Lady Hattie y la Bestia. Sarah MacLean
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Читать онлайн книгу Lady Hattie y la Bestia - Sarah MacLean страница 5
—Tiene planes —terminó, volviéndose hacia ella, incapaz de resistir su aroma, como la dulce tentación de una tarta de almendras.
—Sí. —Ella lo miró fijamente.
—Cuénteme su plan y la dejaré ir. —La encontraría.
Esa preciosa sonrisa de nuevo.
—Es usted muy arrogante, señor. ¿Debo recordarle que soy yo quien lo está dejando ir?
—¡Dígamelo! —Su orden sonó ruda.
Vio que algo cambiaba en ella. Vio cómo la indecisión se convertía en curiosidad. En valentía. Y entonces, como un regalo, susurró:
—Tal vez debería mostrárselo.
«¡Dios, sí!».
Ella lo besó, presionando sus labios contra los de él, de un modo suave, dulce e inexperto; sabía como el vino, tentadora como el infierno. Le llevó el doble de tiempo liberar sus manos. Quería mostrar a esta extraña y curiosa mujer lo que estaba dispuesto a hacer para conocer sus planes.
Ella lo liberó primero. Notó un tirón en sus muñecas y las cuerdas se soltaron con un ligero chasquido antes de que Hattie retirara los labios. Él abrió los ojos, vio el brillo de una pequeña navaja en su mano. Ella había cambiado de opinión. Lo había soltado.
Para que pudiera abrazarla. Para reanudar el beso. Sin embargo, como le había advertido, tenía otros planes.
Antes de que pudiera tocarla, el carruaje se detuvo al doblar una esquina, y ella abrió la puerta.
—Adiós.
El instinto hizo que Whit girara mientras caía, agachó la barbilla, protegió su cabeza y rodó, aunque tenía en mente solo una cosa:
«Se está escapando… ».
Chocó contra la pared de una taberna cercana dispersando al grupo de hombres que había delante de ella.
—¡Eh! —gritó uno saliendo a su encuentro—. ¿Todo bien, hermano?
Whit se puso de pie sacudiendo los brazos, echó los hombros hacia atrás, se estiró para comprobar músculos y huesos y se aseguró de que todo funcionaba bien, antes de sacar dos relojes de su bolsillo y ver qué hora era. Las nueve y media.
—¡Vaya! Nunca he visto a nadie recuperarse tan rápido de algo así —dijo el hombre, extendiendo la mano para darle una palmada en el hombro. Sin embargo, se detuvo antes de llegar a su objetivo, cuando los ojos se posaron en la cara de Whit, ensanchándose inmediatamente en señal de reconocimiento. La calidez se convirtió en miedo cuando el hombre dio un paso atrás.
—Bestia…
Whit levantó la barbilla al escuchar su nombre, la realidad lo golpeó. Si aquel hombre lo conocía, si conocía su nombre…
Se volvió, su mirada se fijó en la curva de la oscura calle empedrada por donde el carruaje había desaparecido junto con su pasajera, en lo más profundo del laberinto que era Covent Garden.
Se sintió satisfecho.
«No se le iba a escapar después de todo».
Capítulo 3
—¿Lo has empujado a la calle? —La sorpresa de Nora fue evidente tras asomarse al interior del carruaje, vacío después de que Hattie se bajara—. Creía que no deseábamos su muerte.
Hattie posó los dedos sobre la máscara de seda que se acababa de poner.
—No está muerto.
Se había asomado por la puerta del carruaje el tiempo suficiente para asegurarse de ello, el tiempo preciso para maravillarse por la forma en que había rodado antes de ponerse en pie, como si estuviera habituado a ser expulsado a empujones de todo tipo de carruajes.
Supuso que podría ser una práctica habitual en él. No obstante, lo había mirado conteniendo la respiración hasta que se levantó ileso.
—¿Se despertó, entonces? —preguntó Nora.
Hattie asintió con la cabeza, acercó los dedos a sus labios, donde la sensación de su firme y suave beso era un eco persistente, junto con el sabor de algo… ¿limón?
—¿Y?
—¿Y qué? —dijo mirando a su amiga.
—¿Que quién es? —Nora puso los ojos en blanco.
—No lo dijo.
—No, supongo que no lo hizo.
«No, pero daría cualquier cosa por saberlo».
—Deberías preguntarle a Augie. —Hattie miró a su amiga. ¿Había hablado en voz alta? Nora sonrió—. ¿Olvidas que conozco tu mente tan bien como la mía?
Nora y Hattie eran amigas de toda la vida, o más de una, como decía la madre de Nora, que las había visto a las dos jugando debajo de la mesa en su jardín trasero, contándose secretos. Elisabeth Madewell, duquesa de Holymoor, y la madre de Hattie habían sido amigas cuando no pertenecían aún a la aristocracia. A ninguna de las dos les habían dado una cálida bienvenida, ya que el destino había intervenido para convertir a una actriz irlandesa y a una dependienta de Bristol en duquesa y condesa, respectivamente. Así que ambas mujeres habían estado destinadas a ser amigas mucho antes de que el padre de Hattie recibiera su título vitalicio. Eran dos almas inseparables que lo hacían todo juntas, incluyendo a sus hijas, Nora y Hattie, que nacidas con semanas de diferencia y criadas como si fueran hermanas, nunca tuvieron la oportunidad de no amarse como tales.
—Diré dos cosas —añadió Nora.
—¿Solo dos?
—Está bien. Dos por ahora. Me reservaré el derecho a decir más —rectificó Nora—: Primero, espero que tengas