Estados Unidos versus China. Daniel Montoya

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Estados Unidos versus China - Daniel Montoya

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estrepitoso. Deberíamos preguntarnos ya y a viva voz: ¿por qué no aprovechamos el tremendo sacudón que nos generó la pandemia y, entre todos, tratamos de salir por arriba y ponernos a escribir una nueva historia? Para eso vamos a tener que trabajar mucho, pero fundamentalmente hacer tres cosas: ser creativos, ser solidarios y dejar de hacer lo que venimos haciendo hace décadas y décadas. Debemos intentarlo.

      De una vez por todas tenemos la obligación de planificar un país para los que vendrán. Nuestra sociedad es profundamente desigual. Desde hace décadas, cada vez hay más argentinos que, no solo, no pueden planificar su futuro, sino que ni siquiera pueden pensar su presente. Ese es el testimonio más claro de que hemos fracasado. Esto nos tiene que avergonzar y obligar a establecer acuerdos, consensos, pactos pero de verdad, de esos que firman unos y se siguen implementando años después, que den lugar a políticas de Estado, no solo a políticas circunstanciales que, por valiosas que sean, contribuyan a resolver problemas coyunturales. La misión consiste en dejar atrás la pelea política que inmoviliza o nos lleva de un lado a otro, para dar lugar a la cooperación. Lograr que lo que trascienda sea el Estado y no los gobiernos. Privilegiar –como dice el preámbulo de nuestra Constitución– el bienestar general.

      Una pregunta importante es si queremos intentarlo. Y la gran pregunta es cómo lograrlo. Las páginas que siguen son un puntapié inicial para responderla. Ponen el foco en el potencial argentino que da el conocimiento. Allí radica la revolución que necesitamos. No podemos pensar en igualar oportunidades si no garantizamos una educación obligatoria de calidad que genere las condiciones para una educación superior al servicio del país. Porque eso es lo que nos permitirá optimizar todo lo bueno que ya tenemos. Pensar que lograremos mayor producción y riqueza sin mayor inversión en educación, ciencia, tecnología e innovación es arrancar al revés. Es el conocimiento lo que nos dará la llave para reinventarnos.

      “Un avión argentino de cuatro motores” es una propuesta de política de Estado para nuestro país. Piensa a la Argentina desde un lugar diferente, asumiendo lo que hemos venido haciendo. Aceptarlo es un gran avance. Propone una Argentina del futuro basada en consensos, en el diálogo social (el de verdad, no el de las fotos), que valore lo mejor que tenemos. Pero, fundamentalmente, nos deja un aporte esperanzador: tenemos con qué hacerlo.

      La pandemia nos paralizó, acrecentó nuestra vulnerabilidad y nos hizo más débiles. Las consecuencias ya las estamos viviendo y sabemos a ciencia cierta que los próximos tiempos serán aún más difíciles. Sin embargo, la historia de la humanidad nos muestra una y otra vez que las grandes crisis generaron grandes transformaciones sociales. Esta tragedia que estamos viviendo también nos permite pensar en oportunidades. Pero no hay forma de aprovecharlas si no hacemos algo diferente, algo mejor. Depende de nosotros.

      INTRODUCCIÓN

      Los metafísicos de Tlön no buscan la verdad, ni siquiera la verosimilitud: buscan el asombro.

      Jorge Luis Borges, “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”.

      No hubo ningún plan para aislarme por el Covid-19 en Córdoba, mi terruño de origen, donde pasé muchos instantes de felicidad durante mi niñez y juventud. Soy cordobés, aunque ya mitad porteño. Simplemente fue casual que el quinto gran terremoto alrededor de esta etapa de la globalización me sorprendiera fuera de Buenos Aires, recuperándome de una parálisis facial. Aclaro por las dudas. No fue fortuita la alusión a esta versión de la globalización. No nos creamos tan originales. Muchos de nuestros próceres más emblemáticos del siglo XIX y principios del XX, Sarmiento, Rosas, Urquiza o Roca, desde distintos lugares y posiciones políticas, fueron testigos de un intenso intercambio de bienes y servicios, fuera originado por la explotación de recursos naturales, la construcción de ferrocarriles o los flujos de capitales, versus la versión actual, donde concurren poderosos inversores industriales internacionales, desconocidos para los usos y costumbres de aquella época.

      Sin embargo, la génesis de este libro arranca mucho antes de esta pandemia. Puntualmente, en 2016, mientras recorría los estados del viejo cinturón oxidado de Estados Unidos sobre una moto, gloria de la mecánica estadounidense, como la Harley-Davidson, en vísperas de la elección que consagró presidente a Donald Trump. Muro con México, revisión del NAFTA, ruptura del Acuerdo Comercial Asia-Pacífico, retiro del Acuerdo de París, “América primero”, “Hacer América grande de nuevo”. Intuía que venía un gran terremoto internacional por delante y, tanto en calidad de analista político como apasionado de las dos ruedas, no me quería perder, por nada del mundo, la oportunidad de realizar una investigación de terreno. En especial, en una región que fue el epicentro industrial del mundo hasta mediados de los años setenta, pero que cedió protagonismo productivo a China, uno de los objetivos de las arremetidas tuiteras de Trump y, varios años más tarde, el país de procedencia de este virus que paralizó al mundo.

      Las monumentales viejas acerías de Pensilvania y Ohio, los vestigios de plantas autopartistas de Detroit, el cementerio Lake View de Cleveland, toda una cantidad de hitos del antiguo esplendor arrasado por un profundo proceso de transformación económica, que reverdeció los textos de Joseph Schumpeter sobre los ciclos de destrucción creativa del capitalismo. En este caso, uno novedoso alrededor de una fase inédita de la globalización, signada por el traslado de plantas industriales a Oriente. China en particular, con el consecuente impacto social y político que, unos años más tarde, tanto capitalizó Donald Trump electoralmente, con su nostálgico mensaje dirigido a votantes blancos, sin estudios universitarios, que recuerdan ese mundo por sí mismos o por boca de sus padres. Para la Argentina no son desconocidas ese tipo de contradicciones, entre las sucesivas olas de transformación mundiales que fueron dejando a su paso cuantiosos clubes de ganadores y perdedores.

      Por un lado, habrá nostálgicos de la modernización promovida por la Generación del 80, con huellas indelebles como los parques inspirados por paisajistas franceses, red de trenes administrada por compañías británicas o los bosques de Palermo y Retiro. Por otro, habrá críticos del endeudamiento a partir de bonos emitidos en Londres y el posterior default de 1890 o, unos años más tarde, el Pacto Roca-Runciman de 1933. Sin perjuicio de ello, ¿quién puede negar que fueron brotes de un proceso internacional al que nos integramos, con aciertos y desaciertos, con buena voluntad y con fines espurios, pero donde hubieran cabido infinidad de opciones políticas posibles, salvo quedarse al margen? Los ambientes mundiales de época son como los familiares: no se eligen, nos tocan. Por ello, mejor concentrarse en el análisis de la olas en boga a la luz de la imperiosa necesidad de mejorar nuestras capacidades científicas, empresariales y estatales. Sin ellas, el desarrollo de la Argentina es una quimera.

      En este plano, tomo la caída del Muro de Berlín como el gran mojón de esta reflexión, elaborada a partir de varios meses de encierro forzados por un virus “Made in China”, que inmovilizó al planeta. En aquellos escombros, comienza a forjarse la dinámica de la globalización actual. Es el fin de la contienda ideológica entre Estados Unidos y la derrotada Unión Soviética. El kilómetro cero, rotulado por Francis Fukuyama como el “fin de la historia” fue en 1992, apenas tres años después del desplome del Muro de Berlín. Parecía el virtual cierre de toda disputa política e ideológica. Estados Unidos triunfante, la Unión Soviética por el suelo. “Partido finiquitado”, dirían en el ambiente deportivo. América Latina –y la Argentina en particular–, festejó así como padeció semejante fuerza arrolladora, bajo una serie de consignas económicas catalogadas como Consenso de Washington. Ellas marcaron a fuego el devenir de esta primera etapa de la globalización con fuerte sello e impronta económica.

      Además, el liderazgo militar indiscutible de Estados Unidos sellaba aún más el candado de la historia. Poderío de fuego para asegurar mares y puertos abiertos, sistema económico sin rival alguno a la vista y, por si ello fuera poco, la usina cultural de Hollywood, distribuyendo imágenes del paladar de muchos consumidores, no solo de nuestro continente, sino también del resto del mundo. Un triplete perfecto, en comparación a un viejo contrincante que dejaba tras de sí una montaña de escombros

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