Una violeta de más. Francisco Tario
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Así fueron transcurriendo los días, y el orden que prevaleció siempre en mi casa fue restableciéndose poco a poco. Por las mañanas, si hacía sol, sacaba el tarro a mi terraza y lo dejaba allí hasta medio día. Por las tardes, lo introducía en el salón y, ocasionalmente, escuchábamos algo de música. Debía tener un oído muy fino y pronto pude darme cuenta de cuáles eran sus preferencias. Ya anochecido, colocaba el tarro sobre una consola y lo cubría con un paño oscuro, según suele hacerse con los canarios. A primera hora de la mañana, cambiaba el agua del tarro, donde empecé ya a introducir terrones de azúcar, cerezas en almíbar y algunos trocitos de queso, que la criatura había aprendido a roer, no sin cierta desconfianza. Unas semanas más tarde, sustituí el tarro por una hermosa pecera, en la que dejé dos o tres delfines de caucho y un pato de color azul, con los cuales se pasaba él las horas muertas. Mostraba una precoz inteligencia y hasta una sutil picardía, que se me antojaron poco comunes en un ser humano de su edad. Aunque lo que hacía falta dilucidar, de momento, era si quien habitaba la pecera constituía efectivamente lo que se entiende por un ser humano. Ciertos indicios parecían confirmarlo así, en tanto que otras evidencias posteriores me hicieron ponerlo en duda. Pero, de un modo u otro, repito, al cabo de unas cuantas semanas todo en el interior de mi casa fue volviendo a la normalidad.
Mi vida, hasta el momento presente, había sido sencilla y ordenada. Tenía, a la sazón, cuarenta años y habitaba un cuarto piso, en un alto edificio gris situado en las afueras de la ciudad. A partir de los quince años trabajé infatigablemente, con positivo ardor, y, de acuerdo con mis propios planes, dejé de hacerlo a los treinta y cinco. Durante ese periodo, ahorré todo el dinero de que fui capaz, sometiéndome a una rígida disciplina que no tardo en dar sus frutos, ya que ella habría de permitirme realizar, en el momento oportuno, cuanto me había propuesto. Fue una especie de juego de azar al que me lancé osadamente, y que solo podía ofrecerme dos únicas posibilidades: una muerte prematura –lo que constituiría un fracaso– o una existencia despreocupada y libre, a partir de mi madurez. Mi plan, afortunadamente, pudo al fin llevarse a cabo, y hoy duermo cuanto me es posible, como y bebo lo que apetezco, soy perfectamente independiente y los días se suceden sin el menor contratiempo. Poco me importan, pues, las estaciones, los vaivenes de la política, las controversias sobre la educación, los problemas laborales, la sexualidad y las modas. Desde mi pequeña terraza suelo contemplar los tejados, muy por debajo del mío, y ello me otorga como una cierta autoridad. Escucho música, si es oportuno; leo por simple distracción; apago y enciendo la estufa; paseo sin prisas por el parque y liquido puntualmente el alquiler. Jamás fui propiamente hermoso, ni sospecho que atrayente, pues ni siquiera soy alto o bajo, sino de estatura normal. Cierto que, a primera vista, podría tomárseme por un viajante, aunque quizá también por un modesto violinista, lo cual es siempre una ilusión. Fiel a mis principios, rechacé toda compañía engañosa –mujeres, en particular–, pese a que me atrae salir a la calle, frecuentar los lugares públicos y formar parte de la humanidad. Me atrae, sí, mirar a la gente ir y venir, afanarse y reír, desazonarse y cumplir con sus supuestos deberes; esto es, sobrevivir. Yo también sobrevivo, y ambas cosas son encomiables, siempre y cuando nadie se inmiscuya en mi vida e interrumpa este laborioso limbo que me he creado al cabo de una larga etapa de disciplinas, muchas de ellas en extremo amargas.
Qué de sorprendente tiene, por tanto, que la aparición de mi pequeño huésped haya alterado, de golpe, aquello que, en opinión mía, debería haberse conservado inalterable. Pero, insisto, el tiempo ha ido transcurriendo, y un orden nuevo, aunque cordial, ha venido a reemplazar a aquel otro, tal vez demasiado exclusivo, que imperaba en mi casa. Hoy he vuelto a levantarme a las diez, a dar mi paseo matinal por el parque, y, al declinar la tarde, he ido al cinematógrafo. Sobre todo, he vuelto a ocupar mi cama, la cama que me pertenece por derecho propio, y en ella duermo a pierna suelta, al margen de cuanto acontece fuera –un mundo que para mí no encierra más atractivo que el de una grata referencia con qué ilustrar y enriquecer mi solitaria existencia, en la cual soy de todo punto feliz.
Pero no siempre ocurre lo previsto.
Él dormía allá –según venía haciéndolo hasta la fecha–, en el fondo de su pecera, inmerso en los tibios brazos de su agua azucarada. Debía estar próxima la madrugada cuando desperté con un súbito desasosiego, que no alcance a descifrar, de momento. Me sería difícil expresar hoy si lo que sentí entonces fue un simple sobresalto o una clara sensación de miedo; mas una intuición repentina, nacida de lo más hondo de mi ser, me aviso que, en aquellos raros instantes, no me encontraba solo. Había allí, en la oscuridad de mi alcoba, una invisible presencia, un algo fuera de lo común que no me fue reconocible. Comprendí que debería dar la luz; pero tardé en resolverme. Por sistema, aborrecí siempre las supersticiones, y he aquí que, por esta vez, estaba siendo víctima de una de ellas. Por lo pronto me senté en la cama sin osar moverme. El silencio era el habitual, aunque la presencia continuaba allí, de eso estuve seguro. A poco, alguien tiró una vez o dos de los flecos de mi colcha, y el silencio prosiguió. Fue un tirón débil, pero nervioso y claramente perceptible. Esto se me antojó ya excesivo y contuve la respiración. Quien tiraba de la colcha repitió el ademán, ya con cierta osadía. Entonces di la luz. Era él, es claro, de pie sobre la alfombra amarilla, con una expresión tal de susto que no podría asegurar si fue mayor mi sorpresa o la íntima conmiseración que experimenté por aquel desdichado ser que se había lanzado a una aventura semejante. Noté que le temblaban las piernas y no lograba sostenerse muy firmemente sobre ellas. Se mantenía algo encorvado –no sé si envejecido– y tenía los ojos enrojecidos, como si acabara de llorar. Nos miramos largamente, él sin todavía sin soltar la colcha. Por fin extendí los brazos, tomándolo por las axilas, lo subí con cautela a mi cama y lo senté frente a mi. Pero aún habríamos de contemplarnos largo rato antes de que él profiriese aquella oscura palabra –la única que profirió jamás– y que tan deplorables consecuencias habría de acarrearnos a los dos. Ocurrió, más o menos, así: sentado, como estaba, alzó hasta mi sus ojos, ensayó una penosa mueca de alegría e intentó llorar. Después alargó sus brazos en busca de los míos, y repitió dos veces, con una voz chillona que me exasperó: –¡Mamá! ¡Mamá!
Hecho esto, trató de incorporarse de nuevo, pero rodó sobre la colcha y estalló en ahogados sollozos.
Fue el comienzo de una nueva