Pocos son los elegidos perros del mal. Eusebio Ruvalcaba
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—De veras que no sé si contarte o no. No es algo que me guste andar desparramando, como si fuera algo de lo que te puedes sentir orgulloso. Siempre he sido un hombre de principios, respetuoso de la vida humana. Si huelo la violencia me hago a un lado. Sería incapaz de agarrarme a golpes por cuestiones tan estúpidas como defender a un tercero, poner a salvo mi honor, mi pinche y jodido honor, o por lo que gustes y mandes.
—¿Si alguien me faltara al respeto aquí y ahorita mismo, me defenderías a golpes?
Solté una carcajada tan fuerte que yo mismo me sorprendí.
—Ni aunque fueras mi madre metería las manos por ti. No hay que madrearse por nadie, menos por una mujer, porque esa misma noche se lo cuenta a tu mejor amigo, cuando esté cogiendo con él. Y ya ves, ya me volviste a interrumpir. Quitas la inspiración a cualquiera.
—No, no, perdóname, se me salió. Te juro que ya me voy a estar calladita.
—Eso espero. La próxima te levantas de la mesa y te vas a beber a la barra. Allí no interrumpes a nadie. Magdaleno, el cantinero, está acostumbrado y no pela ni a las monjas. Es lo que yo debí haber hecho contigo. Pero me vi blandito dejándote sentar. En fin...
—Qué enojón y maleducado eres, ¿eh? Ya síguele.
—Pues fue a un anciano. De esos ancianos jorobados y de bastón, pero que se les ve que llevan cartera abundante, nomás porque no sacan la mano del bolsillo. De buen traje. Billete a la vista, pues. Se subió con muchos trabajos al taxi. Hasta lo ayudaron, una pareja que pasaba por ahí. “¿Adónde va?”, le pregunté. Y respondió muy meloso, como haciéndose el querendón: “A la Obrera. ¿Me cobra con taxímetro, verdad?” “Sí claro, más o menos han de ser sesenta o setenta pesos, de Polanco a la Obrera a esta hora”. Porque eran como las doce del día. Igual y hasta menos le salía.
Sorbí un trago y me la quedé mirando. Por primera vez descubrí que sus labios eran hermosos, grandes y jugosísimos. No los había visto antes, lo juro. Al contrario, y ya lo dije, su fealdad me había hartado. Pero ahora los vi, ahora que la tenía en las manos. Ella había decidido estar ahí. No yo.
—Prefiero ya no contarte nada. —No, no, cuéntame, por favor. —No te veo mucho interés. —No, sí, me muero de ganas de oírte. —Bueno. Agarra la onda que cuando el megarruco se subió,
yo no llevaba esa intención. Se me ocurrió en el camino. No sé exactamente por qué, si por su modo de hablar, con un modito como mandón, o porque salpicaba cada vez que abría la boca, o simplemente porque me decía hijo, y a mí no me gusta que nadie me ande diciendo hijo. No sé cuál fue de esos motivos, pero algo disparó en mí ese modo de ser que a toda costa trato de mantener con el seguro puesto.
—¿Pues no que no eres violento?
—No se trata de violencia. Se trata de algo menos obvio. Ignoro cómo llamarlo. Más bien como una necesidad de probarme. De un ajuste de cuentas que sólo ocurre en mi cabeza. Porque míralo bien, ¿quién tendría algo contra un anciano que está en los límites de la vida? Salvo que sea una cuestión personal, no creo que nadie.
—¿Lo mataste? —preguntó, con un hilito de su bebida escurriéndole por las comisuras y los ojos un tanto cuanto fuera de sí.
Vi en esos ojos el asombro y la reprobación. Se llevó la mano a la frente como pidiendo paz. Como si se quisiera quitar de encima una sensación que no podría superar el resto de su vida. Se había acercado más de la cuenta al precipicio y ahora estaba arrepentida. Cómo gocé ese instante. No hay para mí mayor placer que hacer sentir mal a una mujer. Tal vez porque las ponía a prueba y nunca salían bien libradas. Me imaginé matando a un anciano y casi le revelo la mentira. No es que yo amara precisamente a los viejos decrépitos, pero en la vida le haría daño a ninguno. Mi padre no había muerto anciano pero mi abuelo sí. Y a través de él aprendí a guardarles tolerancia. Y ahora debía mantener la mentira de principio a fin. Que encima ya empezaba a cansarme. En cualquier momento me quitaba la máscara y le decía a esta mujer cuyo nombre a estas alturas ya había olvidado que todo era un juego y que no había hecho más que divertirme a su costa. De todas maneras se lo iba a decir, tarde o temprano, nomás por ver su cara de bruja con otra expresión.
—Sí, las cosas se pusieron violentas.
Sentí que una suerte de voluptuosidad crecía dentro de mí. Una sensación que bien conocía pues la había vivido desde niño. Cuando estaba a punto de cometer una maldad que habría de perjudicar a un tercero la sentía crecer dentro de mí, como un volcán a punto de estallar. Y este placer ¿mórbido?, ¿enfermizo?, no sé cómo llamarlo, se incrementó hasta alturas insospechadas durante mi adolescencia. Pondré un ejemplo a modo de explicación. Mis padres, siempre adinerados, no tenían empacho en contratar sirvientas de buen ver “para no pasar vergüenzas con las visitas”, situación de la que saqué provecho como un buen delantero de un penal puesto en charola de plata. Sirvienta que entraba, sirvienta que me la cogía. Yo andaría por los dieciséis o diecisiete años, pero la gracia (el chiste, dirían algunos despiadados) estaba en que siempre buscaba el modo de que mis padres descubrieran aquel palo, y la corrieran a las de ya. Desde entonces, descubrí que no podía vivir sin un acicate semejante, que me permitiera reírme de mis prójimos cristianos.
—¿En qué piensas? Te quedaste callado...
—Perdóname, estaba reflexionando en que los taxistas nos las vemos bien duras para ganarnos la vida. No nos queda de otra. Imagínate con cuántos problemas tiene que lidiar un trabajador del volante. Primero que nada, con los otros conductores, lo mismo particulares que del transporte público, después con el pasaje, porque así como hay gente decente, hay gandallas y cabrones, y por último con uno mismo, porque hay un momento en que ni a ti mismo te soportas. Comes donde te da hambre, siempre puras porquerías, descansas donde puedes, orinas en un envase de coca cola, y nadie te toma en serio, me refiero a una conversación, es como si hablaras con el excusado que se traga la mierda. Así es un día de trabajo normal para nosotros. Aunque a veces me distraigo leyendo cómics.
—No me senté aquí para hablar de esas estupideces.
—¿Estupideces? Pásate dieciocho horas al volante de un taxi y vas a ver a lo que me refiero. Tú escucha y ya, tarada.
Deslicé la mano por debajo de la mesa y le toqué la pierna. Pinche vieja, con un poquito de calor nos sentiríamos mejor. Los dos.
—Quita de ahí tu manota. Me reí. —Lo siento, si estás en mi mesa yo decido. Vieja que se sienta en mi mesa, vieja que le meto la mano. —Pues te vas a chingar a tu madre, porque a mí no. Y no sólo eso, te voy a denunciar, ¡asesino! —Chale, para que me denuncies con lujo de detalles, déjame acabarte de contar. Estoy seguro que tú hubieras hecho lo mismo.
Se quedó callada un minuto. Y yo sabía exactamente lo que significaba que una mujer te escuchara sin pestañear un minuto, cosa que se producía una vez en siglos. Tan lo sabía que en un pasado no muy lejano aproveché ese minuto para declarármele a mi esposa (ojalá nunca se hubiera quedado callada).
—Te dije que se me ocurrió en el camino y es cierto. Pero no fui yo el que lo mató, fue el tráfico, el calor, el esmog, los agentes de tránsito que te muerden por cualquier cosa. Íbamos tranquilos, disfrutando del viaje. Aunque cauteloso, el viejo no paraba de contarme lo bien que le iba con su familia, que sus nietos lo adoraban, que sus hijos, salvo uno que se había muerto de leucemia muy joven, lo veneraban. Que tenía dinero suficiente para vivir el resto