Nosotras presas políticas. Группа авторов
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(*) Nené padece de una secuela de poliomielitis que se manifiesta con una paraplejia inferior con luxación de cadera derecha y escoliosis dorso-lumbar. Los bastones canadienses a los que ella se refiere tienen la particularidad de calzar el antebrazo en un arco sobre el que pesa el resto del cuerpo. Sin ellos, en un caso como el de Nené, es imposible desplazarse.
(22 de diciembre de1975)
MATILDE (NENÉ) PERALTA PINO
*
“Permanecí en el sótano de la Alcaidía de la ex Jefatura de Policía de Rosario desde el 13 de agosto de 1975 hasta el 22 de diciembre del mismo año. Desde ese día en la U2 de Villa Devoto, hasta que me otorgaron la opción a Italia el 15 de agosto de 1980. Retorné al país el día de las elecciones nacionales de octubre de 1983. Desde entonces retomé mis trabajos docentes y de investigación en universidades e institutos terciarios de la provincia de Santa Fe. Habían llegado rumores al sótano (de la Alcaidía de la Jefatura de Policía de Rosario): estaban concentrando a todas las prisioneras políticas del país en Villa Devoto. Ése era el plan. Un día se llevaron a un grupo sin decirnos a dónde. Otro día, el 30 de diciembre de 1975, dieron la orden: ¡Prepararse! Dieron una lista de diecisiete mujeres, todas a disposición del PEN y algunas con causa judicial. Quedaron otras tantas. No supimos por qué seleccionaron así. Había incertidumbre y bronca. En esos días estábamos aisladas y pedíamos a voz en cuello rítmicamente: NA-VI-DAD-CON-NUES-TROS-FA-MI-LIA-RES… NA-VI-DAD… Preparamos los bolsitos. Nos arrastraron esposadas de a dos. A pesar de la rudeza del trato seguíamos entonando a voz en cuello “para el pueblo lo que es del pueblo, porque el pueblo se lo ganó…”, y cada verso era respondido con un sopapo, un tirón de pelo, una amenaza rajante. Las que quedaban también cantaban, colgadas de los barrotes de las ventanitas del sótano. Después supimos que fueron sancionadas. Íbamos las diecisiete en ese camión blindado al que le habían tapado todas las aberturas. Más de treinta grados de calor; pleno verano, todo cerrado. Se detuvo. De lejos, muy de lejos, se escuchaba esporádicamente un ruido de motor de avión. A pleno sol, la transpiración nos corría por la cara, los brazos, las manos, todo el cuerpo, como si estuviéramos debajo de la lluvia. Mientras tuvimos fuerza gritamos que nos abrieran, que nos moríamos. Unas se desmayaban, pedíamos médico. Nada, sólo risotadas de las celadoras con los tipos, que repetían, con tono de burla, “para el pueblo lo que es del pueblo…” Pasaban las horas. Ya no nos quedaron más fuerzas para pedir que abrieran. El calor insoportable de ese 30 de diciembre, encerradas adentro de una lata, horas así, mojadas, chorreando grandes gotones hasta por los cabellos, la piel arrugada por la deshidratación, varias desmayadas. Estábamos como en una nube de vapor, tumbadas unas sobre otras. Alcancé a decirles: “Tratemos de chuparnos la transpiración, estamos perdiendo sales, no debemos permitir deshidratarnos, no nos van a cuidar, por el contrario.” En ese momento pensé en qué me habría aconsejado mi padre, mi padre ingeniero que sabía siempre aplicar la ciencia a las situaciones de la vida cotidiana. Claro que esto que nos pasaba no era muy de la vida cotidiana que digamos… Pasaba el tiempo. Habían dejado el motor en marcha, con lo que garantizaban más calor. El sol empezó a bajar. Habrían pasado más de ocho horas. Escuchamos. Un avión se había detenido allí nomás. Nos abrieron y el viento nos estrujó, mojadas como estábamos con nuestro propio sudor. Nos fueron sacando a los empujones, de a dos, de los pelos, arrebatándonos cadenas y relojes, haciéndonos subir la escalerita del avión casi al vuelo. Aunque trataban de impedirlo, levanté la cabeza para mirar. Recibí un fuerte golpe, pero pude leer en el avión: Fuerza Aérea T 55. Una vez arriba nos tiraron contra el piso, una mano esposada al piso y la otra sobre la nuca. Así quedaba libre una zona de las costillas sobre la que golpeaban y pegaban patadas, culatazos y puntapiés durante todo el viaje. Traté de mantener la calma para darme cuenta de a dónde nos llevarían, aunque la hipótesis más firme era Villa Devoto. Espiando de reojo con la cara contra el piso alcanzaba a ver zapatos de mujer, negros con taquitos, semejantes a los que usaban las empleadas del Servicio Penitenciario; los tipos tenían botas y armas o bastones con los que daban puntazos fuertes, tan fuertes que en un momento se me cortó la respiración, fue un instante, no sé cuánto, un instante, apenas, del dolor agudo. Después