Sentimientos encontrados. Betty Neels
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–Aunque quizá nos llevemos algo para los regalos de Navidad.
–¿Algo de plata? ¿O quizá de oro? –preguntó Daisy–. También tenemos unos adornos chinos muy bonitos que son algo más baratos.
Quizá no había sido un comentario muy educado, pero Daisy no lo pudo refrenar, y tuvo que admitir que incluso le dio cierta satisfacción comprobar el enojo de Desmond. Aunque también se dio cuenta de que hubiera deseado que éste la mirara de un modo que dejara ver que la amaba a ella y no a la chica que lo acompañaba. Pero sabía que eso no tenía ningún sentido y que quizá tampoco ella lo amaba. Probablemente lo único que sucedía era que ese hombre había herido su orgullo.
Estuvieron un rato mirando cosas y finalmente se marcharon sin comprar nada. Antes de eso, Desmond hizo un comentario en voz suficientemente alta para que lo oyera ella acerca de que habría sido mucho más probable encontrar algo de valor en Plymouth. Ese comentario hizo que Daisy perdiera el posible interés que le quedara por él.
Durante sus habituales y solitarios paseos vespertinos, algo más cortos debido a las fiestas navideñas, decidió que no volvería a enamorarse nunca de ningún hombre. Y tampoco es que fuera a tener muchas oportunidades de que eso sucediera, pensó. Ni por su aspecto, nunca tendría el mismo cuerpo que las chicas de las revistas, ni por su conversación, incapaz de seducir a ningún hombre.
Ella tenía varias amigas a las que conocía desde siempre. La mayoría estaban casadas ya o tenían un buen trabajo. Para Daisy, sin embargo, el futuro siempre había estado bastante claro. Había crecido entre todas esas antigüedades, las amaba y había heredado el talento de su padre para la profesión. De hecho sus padres, sin haberle obligado nunca a ello, estaban muy contentos de que siguiera en casa con ellos y los ayudara en la tienda, yendo de vez en cuando a visitar familias que se veían obligadas a vender sus pertenencias.
Habían hablado de la posibilidad de que fuera a estudiar a alguna universidad, pero eso hubiera supuesto que su padre tuviera que emplear a alguien y su economía quizá no se lo hubiera permitido.
Así que Daisy había aceptado su destino con resignación.
Y así como dejó de pensar en Desmond, comenzó a acordarse del señor der Huizma, al que le hubiera gustado poder conocer mejor. Le gustaba lo educado que era y parecía que él la aceptaba tal como era, como a una chica normal.
Pero ese día no le iba a quedar mucho tiempo para pensar en nadie. La tienda del señor Gillard se llenaba de antiguos clientes que solían ir todos los años a comprar algunos objetos para regalar por navidades.
Daisy, mientras ordenaba varios juguetes antiguos durante esa fría y oscura mañana de diciembre, pensó que le gustaría ser una niña de nuevo para jugar con la casa de muñecas de estilo victoriano que estaba amueblando con los pequeños utensilios que la acompañaban. La había encontrado en Plymouth en muy mal estado, pero ella la había restaurado y, en ese momento, la estaba colocando en un sitio bien visible.
Era muy cara, pero alguien quizá pudiera comprarla. A ella le hubiera gustado quedársela para sí.
El señor der Huizma estaba esa mañana en la tienda y se acercó hasta donde estaba ella para observar la casa de muñecas de cerca.
–¿Bonita, verdad? –comentó ella–. El sueño de cualquier chica…
–¿Sí?
–Oh, sí. Sólo que tendría que ser una niña cuidadosa a la que le gustaran las muñecas.
–Entonces me la llevaré. Conozco una niña que cumple esos requisitos.
–Le advierto que es muy cara…
–Pero esa niña se merece lo mejor.
Daisy no se atrevió a preguntar más debido a que había notado algo extraño en el tono de voz de él.
–¿Se lo empaqueto? ¿O se lo enviamos a su casa?
–No, me la llevaré en mi coche. ¿Me la puede tener preparado para dentro de unos días, cuando vuelva a por ella?
–Sí.
–Voy a salir unos días al extranjero.
Daisy pensó que seguramente volvería a su país natal para las navidades.
–No se preocupe. Si alguien se interesa por ella, le diré que ya está vendida. Le puedo hacer una factura, si quiere.
–Es usted muy eficiente –dijo él con una sonrisa–. No sabe lo contento que estoy de haber encontrado esta casa de muñecas. Los regalos para los niños son siempre un problema.
–¿Tiene usted muchos hijos?
–Somos una familia enorme –contestó y ella tuvo que contentarse con esa respuesta.
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