Richard Dawkins contra Stephen Jay Gould. Kim Sterelny
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Tanto si existe herencia epigenética como si no, es un hecho empírico. Supongamos que existe. ¿Requiere eso de una ampliación importante de los modelos convencionales de evolución? Eso ya no es solo un hecho empírico. Eso depende de la importancia evolutiva de la herencia epigenética, lo que, a su vez, depende de alguna combinación de la fidelidad de la herencia epigenética; su estabilidad, la cantidad de generaciones durante las cuales persisten los patrones epigenéticos; el número y la propagación de linajes en los que la herencia epigenética se puede encontrar; o el espacio de variación fenotípica que depende de la variación en los marcadores epigenéticos de los genes en lugar de la variación de los genes mismos. Incluso si supiéramos las respuestas a estas cuestiones, y está claro que no las conocemos, no existe un umbral objetivo a partir del cual la herencia epigenética cuente como una extensión de los modelos convencionales, en lugar de ser una simple contribución adicional a esos modelos.
Se puede aplicar más o menos lo mismo de otras supuestas adiciones al modelo convencional. Una parcela especialmente activa en la que se trabaja recientemente tiene que ver con la importancia y el estatus de los microbiomas. Cada vez está más claro que los macrobios —organismos pluricelulares grandes como nosotros— dependen a menudo de los servicios metabólicos o inmunológicos fundamentales que prestan las comunidades de microbios que viven en el interior de diversos órganos corporales. La importancia crucial de estas comunidades, y, quizás, la de las interacciones complementarias entre sus diferentes miembros, ha dado lugar a numerosas afirmaciones audaces sobre la individualidad biológica. Algunos piensan que esas comunidades microbianas deberían ser consideradas como individuos biológicos, en el mismo sentido que el macrobio es un individuo. Otros, en cambio, piensan que esos microbiomas juegan un papel tan fundamental en la vida de, por ejemplo, una vaca, que deberían ser considerados como una parte de esta. Sobre esta sugerencia, una vaca consiste en un sistema complejo coadaptado de células eucariotas que proceden de un óvulo de vaca fecundado junto a un conjunto mucho mayor de células procariotas con una plétora de diferentes orígenes bacterianos. Las vacas no están compuestas únicamente por células de vaca.
Una vez más, nos encontramos con toda una serie de dificultades para evaluar afirmaciones claramente empíricas, junto a interpretaciones fascinantes pero discutibles. No sabemos hasta qué punto están integradas las comunidades microbianas, o cuán cohesionadas o coadaptadas están. Aunque está claro que, en algunos casos importantes, los microbios desempeñan un papel fundamental en la vida de los macrobios, a menudo se desconoce si ese papel depende de uno o de varios linajes clave de microbios, o si esos papeles los pueden interpretar múltiples ocupantes. Todavía queda mucho por aprender sobre las interacciones de los microbios entre sí y sobre las interacciones macrobio/microbio.
Si alguna de las afirmaciones más categóricas sobre coadaptación resulta ser cierta, eso sin duda tendrá algunas consecuencias en la forma en la que pensamos sobre la evolución. Las relaciones mutualistas entre linajes resultarán ser mucho más comunes que lo que se creía, y la cooperación dependerá menos de tener o no un destino evolutivo compartido. Según nuestra comprensión convencional, las células humanas de mi cuerpo deben cooperar porque los genes de esas células comparten un destino común: replicarse gracias al éxito reproductivo del organismo en su conjunto. No pueden ir por su cuenta. Las células cancerígenas no cooperan, pero son callejones sin salida evolutivos, excepto en unos pocos y horribles casos. Como veremos más tarde, David Haig ha demostrado que este destino común no es suficiente para garantizar la cooperación. Los genes procedentes de mi padre pueden fomentar la creación de copias de sí mismos en la siguiente generación ayudando a los parientes cercanos de mi padre; de forma parecida, los de mi madre pueden tener éxito ayudando a los parientes de mi madre. Los genes de mis células tienen intereses que se solapan, aunque no son idénticos. La investigación sobre el microbioma podría llegar a demostrar que el destino compartido no es necesario para la existencia de cooperación. El bioma de la vaca, o sus elementos, se puede replicar perfectamente con independencia de la vaca. Por lo que, dependiendo de las conclusiones a las que lleguen, la investigación del microbioma puede demostrar que la biología evolutiva de la cooperación es a la vez más compleja y menos restrictiva que lo que suponen los modelos convencionales. Ellen Clarke ha demostrado que, si valoramos apropiadamente la organización de las plantas, se llega a unas conclusiones parecidas. Están compuestas de partes complejas y coadaptadas, y, como ocurre con los animales, la unidad elemental es la célula. Pero, a menudo, las plantas no son clones de células genéticamente idénticas. Resumiendo. Si estas ideas sobre los microbiomas resultan ser ciertas, habremos aprendido claramente algo importante. Pero no resulta obvio que eso nos obligue a repensar nuestras opiniones sobre la naturaleza de los organismos o sobre los individuos biológicos.
Probablemente sea cierto que no se ha realizado ningún descubrimiento que pueda demostrar la necesidad de una síntesis extendida. Es importante que aquellos que defienden la necesidad de una síntesis extendida presenten un conjunto de razones que demanden la revisión y la extensión, no solo una. Además, es muy importante para su argumentación que este conjunto esté interconectado. Los sospechosos habituales son, primero, la idea de que la herencia genética no es el único mecanismo de herencia intergeneracional. Las opiniones varían algo sobre la identidad de estos mecanismos. Además de la posibilidad epigenética de la que hemos hablado antes, otros posibles candidatos son la transmisión vertical de microorganismos simbiontes de las madres a su descendencia; la herencia ecológica de nichos modificados (por ejemplo, un nuevo territorio de cría en una isla), y uno menos controvertido, la herencia cultural, cuando la descendencia aprende habilidades de sus progenitores. Segundo, la idea de que los modelos convencionales niegan la biología del desarrollo, considerándola, en gran parte, irrelevante para la evolución. Suponen que, en general, los mecanismos que producen la variación seleccionable la producen abundante y uniformemente en los fenotipos actuales de la población. Si la selección favoreciera, por ejemplo, a un primate cuyas patas delanteras son un poco más largas que las traseras, esa variante existirá, o surgirá rápidamente, en la población, disponible para ser seleccionada. Los apóstoles de la biología evolutiva del desarrollo afirman que a menudo no es así. Algunas variaciones aparecen muy fácilmente, y otras casi nunca. Esto es importante: su hipótesis es que, en muchos linajes, la dirección de la evolución se ve influenciada por sesgos y restricciones en el suplemento de variación disponible para la selección. No puede existir una selección que favorezca a los monos con brazos largos y patas cortas, si tales monos aparecen muy poco en la población. De forma muy parecida, estos teóricos defienden que el modelo convencional subestima el papel fundamental de la plasticidad fenotípica en el cambio evolutivo. Cuando los ambientes cambian, los organismos a menudo salen adelante inicialmente gracias a cambios morfológicos y de comportamiento que no están codificados genéticamente. Si el cambio persiste, estos cambios iniciales se arraigan, se ajustan o se desarrollan más gracias a cambios genéticos, pero, a menudo, el cambio genético aparece después y no antes en el proceso de cambio evolutivo.
Tercero, el modelo convencional es individualista. Por el contrario, los partidarios de su extensión sugieren a menudo que la selección actúa sobre muchos niveles de la organización biológica, no solo el de los organismos individuales.