Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean

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Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean Los bastardos Bareknuckle

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Como he dicho…

      —Tiene planes —ter­mi­nó, vol­vién­do­se hacia ella, in­ca­paz de re­sis­tir su aroma, como la dulce ten­ta­ción de una tarta de al­men­dras.

      —Sí. —Ella lo miró fi­ja­men­te.

      —Cuén­te­me su plan y la dejaré ir. —La en­con­tra­ría.

      Esa pre­c­io­sa son­ri­sa de nuevo.

      —Es usted muy arro­gan­te, señor. ¿Debo re­cor­dar­le que soy yo quien lo está de­jan­do ir?

      —¡Dí­ga­me­lo! —Su orden sonó ruda.

      Vio que algo cam­b­ia­ba en ella. Vio cómo la in­de­ci­sión se con­ver­tía en cu­r­io­si­dad. En va­len­tía. Y en­ton­ces, como un regalo, su­su­rró:

      —Tal vez de­be­ría mos­trár­se­lo.

      «¡Dios, sí!».

      Ella lo besó, pre­s­io­nan­do sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inex­per­to; sabía como el vino, ten­ta­do­ra como el in­f­ier­no. Le llevó el doble de tiempo li­be­rar sus manos. Quería mos­trar a esta ex­tra­ña y cu­r­io­sa mujer lo que estaba dis­p­ues­to a hacer para co­no­cer sus planes.

      Ella lo liberó pri­me­ro. Notó un tirón en sus mu­ñe­cas y las cuer­das se sol­ta­ron con un ligero chas­q­ui­do antes de que Hattie re­ti­ra­ra los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pe­q­ue­ña navaja en su mano. Ella había cam­b­ia­do de opi­nión. Lo había sol­ta­do.

      Para que pu­d­ie­ra abra­zar­la. Para re­a­nu­dar el beso. Sin em­bar­go, como le había ad­ver­ti­do, tenía otros planes.

      Antes de que pu­d­ie­ra to­car­la, el ca­rr­ua­je se detuvo al doblar una es­q­ui­na, y ella abrió la puerta.

      —Adiós.

      El ins­tin­to hizo que Whit girara mien­tras caía, agachó la bar­bi­lla, pro­te­gió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:

      «Se está es­ca­pan­do… ».

      Chocó contra la pared de una ta­ber­na cer­ca­na dis­per­san­do al grupo de hom­bres que había de­lan­te de ella.

      —¡Eh! —gritó uno sa­l­ien­do a su en­c­uen­tro—. ¿Todo bien, her­ma­no?

      Whit se puso de pie sa­cu­d­ien­do los brazos, echó los hom­bros hacia atrás, se estiró para com­pro­bar mús­cu­los y huesos y se ase­gu­ró de que todo fun­c­io­na­ba bien, antes de sacar dos re­lo­jes de su bol­si­llo y ver qué hora era. Las nueve y media.

      —¡Vaya! Nunca he visto a nadie re­cu­pe­rar­se tan rápido de algo así —dijo el hombre, ex­ten­d­ien­do la mano para darle una pal­ma­da en el hombro. Sin em­bar­go, se detuvo antes de llegar a su ob­je­ti­vo, cuando los ojos se po­sa­ron en la cara de Whit, en­san­chán­do­se in­me­d­ia­ta­men­te en señal de re­co­no­ci­m­ien­to. La ca­li­dez se con­vir­tió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.

      —Bestia…

      Whit le­van­tó la bar­bi­lla al es­cu­char su nombre, la re­a­li­dad lo golpeó. Si aquel hombre lo co­no­cía, si co­no­cía su nombre…

      Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle em­pe­dra­da por donde el ca­rr­ua­je había de­sa­pa­re­ci­do junto con su pa­sa­je­ra, en lo más pro­fun­do del la­be­rin­to que era Covent Garden.

      Se sintió sa­tis­fe­cho.

      «No se le iba a es­ca­par des­pués de todo».

      Capítulo 3

      —¿Lo has em­pu­ja­do a la calle? —La sor­pre­sa de Nora fue evi­den­te tras aso­mar­se al in­te­r­ior del ca­rr­ua­je, vacío des­pués de que Hattie se bajara—. Creía que no de­seá­ba­mos su muerte.

      Hattie posó los dedos sobre la más­ca­ra de seda que se aca­ba­ba de poner.

      —No está muerto.

      Se había aso­ma­do por la puerta del ca­rr­ua­je el tiempo su­fi­c­ien­te para ase­gu­rar­se de ello, el tiempo pre­ci­so para ma­ra­vi­llar­se por la forma en que había rodado antes de po­ner­se en pie, como si es­tu­v­ie­ra ha­bi­t­ua­do a ser ex­pul­sa­do a em­pu­jo­nes de todo tipo de ca­rr­ua­jes.

      Supuso que podría ser una prác­ti­ca ha­bi­t­ual en él. No obs­tan­te, lo había mirado con­te­n­ien­do la res­pi­ra­ción hasta que se le­van­tó ileso.

      —¿Se des­per­tó, en­ton­ces? —pre­gun­tó Nora.

      Hattie asin­tió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sen­sa­ción de su firme y suave beso era un eco per­sis­ten­te, junto con el sabor de algo… ¿limón?

      —¿Y?

      —¿Y qué? —dijo mi­ran­do a su amiga.

      —¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.

      —No lo dijo.

      —No, su­pon­go que no lo hizo.

      «No, pero daría cual­q­u­ier cosa por sa­ber­lo».

      —De­be­rí­as pre­gun­tar­le a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había ha­bla­do en voz alta? Nora sonrió—. ¿Ol­vi­das que co­noz­co tu mente tan bien como la mía?

      Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos ju­gan­do debajo de la mesa en su jardín tra­se­ro, con­tán­do­se se­cre­tos. Eli­sa­beth Ma­de­well, du­q­ue­sa de Holy­mo­or, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no per­te­ne­cí­an aún a la aris­to­cra­c­ia. A nin­gu­na de las dos les habían dado una cálida bien­ve­ni­da, ya que el des­ti­no había in­ter­ve­ni­do para con­ver­tir a una actriz ir­lan­de­sa y a una de­pen­d­ien­ta de Bris­tol en du­q­ue­sa y con­de­sa, res­pec­ti­va­men­te. Así que ambas mu­je­res habían estado des­ti­na­das a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie re­ci­b­ie­ra su título vi­ta­li­c­io. Eran dos almas in­se­pa­ra­bles que lo hacían todo juntas, in­clu­yen­do a sus hijas, Nora y Hattie, que na­ci­das con se­ma­nas de di­fe­ren­c­ia y cr­ia­das como si fueran her­ma­nas, nunca tu­v­ie­ron la opor­tu­ni­dad de no amarse como tales.

      —Diré dos cosas —añadió Nora.

      —¿Solo dos?

      —Está bien. Dos por ahora. Me re­ser­va­ré el de­re­cho a decir más —rec­ti­fi­có Nora—: Pri­me­ro, espero que tengas

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