Estados Unidos versus China. Daniel Montoya

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que capta Good bye, Lenin!, la película de Wolfgang Becker que relata la historia de una disciplinada socialista que cae en coma en 1989, despierta tras la caída del muro y sus familiares le venden el diario de Yrigoyen. Una realidad a la carta, plagada de los viejos lugares conocidos, déjà vu.

      A partir de ese primer gran terremoto global, fueron doce años de reinado indiscutible de Benjamin Franklin. En la Argentina, los vientos soplaron tan intensos que hasta anclamos nuestra débil moneda al dólar, con un inolvidable vínculo uno a uno que, para muchos argentinos, implicó viajar por todo el planeta al ritmo pegajoso del “deme dos”. Era un esquema monetario de tanta fortaleza, que se mantuvo vigente por una década. En un país marcado históricamente por los vaivenes económicos, un récord asombroso. No obstante, sería tan imposible explicar semejante resiliencia, abstrayéndose del primer terremoto de Berlín de 1989 y el consecuente mundo unipolar liderado por Estados Unidos, como clarificar su final en diciembre de 2001, prescindiendo del segundo gran sismo que enfrentó la globalización. El atentado a las Torres Gemelas en setiembre de ese año. Con un escaso presupuesto de US$400 000, un grupo de terroristas árabes le asestó al gran imperio moderno el primer mazazo en territorio local, uno que no había sufrido en ninguna guerra mundial ni regional.

      Por esa vía, la primera fase de esta globalización con eje en la economía sufría un tremendo revés en el plano de la seguridad de la gran capital financiera mundial, nada más y nada menos. De esa forma tan brutal, mediante un ataque de relojería coordinado, así como pergeñado sobre el propio sistema de aviación civil de Estados Unidos, terminaba la marcha victoriosa, con cancha libre, de la gran superpotencia. “Una gran obra de arte” lo bautizó el compositor alemán Karlheinz Stockhausen, en un juicio cuestionable en su dimensión ética pero irrefutable en el plano de una simple evaluación costo-beneficio. Así terminaba la marcha a paso de vencedores, y la historia que se había precipitado a clausurar Fukuyama unos años antes volvía a inaugurarse salvajemente, pero no en Berlín, sino en Nueva York, a través de la acción de un enemigo fantasmagórico, apenas identificable por las cámaras de seguridad aeroportuarias.

      Semejante traspié inducido por el terrorismo le terminó dando espacio a China, el gran actor internacional alternativo, que aprovechó para abandonar su antiguo papel de amortiguador asiático del poderío soviético, para ocupar un rol protagónico versus Estados Unidos en la competencia por la silla vacante de la extinta URSS. Al igual que los años 90, esta nueva realidad mundial tuvo enormes repercusiones en nuestro continente. Los años de crecimiento “a tasas chinas”, impactaron positivamente en el precio de los alimentos, la principal fuente de generación de recursos de la mayoría de las economías latinoamericanas. De tal forma, cobró cuerpo en la región la idea de países y líderes activos en las áreas sociales que, en cierta forma, encarnaban las antípodas del ciclo anterior. Hugo Chávez en Venezuela, Lula da Silva en Brasil y Néstor Kirchner en Argentina, en contraposición a los liderazgos promercado de la década anterior, como Rafael Caldera, Fernando Cardoso y Carlos Menem.

      “La rebeldía paga” podría ser el eslogan emblemático de la época. Comenzaron a gestarse diferentes clubes de países emergentes. Uno de los más destacados, aquel formado por Brasil, Rusia, India y China, cuya sigla pasó a ser BRICS luego de que se sumara Sudáfrica. También se consolidó la Unión de Naciones Sudamericanas, UNASUR, conformada por casi todos los países del continente, la Argentina entre ellos, a través del Mercosur. En una palabra, prosperaron una cantidad de emprendimientos, endebles muchos de ellos, tendientes a balancear el tablero político internacional, mediante la conformación de polos de poder alternativos a Estados Unidos. Por cierto, las condiciones eran muy propicias. Una ráfaga de fanatismo de un minúsculo grupo de terroristas de Medio Oriente había dejado al desnudo las debilidades de seguridad de una gran potencia mundial, incapaz de garantizar la propia protección de sus aeropuertos, menos aún la del corazón del sistema financiero mundial, Wall Street.

      De ese modo, emergió un viejo actor de la política internacional pero en las Torres Gemelas, con un fanatismo y una precisión inusitados. Pocas películas tratan con profundidad ese fenómeno como lo hace Kathryn Bigelow en Vivir al límite. ¿Cómo explicar semejante conducta humana que le agregó un nuevo capítulo sobre seguridad y métodos de guerra a la globalización pero, a su vez, también le mostró su capacidad de afectarla en el plano económico por vía del daño a uno de sus principales motores, Estados Unidos? A partir de allí, para la Roma moderna, las cosas nunca volverían a ser como antes. El alivio temporal llegaría por vía de reformas fiscales y financieras, que no solo tuvieron magros resultados, sino que terminarían pariendo el siguiente temblor de la globalización, con aparente centro en una burbuja inmobiliaria que, en realidad, era apenas la punta del iceberg de un desbocado sendero de desregulación y sofisticación financiera, abierto en tiempos de Ronald Reagan.

      Dos enormes traspiés en el transcurso de siete años. Dolorosamente para Estados Unidos se acababa la marcha triunfal posterior a la Segunda Guerra Mundial, con su producto doméstico creciendo a un ritmo promedio de 4% anual por casi treinta años, entre 1945 y 1973. Expansión de la industria automotriz, boom inmobiliario, auge del gasto militar, formación de grandes corporaciones, infraestructura vial, esplendor de los medios de comunicación. La época del sueño americano como sinónimo de movilidad social ascendente. Los tiempos de la América grande, guardada en el arcón de los recuerdos, reflotada durante seis años por Ronald Reagan, entre 1983 y 1989, o reeditada por siete años por Bill Clinton, entre 1992 y 1999. Sin embargo, todo lo que vino después, a la par de los dos tremendos terremotos de 2001 y 2008, fueron vaivenes. El espasmo de 2004-2005 en tiempos de George W. Bush y, a partir de ahí, ningún año con un crecimiento mayor al 3%. Vale para Barack Obama, también para Donald Trump.

      No obstante, el impacto del primer cachetazo a la seguridad nacional de 2001, US$3,3 billones o un tercio del producto doméstico estadounidense según New York Times, no tuvo las consecuencias locales, menos para el resto del mundo, de la mal llamada crisis de las hipotecas de 2008. De menor a mayor, este terremoto obligó a las principales financieras internacionales a depreciar el valor de sus préstamos por más de US$2 billones. Pero, en el aspecto sustancial, este shock produjo pérdidas globales por US$15 billones o un quinto del PBI mundial de 2008, según estimación del ex Standard & Poor’s, Mark Adelson. En tiempos modernos, 2009 fue el primer año donde la producción se contrajo en términos reales. Semejante descalabro abrió un sinnúmero de puertas para la creatividad y el análisis. Una de ellas, abordada por el policial islandés Trapped. Tras la crisis financiera, un pequeño pueblo helado de ese país se convierte, para los intereses chinos, en un atractivo nodo comercial de la ruta con Oriente.

      Otras excelentes series como Ozark, relataron el auge del lavado de dinero y el narcotráfico. “Cuando los bienes raíces se hundieron, el dinero de las drogas era el único efectivo para apuntalar a los grandes bancos”, Jonah Byrde, textual. Ningún enfoque es excluyente del otro. Los efectos del crack financiero fueron tan persistentes que muchos expertos aseguran que los mercados financieros tardaron una década en normalizarse. Un momento bisagra, no solamente en el plano mundial, sino en el ámbito de la política estadounidense. En cierta medida, el clima pesimista abierto por semejante trauma inauguraba una nueva década marcada por el crecimiento débil, el estancamiento de la productividad —ergo, de los sueldos—, la caída del comercio internacional y, en el plano político, el malestar con la globalización, así como el ascenso de líderes populistas, tanto por izquierda como por derecha. Unos y otros, con un denominador en común: un discurso político binario. Amigo-enemigo. Nosotros-ellos. Polarización. Grieta.

      Lo que pocos o casi nadie imaginaba es que este devenir, que volvía a encontrar suelo fértil en el seno de las democracias europeas, extendería su mano a una potencia occidental históricamente percibida como guardiana de los valores que hacen tanto a la esencia como al conflicto fundamental dentro de los sistemas democráticos. Igualdad versus libertad. Más aún, ¿quién podría negar que a lo largo del siglo XX, Estados Unidos había funcionado como última línea de defensa ante el embate de los totalitarismos occidentales y, a continuación, como barrera

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