La última vez que te vi. Liv Constantine
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—Claro. Todos estamos muy sorprendidos, por supuesto. Un asesinato. Aquí. Impensable.
La sala estaba llena de gente que hacía cola para dar el pésame a Kate y a su padre, que estaban de pie junto a la repisa de la chimenea, ambos con apariencia de estar en trance. Harrison estaba pálido, miraba al frente sin fijarse en nada.
—Por favor, discúlpame —le dijo a Gordon—. Aún no he tenido ocasión de hablar con el padre de Kate. —Se dirigió hacia la chimenea. Kate se vio envuelta entre la multitud antes de que pudiera alcanzarlos, pero Harrison abrió mucho los ojos al verla aproximarse.
—Blaire —dijo con cariño.
Se acercó y él la abrazó con fuerza. Se vio transportada en el tiempo al respirar el aroma de su aftershave y sintió una tristeza desgarradora al pensar en todos los años que se habían perdido. Cuando se enderezó, Harrison sacó un pañuelo del bolsillo, se secó la cara y se aclaró la garganta varias veces antes de poder hablar.
—Mi preciosa Lily. ¿Quién podría hacer algo así? —Se le quebró la voz y torció el gesto, como si sintiera un dolor físico.
—Lo siento mucho, Harrison. No puedo expresar con palabras…
Se le nubló de nuevo la vista, le soltó la mano y retorció el pañuelo hasta convertirlo en una pelota. Antes de que Blaire pudiera decir nada más, se les acercó Georgina Hathaway.
El corazón le dio un vuelco. Nunca le habían caído bien ni la madre ni la hija. Había oído en alguna parte que Georgina se había quedado viuda, que Bishop Hathaway había muerto hacía algunos años por complicaciones de la enfermedad de Parkinson. La noticia la sorprendió. Bishop fue siempre un hombre muy enérgico, atlético y en buena forma, con cuerpo de corredor. Había sido el alma de la fiesta y el último en marcharse. Debió de ser para él una tortura ver cómo su cuerpo se marchitaba. A veces se preguntaba qué vería en Georgina, que era más egocéntrica que Narciso.
Cuando la mujer le puso una mano a Harrison en el hombro, este levantó la mirada y ella le entregó un vaso con un líquido ambarino que Blaire dio por hecho que sería bourbon, su favorito.
—Harrison, querido, esto te calmará los nervios.
Harrison agarró el vaso sin decir nada y dio un gran trago.
Hacía más de quince años que Blaire no veía a Georgina Hathaway, pero estaba prácticamente igual, sin una sola arruga en su aterciopelada piel, sin duda debido a los servicios de un experimentado cirujano plástico. Seguía llevando el pelo por encima de los hombros y estaba elegante con un traje negro de seda. Las únicas joyas que lucía aquel día eran un sencillo collar de perlas y el exquisito anillo de bodas, de esmeraldas y diamantes, que siempre llevaba encima.
Georgina le dedicó una sonrisa contenida.
—Blaire, qué sorpresa verte aquí. No sabía que Kate y tú siguierais en contacto. —Seguía hablando como el personaje de una película de los años 40, con un acento que era una mezcla de británico y escuela de élite.
Blaire abrió la boca para responder, pero Georgina se volvió hacia Harrison antes de que pudiera pronunciar una sola palabra.
—¿Por qué no vamos a sentarnos en la zona del comedor?
Era evidente que no perdía el tiempo para intentar quedarse con Harrison, pensó Blaire, aunque esperaba que él tuviera la sensatez de no mantener una relación sentimental con ella. La primera vez que Blaire fue a casa de Selby, era un caluroso día de junio a finales del octavo curso, cuando Kate insistió en llevarla consigo para sentarse junto a la piscina. Nunca antes había visto una piscina de tamaño olímpico en una casa. Parecía algo propio de un hotel, con palmeras, cataratas, un enorme jacuzzi y una casa de la piscina con cuatro habitaciones decoradas con más despilfarro que la casa de Blaire en Nuevo Hampshire. Blaire llevaba un bikini de color verde lima que acababa de comprarse en el centro comercial y que le sentaba de maravilla. Era agradable sentir el sol en la piel, e introdujo un dedo del pie en el agua azul y cristalina de la piscina.
Después de nadar durante casi toda la mañana, el ama de llaves les había servido la comida en el jardín. Se sentaron en torno a una mesa de cristal, aún mojadas de la piscina, dejando que el sol las secara mientras se servían sándwiches de una bandeja a rebosar. Blaire se decantó por un sándwich de rosbif y pan suizo, y acababa de extender el brazo para alcanzar las patatas fritas del cuenco que tenía delante cuando oyó la voz de Georgina.
—Chicas, aseguraos de comer también verduritas crudas, no solo patatas —les dijo mientras se acercaba, tan elegante con aquel bañador azul marino de una pieza y el pareo.
Selby le presentó sin mucho entusiasmo a Georgina, quien le dirigió una sonrisa sin interés antes de quedarse mirándola durante unos segundos. Ladeó la cabeza.
—Blaire, querida. Ese traje de baño enseña demasiado, ¿no te parece? Está bien dejar algo a la imaginación.
Blaire dejó caer la patata que tenía entre los dedos y miró al suelo, con la cara roja de vergüenza. Kate se quedó con la boca abierta, pero no dijo nada. Hasta Selby guardó silencio, para variar.
—Está bien, disfrutad de la comida. —Y, sin más, Georgina se dio la vuelta y volvió a entrar en casa. Ya entonces era una zorra, y Blaire apostaba a que seguía siéndolo.
Apartó ese desagradable recuerdo de su memoria al ver que Simon volvía a entrar en la habitación.
Se quedó mirándolo unos instantes antes de acercarse. Seguía tan guapo como hacía quince años, apoyado con disimulo en el marco de la puerta, con ese mechón de pelo rebelde acariciando su frente. Probablemente, las mujeres siguieran cayendo a sus pies. Y se fijó en que ahora todo en él sugería riqueza, desde el traje negro hecho a medida hasta los zapatos italianos de cuero. La primera vez que Kate llevó a Simon a casa en las vacaciones de Semana Santa, le confesó a Blaire que se sentía fuera de lugar. Él había crecido en la costa este de Maryland, en una familia modesta. La muerte de su padre por un ataque al corazón cuando Simon tenía doce años había destrozado a la familia, tanto emocional como económicamente. Su madre nunca llegó a recuperarse y, de no haber sido por las becas que conseguía Simon, le habría resultado imposible estudiar en Yale. Cuando Kate y él se casaron, por fin tuvo la oportunidad de darle a su madre una vida algo más acomodada, hasta que esta murió poco después de nacer Annabelle. Y era evidente que él también disfrutaba ahora de una vida más acomodada, consideró Blaire.
Una mujer joven y morena estaba a su lado. Era guapa, pero lo que llamó la atención de Blaire era el modo en que miraba a Simon, con una mezcla de adoración y expectativa. Simon sonrió por algo que dijo ella mientras le tocaba el brazo. Su lenguaje corporal dejaba claro que se conocían muy bien el uno al otro. Se preguntó hasta qué punto. Pasados unos segundos, Simon pareció poner fin a su conversación, aunque Blaire no oía sus palabras. La mujer lo siguió con la mirada cuando se acercó a Kate. Después se dio la vuelta y se marchó, aunque se detuvo durante largo rato frente a un aparador de caoba. Después de que abandonara la estancia, Blaire se acercó para ver qué habría llamado la atención de la mujer. Era un marco plateado con una foto de boda de Kate y Simon, ambos sonrientes, como si no tuvieran nada de lo que preocuparse.
Sonó una campana y un hombre uniformado anunció que era el momento de la comida. Simon estaba de pie al otro extremo de la habitación, solo, y Blaire aprovechó la oportunidad. Al acercarse, él la miró con desconfianza.