Sentimientos encontrados. Betty Neels
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Incluso cuando se consolaba a sí misma con aquellos pensamientos, algo en su interior le decía que se estaba comportando como una adolescente ingenua, aunque no quisiera admitirlo. Desmond era, en su vida rutinaria, el símbolo del amor.
Él no telefoneó ni tampoco fue a verla. Varios días después, se lo encontró en la calle principal. Él debió de verla, porque la calle estaba casi vacía, pero continuó caminando como si no la conociera.
Daisy volvió a la tienda y se pasó el resto del día empaquetando unas copas de vino antiguas que un cliente conocido había comprado. Era un trabajo lento y que exigía mucho cuidado y eso le dio tiempo para pensar. Una cosa estaba clara: Desmond no la amaba, nunca la había amado, admitió con tristeza. Era cierto que la había llamado «cariño», y la había besado, incluso le había dicho que era la mujer de sus sueños, pero no había sido sincero. Ella había creído en él por necesidad. Ella no había conocido nunca lo que era el amor y al aparecer él fue como la respuesta a sus sueños románticos. Pero el romanticismo había sido sólo por parte de ella.
Terminó de envolver en papel de seda la última copa y puso la tapa a la caja. En ese preciso instante, se dijo a sí misma que su relación con Desmond se había terminado para siempre y… que no volvería a enamorarse nunca más.
De todas formas, las semanas siguientes fueron bastante duras. Había sido fácil habituarse a salir con Desmond y trató de llenar el vacío yendo al cine o a tomar café con sus amigas, pero no resultó todo lo bien que esperaba. Sus amigas tenían novio o se iban a casar y le era difícil no comparar su situación con la de ellas. Empezó a adelgazar y a pasar más tiempo del necesario en la tienda. Tanto, que su madre comenzó a animarla para que saliera.
–No hay mucho que hacer en la tienda en esta época del año –observó la mujer–. ¿Por qué no te vas a dar un paseo, tesoro? Pronto los días serán más cortos y más fríos y tendremos que trabajar mucho en navidades.
Así que Daisy salía a pasear. Casi siempre recorría el mismo camino hacia el mar. Iba bien abrigada para hacer frente al viento y la lluvia de noviembre. Solía encontrarse a otras personas solitarias que conocía de vista, paseando a los perros. La saludaban alegremente al pasar y ella les devolvía el saludo.
Fue en la última semana de noviembre cuando Daisy se encontró al hombre que la había comparado con un pez fuera del agua. Jules der Huizma estaba, de nuevo, pasando unos días con un amigo suyo en una casa a las afueras de la ciudad para disfrutar de la vida tranquila del campo. Le encantaba el mar, decía que le recordaba a su país.
Un día, él iba caminando cuando vio a Daisy, que iba delante de él. La reconoció inmediatamente. Hacía un viento frío y él aumentó el paso mientras silbaba para que el perro de su amigo corriera delante de él. No quería sorprenderla y los ladridos de Trigger harían que volviera la cabeza, pensó.
Y así fue. Daisy se detuvo para acariciar la cabeza del animal y miró hacia atrás. Lo saludó educadamente, aunque en un tono frío. Se acordaba perfectamente de los comentarios que el hombre había hecho en el hotel acerca de ella. Aunque cuando él contestó a su saludo, dejó a un lado la frialdad.
–¡Qué agradable encontrar a alguien que le guste caminar bajo la lluvia y el frío!
El hombre esbozó una sonrisa y ella lo perdonó. Después de todo, era cierto que se había sentido como un pez fuera del agua y que era una muchacha sencilla.
Caminaron uno al lado del otro sin hablar demasiado, ya que el viento era muy fuerte. Al poco tiempo, decidieron de mutuo acuerdo volver a la ciudad. Subieron las escaleras del paseo y se dirigieron hacia la calle principal. Daisy se detuvo cuando llegaron a su calle.
–Vivo aquí cerca con mis padres. Mi padre tiene una tienda de antigüedades y yo trabajo con él.
El señor der Huizma entendió que estaba siendo despedido educadamente.
–Entonces, espero tener la oportunidad de ir a ver la tienda algún día. Me gustan los objetos de plata antiguos.
–A mi padre también. Incluso es bastante conocido por ello.
La muchacha se quitó el guante y extendió la mano.
–Me ha gustado mucho el paseo –dijo, estudiando el rostro de él–. No sé su nombre…
–Jules der Huizma.
–Desde luego, no es un nombre inglés. Yo soy Daisy Gillard.
El hombre le dio la mano con firmeza.
–A mí también me ha gustado el paseo. Quizá podamos repetirlo algún día.
–Sí… quizá algún día –dijo ella–. Adiós.
Y se alejó sin mirar atrás. Una lástima, pensó, que no se le hubiera ocurrido cómo hacer para que hubieran concertado alguna cita. Recordó entonces a Desmond y se dijo que no debía caer en el mismo error. Ese hombre no se parecía en nada a Desmond, pero, ¿quién había dicho eso de que los hombres siempre engañan? Probablemente eran todos iguales…
En los días siguientes tuvo cuidado de pasear por otro camino… lo cuál fue totalmente inútil, ya que el señor der Huizma había regresado a Londres.
Una semana después, cuando en las tiendas ya se exhibían los regalos y adornos de Navidad, volvió a encontrárselo. Pero esa vez fue en la tienda. Daisy estaba atendiendo pacientemente al párroco, que trataba de decidirse entre unos prendedores de la época de Eduardo VIII para su esposa. Daisy le dijo que se tomara su tiempo y se dirigió hacia el señor der Huizma que estaba al lado de una mesa llena de amuletos de plata.
La saludó amablemente.
–Estoy buscando algo para una adolescente. Quizá una pieza de éstas quedara bien en una pulsera, ¿qué le parece?
Daisy abrió un cajón y sacó una bandeja con cadenas de plata.
–Éstas son todas victorianas. ¿Cuántos años tiene?
–Quince años más o menos –el hombre sonrió–. Y conoce perfectamente lo que está de moda.
Daisy agarró una de las cadenas.
–Si quisiera comprarla, mi padre podría fijar el amuleto en ella –la muchacha tomó otra de las pulseras–. Quizá le guste más ésta. Por favor, mire con toda confianza, no tiene por qué comprar nada… mucha gente viene sólo a echar un vistazo.
Ella le sonrió y volvió con el párroco, quien todavía no se había decidido.
En ese momento su padre entró en la tienda y atendió al señor der Huizma, de manera que para cuando el párroco se decidió finalmente y ella terminó de envolverle el broche elegido, el señor der Huizma se había ido ya.
–¿Ha comprado algo el señor der Huizma? –preguntó Daisy–. No sé si te comenté que me lo encontré el otro día paseando.
–Un hombre muy entendido. Me dijo que volvería antes del día de Navidad… le han gustado unas cucharas de plata…
Dos días después, fue Desmond el que apareció en la tienda. Y no iba solo. Lo acompañaba la chica que Daisy conoció en el hotel. La chica iba muy bien vestida y, a su