Una violeta de más. Francisco Tario
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En tanto logró él mantenerse en la pecera, mi casa continúo pareciéndome la misma y, en cierto modo, hasta más lisonjera. Mas, tan pronto osó abandonarla e impregnó de su miseria la casa, el escenario cambió por completo. Algo sobrecogedor y triste, positivamente malsano, se dejó sentir ya a toda hora. Aún más; fue entonces, y no antes, cuando alcancé a darme cuenta con precisión de que mi huésped se hallaba desnudo, y que esta desnudez sonrosada resultaba cruelmente inmoral. Anteriormente, él no constituía sino un simple renacuajo, quizá una misteriosa planta, un pájaro en su jaula, no sé; algo, en suma, que no había inconveniente alguno en mirar. Pero, ya de pie junto a mi cama o tratando de escalar a un sillón, renacuajo, planta o pájaro, dejó de ser lo que pretendía y ya no resultó grato mirarle. Había pues, que cubrirlo. ¿Que vestirlo, tal vez? Y lo vestí. Primeramente, de un modo burdo, apresurado e incompleto, sirviéndome de un trozo cualquiera de paño que le ajusté a la cintura, a manera de faldón. Después, ya con cierta minuciosidad, ateniéndome a su sexo y hasta eligiendo los colores. Fue por ello que me puse a coser. Pronto tuve a mi disposición un regular surtido de telas y todos esos utensilios que requiere un buen taller. Sentado en una silla de mimbre, dedicado en cuerpo y alma a mi tarea, transcurrieron aquellas semanas, en el curso de las rara vez me despojé de mis babuchas. Sentado él también, frente a mí, seguía con gran interés mi trabajo. Por aquellos días –recuerdo– comenzaba ya a cruzar una pierna. Pero el desempeño de mi labor no fácil ni mucho menos, pues, repito, he sido torpe en los trabajos manuales y muy de tarde en tarde alcanzaban las prendas la perfección deseada. Con frecuencia tenía que repetir las pruebas o deshacer varias veces lo que ya estaba hecho. Entonces él se ponía de pie, enderezaba con ilusión el cuerpo y me sonreía. Había allí un espejo donde él se miraba. Casi nunca dejó de sonreírme en tanto yo le probaba, principalmente en una ocasión en que decidí confeccionarle un abrigo. El invierno se echaba encima. Había así mismo que lavarlo, que peinar sus escasos cabellos, que limpiarle las uñas y pesarlo. Y, sobre todo, fue preciso instalarlo en forma adecuada, pues, a partir de su primera excursión a mi alcoba, se negó rotundamente a volver a la pecera, y tantas veces como lo devolví a ella, tantas otras como escapó furtivamente, en su afán de merodear por la casa. Una situación difícil, para lo cual yo no estaba preparado.
Por fin su alojamiento quedó fijado en la única pieza que se conservaba vacía. Era un pequeño cuarto de seis metros cuadrados donde fue instalado su dormitorio, una salita de estar –que servía de comedor asimismo– y un baño privado. Este relativo confort que me fue dado proporcionarle, alivió sensiblemente mi ánimo, liberándome de aquel sentimiento penoso que me agobiara en otro tiempo al dejarle solo. En realidad, dentro de aquel recinto disponía de todo cuanto pudiera serle necesario, y, lo que era aún más importante, se hallaba a salvo de cualquier riesgo imprevisible, en particular de los gatos, que nunca cesaban de merodear por las tardes alrededor de mi cocina.
Sí, era divertido verle lanzar los dados a lo alto, o deslizarse con cara de miedo a lo largo del tobogán, o soplar en su diminuta corneta de hojalata negra y azul. Su menú era todavía muy modesto y constaba, por lo general, de unos trozos de migajón rociados con miel, unas cucharadas de sopa y una discreta ración de nata fresca o queso. A media tarde le permitía chupar un caramelo de fresa, o dos o tres gajos de naranja, si lo prefería. De ordinario, me sentaba en el piso para verle comer. Hacía una figura simpática, con su minúscula servilleta al cuello y los pies recogidos bajo la silla, llevándose con indecisión temblorosa la cucharilla a la boca. Le divertía verme fumar y, como un pequeño mono trataba de alcanzar mi pipa, enderezándose sobre su asiento. Diariamente lo bañaba y le llevaba la cena a la cama cuando todavía no se había puesto el sol. En cambio, era un gran madrugador, y le sentía andar por los pasillos mucho antes de que yo me hubiese levantado. Permitíale esta libertad de movimientos a sabiendas de que, en ningún caso, sería capaz de abrir una puerta o penetrar donde no debía. Pese a ello, conocía a la perfección todos los rincones de la casa y no me cupo la menor duda de que, si su complexión se lo hubiese permitido, habría podido prestarme un gran servicio. He de reconocer, sin embargo, que sus carnes seguían siendo flácidas y muy poco consistentes, como una esponja mojada, y de hecho, nunca dejó de preocuparme la idea de que, de un modo u otro, perteneciese a alguna particular rama de las familias de las esponjas. Pero era feliz, estoy seguro, y conservaba su buen humor de costumbre, salvo cuando alguien hacía sonar el timbre de la puerta, o silbaba, de pronto, un ferrocarril. Entonces él se tapaba la cara con las manos y corría a guarecerse en un rincón, donde permanecía acurrucado hasta que se disipaba el eco. Le entretenían, en cambio, las mariposas y el piar constante de los pájaros, y tuve, a menudo, la impresión de que lamentaba profundamente su condición de anfibio, mientras miraba surcar el aire aquellas ruidosas bandadas de pájaros que nunca faltaban en mi terraza al caer la tarde.
Por lo que a mi respecta, puedo afirmar que mi vida era de lo más activa y escasamente disponía de unos minutos de descanso, ocupado a toda hora del día en los quehaceres domésticos, o en salir y entrar en busca de algo que siempre hacía falta en la casa. Me llevaba casi toda la mañana recorrer los mercados, las queserías, las tiendas de comestibles e incluso los establecimientos de pescado, a la casa de algún novedoso manjar con que obsequiar a mi huésped, pese a que, por ahora, debería continuar ateniéndome a un número muy exiguo de alimentos, aunque cuidando de que unos y otros estuviesen en perfecto estado y fuesen de primera calidad. Ya de regreso, me dirigía a la cocina y preparaba el almuerzo, sin perder de vista que el menú de la semana fuese, en lo posible, nutritivo y variado. Como ocurría, por otra parte, que me había visto obligado a despedir a la persona encargada del aseo de la casa, con el fin de mantener en secreto la existencia de mi huésped, tenía que hacerme cargo personalmente de estos menesteres, en los que empleaba gran parte de la tarde. Un poco antes del oscurecer, como dije, le servía la cena en la cama, y en cuanto advertía que había quedado dormido, regresaba al salón y me entregaba a mis pasatiempos favoritos; esto es, leía o escuchaba un poco de música. Eran mis únicos ratos libres. Mas la música y la lectura habían empezado a abrumarme y he de confesar que, por aquel tiempo, fueron interesándome cada vez menos. Por una u otra razón permanecía distraído, ajeno a lo que escuchaba o leía, como si todo aquel mundo apasionante no tuviese ya nada que ver conmigo. O era una ligera erupción de la piel, que había creído notar en la cabeza de la criatura, o eran las compras de la mañana siguiente, o los nuevos precios del mercado; algo sin excepción, ocupaba por entero mis pensamientos. Había empezado a dormir mal y pasé gran número de noches en vela, agobiado por un sin fin de preocupaciones. Mis sueños solían ser estrambóticos y se referían invariablemente a grandes catástrofes domésticas de las que era yo el infortunado protagonista. ¿Comenzaba a metamorfosearme? Estuve seguro que sí. Ello empezó a inquietarme, a despertar en mí muy serios temores, y creí, en más de una ocasión, no reconocerme del todo al cruzar ante un espejo. ¡Hay de mí! No se trataba tan sólo de la extrañeza que me provocaban ahora mis antiguas aficiones, o de la imagen deformada que pudieran devolverme los espejos, sino de algo mucho más sutil y grave, casi estúpido, que yo iba percibiendo dentro de mí. Sentí miedo. Conocía de sobra el poder que ejercen ciertas obsesiones en el ánimo del hombre, y la sugestión de que el hombre es víctima bajo el influjo de aquéllas; pero éste no era mi caso, puesto que, de un modo enteramente consciente,