¿La rebeldía se volvió de derecha?. Pablo Stefanoni

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¿La rebeldía se volvió de derecha? - Pablo Stefanoni Singular

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vía” terminaron de diluir cualquier épica socialdemócrata. De hecho, parte del uso impreciso y descafeinado del término “progresismo” tiene que ver con esas crisis de las izquierdas reformistas.

      Hoy hay excepciones estimulantes: en los Estados Unidos, Bernie Sanders hizo dos campañas electorales con un programa en defensa de las clases trabajadoras y consiguió movilizar a grandes masas de jóvenes bajo el estandarte del socialismo democrático en un país tradicionalmente hostil al igualitarismo social; la desigualdad se volvió best seller en la pluma del economista francés Thomas Piketty, y muchos activistas buscan articular las luchas por la defensa del planeta con los combates por la justicia social (articular los problemas del “fin de mes” con los del “fin del mundo”). Pero si la historia “volvió”, fue en mayor medida gracias a los movimientos terroristas, identitarios, de extrema derecha, etc., cuyos proyectos el historiador Enzo Traverso considera “sucedáneos de utopías”, que a una izquierda que se quedó sin imágenes de futuro para ofrecer, en parte porque el propio futuro está en crisis, excepto cuando se lo piensa como distopía.

      La filósofa española Marina Garcés habla de una “parálisis de la imaginación” que provoca que “todo presente sea experimentado como un orden precario y que toda idea de futuro se conjugue en pasado”. En ese marco, sostiene, hoy se imponen las “retroutopías, por un lado, y el catastrofismo, por otro”. Por eso, el presente se ha transformado en “una tabla de salvación, al alcance de cada vez menos gente” y el futuro se percibe cada vez más “como una amenaza” (Carrero Bosch y Moncloa Allison, 2018). Ya Déborah Danowski y Eduardo Viveiros de Castro, en ¿Hay mundo por venir? Ensayo sobre los miedos y los fines, habían escrito sobre la enorme distancia que hoy existe entre conocimiento científico e impotencia política. La capacidad “científica” de imaginar el fin del mundo supera, por lejos, la capacidad “política” de imaginar un sistema alternativo (Danowski y Viveiros de Castro, 2019).

      En una entrevista, el sociólogo de la religión Olivier Roy se refiere a un verdadero “cambio antropológico” en curso:

      Por eso se pregunta por el lugar del ser humano: “Y nosotros ¿dónde estamos? Ya que los dos ‘extremos’ se basan en formas de determinismo (biológico o estadístico) que ignoran completamente el sentido y los valores en beneficio de una extensión de la normatividad” (Lemonnier, 2020).

      Por su parte, Garcés sostiene que el mundo contemporáneo es “radicalmente antiilustrado” y la educación, el saber y la ciencia se hunden también en un desprestigio del que solo pueden salir si se muestran capaces de ofrecer soluciones concretas a la sociedad: laborales, técnicas y económicas (¿una respuesta al covid-19, por ejemplo?). “El solucionismo es la coartada de un saber que ha perdido la atribución de hacernos mejores, como personas y como sociedad” (Garcés, 2017: 8).

      hemos ido viendo cómo se acaba el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio, y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en el que todo se acaba, incluso el tiempo mismo (Garcés, 2017: 13).

      Es claro que proyectos modernos como el socialismo (y el liberalismo) estaban intrínsecamente asociados al optimismo sobre el futuro y a una relación fuerte entre saber y emancipación. Si el futuro se clausura y el saber se disocia de la acción transformadora, la oferta discursiva de la izquierda, sea revolucionaria o reformista, pierde su atractivo. El optimismo de antaño no era necesariamente ingenuo, era en general un optimismo condicionado, una posibilidad, como en la famosa consigna “socialismo o barbarie”, de Rosa Luxemburgo: la barbarie era una alternativa muy real, pero la revolución podía evitarla y en esa actividad revolucionaria por evitar la barbarie residía el “optimismo de la voluntad”. Sin ese horizonte de posibilidad de cambio social, las cosas cambian. Como escribió el neorreaccionario Nick Land, la izquierda se encuentra con frecuencia encerrada en una lucha por defender al capitalismo tal como es frente al capitalismo tal como amenaza con convertirse. Para Garcés estamos ante un analfabetismo de nuevo tipo: un analfabetismo ilustrado en el que lo sabemos todo y no podemos nada (aunque quizás la pandemia relativice en algo lo primero).

      Eso lo vemos en experiencias políticas muy concretas, en las dificultades de los partidos ubicados a la izquierda de la socialdemocracia (Syriza, Podemos) para impulsar cambios cuando llegan al poder, incluso cambios reformistas en su sentido más tradicional. Lo mismo vale para los límites que encontramos en los “socialistas del siglo XXI” latinoamericanos que, incluso con un fuerte control de las instituciones, siempre se quejaban de no tener “el poder” (Saint-Upéry y Stefanoni, 2018). Pero, de manera más general, podemos identificar este problema en los declinantes márgenes de maniobra de los Estados. Aunque “vuelva” el Estado y trate de hacer un poco de “keynesianismo” –de hecho se activó una suerte de ilusión keynesiana en 2020–, son claros los límites de sus acciones frente a las dinámicas de la innovación tecnológica y la globalización de la economía y las finanzas (Dudda, 2020). En espejo, observamos un extenso debate sobre la “muerte de la democracia” y sobre el hecho de que sean precisamente partidos populistas de derecha los que muchas veces atraen a los abstencionistas en contextos de fuertes declives en la participación electoral, en especial en los países donde el voto no es obligatorio. A menudo, la centroizquierda y la centroderecha terminaron construyendo consensos que ahogan un verdadero debate sobre las alternativas en juego (Mouffe, 2014).

      Este panorama no implica conformismo, ni mucho menos. Hoy la gente está enojada. En los cinco continentes asistimos a protestas de diversa naturaleza. Pero, al mismo tiempo, podemos ver una disputa por la indignación y diferentes derivas del enfrentamiento entre “la gente” y las élites. En Francia, la emergencia de los gilets jaunes [chalecos amarillos] generó polémicas similares a las de Joker: la acción de esa Francia profunda, indignada, que demanda reconocimiento social, puede beneficiar a diferentes fuerzas políticas y ser instrumentalizada de maneras muy diversas desde el punto de vista ideológico. Y esto no es solo propio de Francia. En los Estados Unidos, Donald Trump podía llamar amigablemente a los votantes de Bernie Sanders a que, ya con el veterano senador fuera de la carrera a la Casa Blanca, lo votasen a él, para castigar a las cúpulas elitistas y corruptas del Partido Demócrata. Que lo consiguiera o no es otro cantar. En Europa, Alternativa para Alemania (AfD), un partido de derecha xenófobo, puede disputar votos, sobre todo en el Este, con La Izquierda, una fuerza ubicada en el extremo opuesto del arco político.

      Esta “confusión bajo el cielo”, como diría Mao Zedong, hizo que el progresismo se volviera más y más defensor del statu quo. Si el futuro aparece como una amenaza, lo más seguro y más sensato parece ser defender lo que hay: las instituciones que tenemos, el Estado de bienestar que pudimos conseguir, la democracia (aunque esté desnaturalizada por el poder del dinero y por la desigualdad) y el multilateralismo. Si “cambio” significa el riesgo de que nos gobierne un Trump, una Marine Le Pen, un Viktor Orbán, un Bolsonaro o un Boris Johnson, parece una respuesta razonable. Si cuando el pueblo vota gana el Brexit, o triunfa el “No” a los acuerdos de paz en Colombia, ¿no será mejor que no haya referendos? Si los cambios tecnológicos nos “uberizan”, ¿no será mejor defender los actuales sistemas de trabajo y añorar

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