La paternidad espiritual del sacerdote. Jacques Philippe
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Pero las cosas no son tan simples como pretende el ateísmo. Si no hay Dios, tampoco hay perdón ni misericordia.
Nos gusta a todos la parábola del Hijo pródigo del evangelio de san Lucas[1], que ofrece una imagen maravillosa de la paternidad divina. Conocemos la historia del más joven de los dos hijos, que ha reclamado su parte en la herencia y se ha ido a un país lejano. Después de gastarlo todo en una vida de desorden, se ve obligado a cuidar cerdos (cosa que no es precisamente un éxito para un muchacho de buena familia judía), pasando hambre y deseando comer lo que les dan a los cochinos. Esta situación le ha llevado a reflexionar; decide volver a la casa de su padre, donde todos los jornaleros están bien alimentados, y prepara su discursito de llegada: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como a uno de tus jornaleros».
Conocemos la continuación conmovedora de este relato: el padre ve llegar a su hijo a lo lejos, se llena de piedad por él, corre y se abraza a su cuello y lo cubre de besos. Sin dejarle tiempo para pronunciar su discurso preparado, el padre pide a los criados que traigan pronto el mejor traje y le vistan (no uno cualquiera, el mejor), le pongan un anillo en el dedo (signo de la dignidad recuperada), sandalias en los pies, y preparar una superfiesta, con un ternero cebado, música, danzas…
Retomemos ahora la misma historia, pero una vez que ha desaparecido la figura del padre. Cuando el hijo vuelve a la casa, no hay nadie… La casa está vacía, desesperadamente vacía, abandonada. Solo el viento hace batir las puertas y ventanas.
No hay nadie para recibirte, para perdonarte, para amarte. Nadie que te diga: a pesar de lo que has hecho, a pesar de tus errores y tu pecado, sigues siendo mi hijo amado, puedes recuperar tu plena dignidad, tu sitio está aquí, puedes ser libre y feliz en la casa de tu Padre, que es también tu casa (¡Todo lo mío es tuyo!).
Creo que el hombre no puede perdonarse a sí mismo las faltas que haya cometido (y todos las cometemos). El hombre no puede absolverse por sí mismo de sus errores, incluso con un ejército de psicólogos para intentar excusarlo. No tengo nada contra los psicólogos, al contrario, hacen con frecuencia un excelente trabajo, pero no pueden perdonar los pecados.
El hombre necesita recibir la absolución de alguien más grande que él. Necesita la palabra de Otro, una palabra de autoridad, la palabra del Padre celestial, para ser verdaderamente desligado de sus faltas y reconciliarse consigo mismo.
Digamos de paso que estas consideraciones nos dan la medida de la gracia inmensa que recibe el sacerdote para poder pronunciar una palabra de absolución a los que vienen a confesarse con él. Sabe que, a pesar de sus limitaciones personales, cuando le dice a alguien: «Tus pecados son perdonados», las palabras que pronuncia no son simplemente humanas, sino que tienen la autoridad misma de la palabra divina. Tienen el poder de desligar al pecador del mal cometido, de restaurar su dignidad, de devolverle la libertad y la paz. ¡Qué alegría poder ser así instrumento de la misericordia del Padre! Es tal vez al dar el perdón cuando el sacerdote comparte más la paternidad de Dios.
Sabemos que, en el Antiguo Testamento, el uso de la palabra «Padre» para referirse a Dios es bastante poco frecuente, sobre todo para evitar contaminar la noción de paternidad de Dios con la de divinidades paganas masculinas que engendran sexualmente. Además, la apelación de «Padre» es menos utilizada en un contexto de redención, de invocación de la misericordia de Dios para salvar a su pueblo. Uno de los más bellos pasajes del Antiguo Testamento que menciona a Dios como Padre se encuentra en los capítulos 63 y 64 del profeta Isaías, en particular, este texto:
Todos nosotros somos algo inmundo, todas nuestras justicias son como paños de menstruación. Todos estamos marchitos como hojarasca y nuestras iniquidades nos arrastran como el viento. No hay quien invoque tu Nombre, quien se levante para serte fiel, pues nos has escondido tu rostro y nos has dejado en manos de nuestras iniquidades. Pero ahora, Señor, Tú eres nuestro Padre; nosotros, el barro, Tú nuestro alfarero, y todos nosotros la obra de tus manos. No te excedas, Señor, en tu irritación, ni te acuerdes más de la iniquidad. Antes bien, mira: todos nosotros somos tu pueblo[2].
Sin presencia del Padre misericordioso, el hombre queda entregado a sus faltas, sin posible remedio. Ya no hay remisión en caso de error o de extravío. No hay lugar para la debilidad, la fragilidad, el fracaso, que son sin embargo parte de nuestra vida.
Estoy de algún modo condenado a triunfar en mi vida, lo que es quizá la peor de las cosas. Es poner una carga demasiado pesada sobre los hombros del hombre, que se ve obligado a ser un superman e ir de éxito en éxito sin posibilidad de rescate en caso de fallar. Quizá exagero diciendo esto, pero es en este sentido como evoluciona nuestra sociedad, cada vez más implacable ante los errores humanos.
Estamos hoy en la paradoja de una sociedad que, por una parte, es muy laxista y permisiva, y por otra, despiadada con quien comete errores. Mientras que, en el Reino de Dios, es exactamente lo contrario: hay a veces una fuerte exigencia para mostrarnos el camino de la vida, y una gran misericordia, una posibilidad siempre abierta de rescate en caso de caída[3].
SIN PATERNIDAD, LA LIBERTAD SE HACE DEMASIADO PESADA
Otra consecuencia del rechazo de Dios y de toda forma de paternidad es que la cuestión de la libertad, así como de la correspondiente responsabilidad, se hacen muy problemáticas.
Sin la referencia a Dios, el hombre corre el riesgo de convertirse en irresponsable. «Si Dios no existe, todo está permitido», afirma Iván Karamazov en la novela de Dostoievski. Una sociedad sin padres se convierte en un mundo de irresponsables; preciso es constatar que nuestra sociedad produce cada vez más perversos narcisistas, es decir, personas que no tienen otra ley que su placer, ninguna otra regla que la satisfacción de sus deseos.
Pero también se da el problema inverso, no una ausencia sino un exceso de responsabilidad. Creo que hay aquí una verdadera cuestión: nuestra sociedad es cada vez más libre, cada vez hay menos normas sociales que se impongan a todos, cada vez más conductas que se admiten, el abanico de posibles elecciones de la libertad humana es cada vez más amplio. Tomemos el ejemplo de la sexualidad. Como consecuencia de la evolución de las mentalidades y el progreso de la técnica, de la difusión de la teoría de género, las elecciones posibles en este campo son muchas más que en otro tiempo, para las conductas sexuales, la constitución de una familia, la procreación, etc. Se ha llegado al punto de que se puede llevar a todo chico o chica a plantearse esta pregunta: «¿Sigo siendo como soy o me cambio de sexo?». Una pareja que conozco se enfrenta hoy de manera dolorosa a esta situación: su hija de 17 años está totalmente decidida a cambiar de sexo.
Nos encontramos en la paradoja de una libertad inmensa, por un lado, pero de otro un rechazo de Dios, un rechazo de toda verdad objetiva. Frente a estas elecciones, a fin de cuentas, la persona queda sola para decidir, cada uno piensa poder construir su propia verdad y ser el único juez del valor de sus decisiones[4]. Una libertad inmensa pesa sobre los hombros del individuo, sin nadie para ayudarle a discernir, entre las posibles decisiones, las que serán buenas para él y buenas para los demás, o por el contrario las perjudiciales para él y para los demás. Justamente este es uno de los papeles de la figura paternal, no enajenar o impedir la libertad humana, sino sostenerla y orientarla en el discernimiento de sus decisiones. En ausencia de esa figura, la libertad corre el riesgo de volverse loca, pues ya no tiene brújula, y devenir demasiado pesada de llevar en los hombros humanos.
Cuando se abandona la casa del Padre, puede darse una cierta ebriedad de la libertad. «¡Al fin puedo hacer todo lo que quiero!». Pero hay un gran riesgo de pasar luego de la ebriedad a la desilusión, e incluso a la angustia, ante el peso de una libertad que se hace demasiado costosa de asumir.
Estoy convencido de que está presente en nuestro mundo una forma de