¿Acaso no soy yo una mujer?. bell hooks

Чтение книги онлайн.

Читать онлайн книгу ¿Acaso no soy yo una mujer? - bell hooks страница 3

¿Acaso no soy yo una mujer? - bell hooks El origen del mundo

Скачать книгу

nuestra condición de mujeres como un aspecto importante de nuestra identidad. La socialización racista y sexista nos había condicionado para devaluar nuestra condición de género y contemplar la raza como la única etiqueta identificativa relevante. Dicho de otra manera, se nos pidió que renunciáramos a una parte de nosotras, y lo hicimos. En consecuencia, cuando el movimiento de emancipación de la mujer planteó el tema de la opresión sexista, argumentamos que el sexismo era insignificante en relación con la realidad más dura y brutal del racismo. Nos asustaba reconocer que el sexismo podía ser tan opresivo como el racismo. Nos aferramos a la esperanza de que la erradicación de la opresión racial bastaría para liberarnos. Éramos una nueva generación de mujeres negras a quienes se había enseñado a someterse, a aceptar nuestra inferioridad sexual y a guardar silencio.

      A diferencia de nosotras, las mujeres negras de los Estados Unidos del siglo XIX eran conscientes de que la verdadera libertad no solo dependía de liberarse de un orden social sexista que negaba sistemáticamente a todas las mujeres unos derechos humanos plenos. Aquellas mujeres negras participaron tanto en la lucha por la igualdad racial como en el movimiento en defensa de los derechos de las mujeres. Cuando se planteó la cuestión de si la participación de las mujeres negras en este último movimiento iba en detrimento de la lucha por la igualdad racial, adujeron que cualquier mejora en la situación social de las mujeres negras iría en beneficio de todas las personas negras. En un discurso pronunciado ante el Congreso Mundial de Mujeres Representantes de 1893, Anna Cooper habló de la situación de la mujer negra en los siguientes términos:

      Los frutos más elevados de la civilización no pueden improvisarse ni desarrollarse con normalidad en el breve espacio de treinta años. Se precisa la dilatada y dolorosa evolución de varias generaciones. No obstante, durante este infausto período de la opresión de la mujer de color en este país, su historia, aún por escribir, se revela como la historia de una lucha heroica, una lucha contra adversidades pavorosas y abrumadoras que a menudo acabó en una muerte atroz y una lucha, también, por conservar y proteger lo que una mujer quiere más que a su propia vida. El doloroso, paciente y tácito esfuerzo de las madres por obtener el simple derecho a los cuerpos de sus hijas, la lucha desesperada, como tigresas acorraladas, por conservar lo más sagrado de sus personas, serviría de material para la épica. No sorprende que fueran muchas más las mujeres que fueron arrastradas por la corriente que las que sirvieron de dique de contención. La mayoría de nuestras mujeres no son heroínas, pero no creo que la mayoría de las mujeres de cualquier otra raza lo sean tampoco. Me basta con saber que, mientras que el más alto tribunal de Estados Unidos la consideraba poco más que una propiedad, una irresponsable y una taruga que su propietario podía llevar de aquí para allá a su antojo, la mujer afroamericana mantuvo unos ideales sobre su condición de mujer a la altura de cualesquiera otros concebidos. En reposo o fermentación en mentes indoctas, dichos ideales no podían reivindicarse públicamente en este país. Al menos la mujer blanca podía suplicar su emancipación, mientras que lo único que podía hacer la mujer negra, doblemente esclavizada, era sufrir, luchar y guardar silencio.

      Por primera vez en la historia de Estados Unidos, mujeres negras como Mary Church Terrell, Sojourner Truth, Anna Cooper y Amanda Berry Smith, entre otras, rompieron los largos años de silencio y empezaron a explicar y dejar registro de sus vivencias. En concreto, recalcaron el aspecto «femenino» de su ser, que las hacía ser diferentes de los hombres negros, hecho que quedó demostrado cuando los hombres blancos abogaron por conceder el derecho al voto a los hombres negros mientras se privaba de él a todas las mujeres. Horace Greeley y Wendell Phillips lo bautizaron como «la hora de los negros», pero, en realidad, lo que se defendía como el sufragio de los negros era el sufragio de los hombres negros. Con su respaldo al sufragio de los hombres negros y su denuncia paralela de la defensa de los derechos de las mujeres blancas, los hombres blancos revelaron cuán profundo era su machismo, un machismo que, en aquel breve momento de la historia de Estados Unidos, superó incluso a su racismo. Antes de que los hombres blancos apoyaran el sufragio de los hombres negros, las activistas blancas habían creído beneficioso para su causa aliarse con activistas políticos negros, pero, cuando pareció que los hombres negros podían conseguir el voto mientras que a ellas seguía privándoselas de él, aparcaron a un lado la solidaridad política con los negros e instaron a los hombres blancos a dejar que la solidaridad racial se impusiera a su defensa del sufragio para los hombres negros.

      Cuando el racismo de las defensoras de los derechos de las mujeres blancas afloró, el frágil vínculo entre estas y las activistas negras se quebró. Incluso Elizabeth Stanton, en su artículo «Women and Black Men» («Mujeres y hombres negros»), publicado en el número de 1869 de Revolution, intentó demostrar que la reivindicación republicana del «sufragio masculino» tenía por fin crear un antagonismo entre los hombres negros y todas las mujeres, una escisión entre ambos grupos que no pudiera enmendarse. Pese a que muchos activistas políticos negros simpatizaban con la causa de las defensoras de los derechos de las mujeres, no estaban dispuestos a renunciar a su oportunidad de obtener el derecho al voto. Sobre las mujeres negras pendía un arma de doble filo: apoyar el sufragio femenino comportaba aliarse con las activistas blancas, que habían expresado públicamente su racismo, mientras que defender el sufragio de los hombres negros suponía respaldar un orden social patriarcal que las privaba de voz política. Las activistas negras más radicales exigían que se concediera el derecho a voto tanto a los hombres negros como a todas las mujeres. Sojourner Truth fue la mujer negra que habló de manera más franca acerca de este tema. Se manifestó en público a favor del sufragio femenino y recalcó que, sin dicho derecho, las mujeres negras tendrían que supeditarse a la voluntad de los hombres negros. Con su célebre declaración «Hay mucho revuelo acerca de que los hombres de color consigan sus derechos, pero no se dice ni una palabra acerca de las mujeres de color y, si los hombres de color obtienen sus derechos y las mujeres de color no, lo que veremos será que los hombres de color serán dueños de las mujeres y la situación volverá a ser tan nefasta como antes», recordó a la opinión pública estadounidense que la opresión sexista representaba una amenaza tan real para la libertad de las mujeres negras como la opresión racial. Aun así, a pesar de las protestas de activistas blancas y negras, el sexismo se impuso y se concedió el sufragio a los hombres negros.

      Aunque los negros de ambos sexos habían luchado por igual por su liberación durante la esclavitud y gran parte de la era de la Reconstrucción, los líderes políticos negros defendían unos valores patriarcales. Conforme los hombres negros fueron avanzando en todos los ámbitos de la vida estadounidense, instaron a las mujeres negras a adoptar un papel más subordinado. De manera gradual, el espíritu revolucionario radical que había caracterizado la aportación intelectual y política de las mujeres negras en el siglo XIX fue sofocándose. En el siglo XX se produjo un cambio definitivo en el papel de las mujeres negras en los asuntos políticos y sociales de la población negra. Dicho cambio presagió un declive generalizado en los esfuerzos de todas las mujeres estadounidenses por lograr una reforma social radical. Cuando el movimiento en defensa de los derechos de la mujer concluyó en la década de 1920, las voces de las negras feministas se amansaron. La guerra había despojado al movimiento de su fervor anterior. Las mismas mujeres negras que habían participado codo con codo con los hombres en la lucha por la supervivencia incorporándose a la mano de obra en la medida de lo posible no abogaron por el fin del sexismo. Las mujeres negras del siglo XX habían aprendido a aceptar el machismo como un hecho connatural a la vida. De haberse encuestado a las mujeres negras de treinta a cincuenta años acerca de cuál era la fuerza más opresiva en sus vidas, en la cabecera de la lista habría figurado el racismo, no el sexismo.

      Cuando surgió el movimiento en defensa de los derechos civiles, en la década de 1950, mujeres y hombres negros habían aunado esfuerzos reclamando la igualdad racial, por más que las mujeres activistas no recibieran la aclamación pública que se otorgó a los líderes del sexo opuesto. De hecho, el patrón de roles sexista era tanto la norma entre las comunidades negras como entre cualquier otra comunidad estadounidense. Entre la población negra, se daba por sentado que los líderes más alabados y respetados fueran hombres. Los activistas negros defendían la libertad como la obtención del derecho a participar como ciudadanos plenos en la cultura de Estados Unidos, es decir: no rechazaban el sistema

Скачать книгу