El caso de Charles Dexter Ward. H. P. Lovecraft

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El caso de Charles Dexter Ward - H. P. Lovecraft Clásicos

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así lo corrobora el cambio de costumbres de Ward y, sobre todo, su continua búsqueda en los archivos de la ciudad y en los antiguos cementerios de cierta tumba excavada en 1771: la de un antepasado llamado Joseph Curwen, algunos de cuyos documentos afirmaba haber encontrado detrás del enmaderado de una casa muy antigua en Olney Court, en Stamper’s Hill, que, según se sabe, construyó y habitó Curwen. En general, es innegable que en el invierno de 1919-1920 se produjo un gran cambio en Ward, a partir del cual interrumpió sus indagaciones históricas y se dedicó a profundizar en materias ocultas tanto aquí como en el extranjero, con la única variación de esa extraña e insistente búsqueda de la tumba de su antepasado.

      No obstante, el doctor Willett discrepa de forma sustancial de esta opinión, basándose en su trato constante y cercano con el paciente y en ciertas pavorosas investigaciones y descubrimientos que hizo hacia el final. Dichas investigaciones y descubrimientos lo han marcado de tal modo que no puede hablar de ellos sin balbucear y le tiembla la mano cuando intenta ponerlos por escrito. Willett admite que el cambio acontecido en 1919-1920 podría señalar el inicio de una progresiva decadencia que culminó en la horrible y extraña enajenación de 1928, pero apunta que sus observaciones personales lo obligan a hacer más distinciones. Aunque admite sin reparos que el muchacho siempre fue de temperamento inestable, y con tendencia al entusiasmo exagerado en su respuesta a los fenómenos que lo rodeaban, se niega a aceptar que la primera alteración señalara el verdadero paso de la cordura a la demencia, y la atribuye, en cambio, a la propia afirmación de Ward de que había descubierto o redescubierto algo cuyo efecto en el pensamiento humano iba a resultar profundo y maravilloso. Es seguro que la verdadera demencia llegó con un cambio posterior, después de que descubriera el retrato de Curwen y los documentos antiguos, de que hiciera un viaje a varios lugares desconocidos en el extranjero y entonara ciertas terribles invocaciones en circunstancias extrañas y secretas, de que recibiera ciertas respuestas a dichas invocaciones y escribiera una desquiciada carta bajo circunstancias inexplicables y angustiosas, de la oleada de vampirismo y de las inquietantes habladurías de Pawtuxet y de que la memoria del paciente empezara a excluir imágenes contemporáneas, al tiempo que su voz se iba debilitando y su aspecto físico sufría las sutiles modificaciones que muchos notaron con posterioridad.

      Sólo entonces, apunta con agudeza el doctor Willett, los rasgos de pesadilla quedaron indudablemente ligados a Ward; y el médico asegura con un escalofrío que hay pruebas lo bastante sólidas para corroborar la afirmación del joven respecto a su crucial descubrimiento. En primer lugar, dos operarios de notable inteligencia vieron los antiguos documentos de Joseph Curwen, el muchacho mostró en una ocasión dichos documentos y una página del diario de Curwen al doctor Willett, y todos parecían auténticos. El hueco en que Ward afirmaba haberlos encontrado era una realidad palpable, y Willett tuvo ocasión de hojearlos por última vez en un lugar apenas creíble y cuya existencia es probable que jamás pueda demostrarse. Por otro lado, hay que tener en cuenta las coincidencias y los enigmas de las cartas de Orne y Hutchinson, la cuestión de la caligrafía de Curwen y lo que descubrieron los detectives sobre el doctor Allen; y a todo eso hay que añadir el terrible mensaje en letras minúsculas medievales hallado en el bolsillo de Willett cuando recobró el sentido tras su pavorosa vivencia.

      Sin embargo, lo más concluyente de todo son los espantosos resultados que obtuvo el doctor de cierto par de fórmulas en el curso de sus últimas investigaciones, resultados que prácticamente demostraron la autenticidad de los documentos y de sus monstruosas implicaciones, al tiempo que los arrancaron para siempre del conocimiento humano.

      2

      Hay que considerar la vida anterior de Charles Ward como algo tan perteneciente al pasado como las antigüedades que tanto amaba. En el otoño de 1918, con un marcado entusiasmo por la instrucción militar de la época, había empezado el último curso en la Moses Brown School, ubicada muy cerca de su casa. El viejo edificio principal, erigido en 1819, había cautivado siempre su juvenil sensibilidad por lo antiguo, y el espacioso parque en que se halla la academia atraía su aguda pasión por el paisaje. Su vida social era escasa, pasaba las horas en casa, dando paseos por el campo, en la instrucción o en sus clases, buscando datos históricos y genealógicos en el ayuntamiento, el Parlamento, la biblioteca pública, el Ateneo, la Sociedad Histórica, las bibliotecas John Carter Brown y John Hay de la Universidad de Brown y la recién inaugurada biblioteca Shepley de Benefit Street. Es posible imaginarlo tal como era en esos días: alto, delgado y rubio, con ojos atentos y ligeramente encorvado, vestido con cierto descuido, y dando más una impresión de torpeza inofensiva que de atractivo.

      Sus paseos eran siempre incursiones en el pasado, en los que se las arreglaba para reconstruir, a partir de los miles de reliquias de una ciudad antigua y elegante, un retrato vívido y coherente de los siglos pretéritos. Su casa era una gran mansión georgiana en lo alto de la escarpada colina que se alza justo al este del río; y desde las ventanas traseras de sus laberínticas alas podía contemplar con cierta sensación de vértigo los apiñados campanarios, cúpulas, tejados y torres de la ciudad y las purpúreas montañas que se levantan a lo lejos. Era su casa natal, y la niñera lo sacaba en su cochecito por el precioso pórtico clásico de la fachada de ladrillo, pasaban ante la pequeña granja blanca construida doscientos años antes y engullida por la ciudad hacía tiempo y ante los majestuosos edificios de la universidad por la calle umbría y lujosa, cuyas viejas mansiones de ladrillo y casas de madera con estrechos pórticos de columnas dóricas soñaban sólidas y suntuosas en medio de las espaciosas plazuelas y jardines.

      También iban por la soñolienta Congdon Street, un poco más abajo en la empinada colina, con todas sus casas orientadas al este sobre altas terrazas. Allí las casitas de madera eran más antiguas, pues la ciudad al crecer había ido trepando por la colina, y en esos paseos se había empapado del colorido de una pintoresca ciudad colonial. La niñera se sentaba a menudo a charlar con los policías en los bancos de Prospect Terrace, y uno de los primeros recuerdos del niño era el borroso mar de tejados, cúpulas y campanarios al oeste y las lejanas montañas que vio una tarde de invierno desde aquel mirador, violáceas y misteriosas bajo un febril y apocalíptico atardecer de rojos, dorados, púrpuras y extraños verdes. La gran cúpula de mármol del Parlamento resaltaba con su gigantesca silueta, y la estatua que la remataba estaba bañada por la fantástica luz de un haz que se deslizaba a través de un claro en las nubes coloreadas que cubrían el cielo inflamado.

      Cuando creció, empezaron sus famosos paseos; primero acompañado de su impaciente niñera, y luego solo en soñolienta meditación. Cada vez se fue aventurando más lejos por la colina casi perpendicular y llegando a niveles más antiguos y pintorescos de la antigua ciudad. Bajaba con agilidad por la empinada Jenckes Street, con sus muros y saledizos coloniales, hasta la esquina de la sombría Benefit Street, donde se hallaba una casa antigua de madera que poseía dos entradas con pilastras jónicas, y a un lado un tejado en mansarda con los restos de un primitivo corral y la casona del juez Durfee, con sus decadentes vestigios de grandeza georgiana. Aquella zona empezaba a ser un barrio depauperado, pero los titánicos olmos arrojaban una sombra vivificante sobre el lugar, y el muchacho paseaba en dirección sur, más allá de las hileras de casas anteriores a la Revolución, con sus grandes chimeneas centrales y las clásicas entradas. Las del lado este estaban construidas sobre basamentos con barandillas y dos tramos de escaleras de piedra, y el joven Charles podía imaginarlas tal como eran cuando la calle estaba recién construida y los tacones rojos y las pelucas realzaban los pedimentos pintados cuyos signos de deterioro se hacían ahora tan evidentes.

      Al oeste, la colina descendía con una pendiente casi tan pronunciada como antes, hasta la antigua Town Street, que los fundadores habían construido a la orilla del río en 1636. En ella desembocaban innumerables callejuelas con casas inclinadas y apretujadas de gran antigüedad; y, pese a lo mucho que le fascinaban, tardó en atreverse a internarse entre su arcaica verticalidad por miedo a que todo resultara un sueño o la entrada a terrores desconocidos. Mucho menos temible le parecía seguir por Benefit Street, pasar la verja de hierro del escondido cementerio de Saint

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