Pocos son los elegidos perros del mal. Eusebio Ruvalcaba
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7:40 hrs
La luz de las siete cuarenta de la mañana que se filtra por las ventanas superiores, le agrieta el pensamiento. A su lado un hombre le ruega que le invite la caminera. Él quiere decir que no, pero de su boca sólo escurre un “encantado”. Cada tenue rayo de sol que acaricia su cara lo hunde más en la depresión. Jamás había visto el sol desde esta perspectiva. No es un sol cómplice sino un sol enemigo. Distingue las facciones de una mujer que no está más ahí. Pero estuvo a su lado, está seguro. Esa mujer tenía nombre. Y una voz peculiar, no cualquier voz —cree acordarse que arrastraba las eses—, que acaso podría distinguir aunque no sabe exactamente cómo. Él la invitó. El sol de las 7 cuarenta, que a estas alturas se ha convertido en su peor enemigo, le trae una angustia más que le provoca un estremecimiento cercano al pánico: ¿la mujer le habrá dejado impregnado su perfume?, ¿olerá a mujer?, y la camisa, ¿la habrá dejado embarrada?, ¿por qué le haría eso si se enamoró de ella, si le declaró abiertamente su amor?
7:51 hrs
Aún con dinero en la cartera, sale a la calle. Qué suerte que traía un billete doblado en uno de los compartimentos, de lo contrario el mundo se le habría venido encima como el techo de una casa. O como este sol que ahora ya ilumina cada rincón, cada recodo de la calle. La gente se agolpa para entrar a los andenes del metrobús. Los autos respetan el paso de peatones, aunque algunos cofres semejan fauces dispuestas a engullir a los transeúntes. Las madres arrastran a sus hijos con la mochila a la espalda. Los voceadores gritan a todo pulmón el nombre del periódico. Alguien por ahí se tropieza. Otro insiste en ganarle el taxi a un anciano. Él permanece atónito. En su boca sobrevive un sabor agridulce. El ron sube como por oleadas de su estómago a la lengua. La nuca le suda a chorros. También las axilas. La camisa está empapada. Se imagina la frente: perlada como un pétalo de rocío matinal. Claro, en su pasmo se considera un hombre matinal.
7:59 hrs
Toma un taxi. Saluda con palabras exageradamente corteses al conductor y le ordena que lo lleve a su casa. ¿Dónde?, pregunta aquél. “A la Escandón. A la esquina de Martí y Astrónomos. Si pasa delante de una vinatería me espera tantito”, dice. Quiere conversar, pero ningún tema sobreviene. ¿El tráfico?, ¿el calor?, ¿los asaltos? Menos con esa dicción suya. Las palabras brotan entrecortadas, pastosas, como dichas por un tartamudo. Mejor cerrar la boca. Mejor quedarse dormido.
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