Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
Чтение книги онлайн.
Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 3
—Parece que no es un mal regalo después de todo. —Nora ahogó la risa.
El hombre tenía el rostro más hermoso que Hattie había visto nunca. El rostro más hermoso que nadie hubiera visto nunca. Se acercó más, disfrutando de la cálida y bronceada piel, de los pómulos elevados, de la nariz larga y recta, de las líneas oscuras de sus cejas y de las pestañas inexplicablemente largas que arrojaban sombras, como un pecado, contra sus mejillas.
—¿Qué clase de hombre…? —se interrumpió y negó con la cabeza.
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto?
¿Qué clase de hombre tenía ese aspecto y, de manera sorprendente, aterrizaba en el carruaje de Hattie Sedley, una joven que no estaba acostumbrada a estar cerca de hombres que tenían ese aspecto?
—Me estás dando vergüenza ajena —dijo Nora—. Lo estás mirando fijamente y con la boca abierta.
Hattie cerró la boca, pero no dejó de mirarlo.
—Hattie, tenemos que irnos. —Nora hizo una pausa—. ¿O has cambiado de opinión?
La pregunta la trajo de vuelta a la realidad. A su plan. Movió la cabeza y bajó la linterna.
—No, no lo he hecho.
Nora suspiró y puso los brazos en jarras, mirando más allá de Hattie, al interior del carruaje.
—Entonces, ¿tú le sacas el trasero y yo me encargo de la parte de arriba? —Miró por encima del hombro a una zona entre las sombras que había a su espalda—. Puede recuperar la conciencia ahí.
—No podemos dejarlo tirado. —A Hattie le latía con fuerza el corazón.
—¿No podemos?
—No.
Nora le echó un vistazo.
—Hattie, no podemos llevarlo con nosotras solo porque parezca una estatua romana.
Hattie se sonrojó en la oscuridad.
—No me había dado cuenta.
—Pues te has quedado sin palabras.
—No podemos dejarlo porque Augie lo ha dejado aquí —dijo Hattie aclarándose la garganta
—No puedes estar segura de eso. —Los labios de Nora formaron una perfecta línea recta.
—Puedo… —aseguró Hattie, sosteniendo la linterna cerca de la cuerda que maniataba las muñecas del hombre y haciendo un barrido hasta los tobillos atados—, porque August Sedley no sabe hacer un nudo Carrick decente, y me temo que si dejamos a este hombre aquí, se liberará e irá directamente a por el inútil de mi hermano.
Eso, y que si no liberaban al extraño, quién sabía lo que Augie le haría. Su hermano era tan tonto como temerario, una combinación que requería de la intervención de Hattie con cierta asiduidad. Lo que, por cierto, era una razón de peso en su decisión de reclamar su vigésimo noveno año como suyo. Y, aun así, allí estaba su infernal hermano estropeándolo todo.
—Inconsciente desde hace poco o no… —dijo Nora, que no sabía lo que pasaba por la cabeza de Hattie—, no parece un hombre de los que pierden en una pelea.
El eufemismo no se le escapó a Hattie. Suspiró, alargó la mano para colgar la linterna encendida en el gancho correspondiente y aprovechó la oportunidad para echar una larga y prolongada mirada al hombre.
Hattie Sedley había aprendido algo más en sus veintiocho años y trescientos sesenta y cuatro días: si una mujer tenía un problema, lo mejor era que lo resolviera ella misma.
Se subió al carruaje, pasando con cuidado por encima del hombre tirado en el suelo, antes de mirar a Nora de reojo, mientras permanecía en la acera con los ojos muy abiertos.
—Venga, vamos. Nos desharemos de él por el camino.
Capítulo 2
Lo último que recordaba era el golpe en la cabeza.
Estaba esperando el ataque sorpresa. Por eso era él quien iba conduciendo en la plataforma: seis raudos caballos tirando de un enorme carro de transporte con un contenedor de acero cargado de licor, cartas y tabaco, destinado a Mayfair. Acababa de cruzar Oxford Street cuando oyó el disparo, seguido del grito de dolor de uno de sus escoltas.
Se detuvo para ver cómo estaban sus hombres. Para protegerlos. Para castigar a los que los atacaban.
Había un cuerpo ensangrentado tirado en la calle, justo debajo de él. Acababa de enviar al segundo de sus hombres a pedir ayuda, cuando oyó pasos a su espalda. Se había girado cuchillo en mano. Lo lanzó. Escuchó el grito en la oscuridad y localizó su origen.
Luego, un golpe en la cabeza. Y después… nada.
No hubo nada hasta que un insistente golpeteo en su mejilla le devolvió la conciencia; era demasiado suave para doler, aunque lo suficientemente firme para ser irritante.
No abrió los ojos, los años de entrenamiento le permitieron fingir que seguía inconsciente mientras se orientaba. Tenía los pies atados. También las manos, detrás de la espalda. Las ataduras le tiraban tanto de los músculos del pecho como para notar que le faltaban sus cuchillos, ocho hojas de acero montadas en ónice. Se los habían robado junto con la funda que los unía a su cuerpo. Resistió el impulso de tensarse. De enfurecerse. Pero Saviour Whittington, conocido en las calles más oscuras de Londres como Bestia, no se enfadaba: castigaba. De un modo rápido y devastador, sin emoción.
Y si le habían quitado la vida a uno de sus hombres, a alguien que estaba bajo su protección, nunca conocerían la paz. Pero primero necesitaba recuperar la libertad.
Estaba en el suelo de un carruaje en movimiento. Uno bien equipado, teniendo en cuenta el suave cojín que rozaba