por la mía –había sonreído él observando su reacción–. Además, creo que se merece una copa del mejor champán. Se lo ha ganado.
–Si quiere que le diga la verdad, ha habido días en los que hubiera deseado que aceptara darle al menos sus malditos perros –sonrió ella.
–Paddy y Flyn son casi tan grandes como dos ponies.