El caso de Charles Dexter Ward. H. P. Lovecraft
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A veces, cuando creció y se volvió más osado, el joven Ward se aventuraba en ese torbellino de casas destartaladas, dinteles rotos, escalones partidos, balaustradas torcidas, rostros atezados y olores incalificables; iba de South Main a South Water en busca de los muelles donde aún atracaban los vapores del estrecho y la bahía, y volvía hacia el norte pasando por delante de los almacenes de tejados inclinados construidos en 1816 y por la amplia plaza del Puente Grande, donde aún sigue en pie el edificio del mercado de 1773 sobre sus antiguos arcos. En dicha plaza se detenía a empaparse de la extraña belleza del casco antiguo de la ciudad, que se alza sobre el risco que hay al este, engalanada por dos campanarios georgianos y coronada por la cúpula de la nueva iglesia de la Ciencia Cristiana, igual que Londres lo está por la de la catedral de San Pablo. Sobre todo, le gustaba llegar allí a última hora de la tarde, cuando los rayos del sol poniente tiñen de oro el mercado y los antiguos tejados y campanarios, y colman de magia los muelles soñolientos donde amarraban los barcos de Providence a punto de partir hacia la India. Después de echar una larga mirada, se sentía casi transfigurado por la belleza poética de la escena, y trepaba de vuelta a casa por la pendiente, más allá de la vieja iglesia blanca, por las estrechas y empinadas callejas donde empezaban a vislumbrarse resplandores en las ventanas y a través de los montantes de las puertas con dos tramos de escalones y curiosas barandillas de hierro forjado.
Años después, en diversas ocasiones, buscaría vívidos contrastes; daba la mitad de sus paseos por las ruinosas regiones coloniales al norte de su casa, donde la colina desciende hasta la cima más baja de Stamper’s Hill con su gueto y barrio negro apiñados en torno al lugar de donde partía la diligencia antes de la Revolución, y la otra mitad por el elegante reino del lado sur, por George Street, Benevolent Street, Power Street y Williams Street, donde la antigua colina conserva inmutables las bellas mansiones, así como fragmentos de jardines tapiados y empinados senderos que atesoran fragantes recuerdos. Esos paseos, unidos a los diligentes estudios que los acompañaban, explican sin duda en gran parte el amor por lo antiguo que acabó desplazando al mundo moderno de la conciencia de Charles Ward e ilustran el terreno mental en que cayeron, aquel temible invierno de 1919-1920, las semillas que dieron un fruto tan extraño y temible.
El doctor Willett está seguro de que, hasta aquel aciago invierno en que se produjeron los primeros cambios, el amor por la Antigüedad de Charles Ward estuvo desprovisto de cualquier tinte enfermizo. Los cementerios no ejercían sobre él ningún atractivo en particular, más allá de su valor histórico y pintoresco, y carecía por completo de instintos violentos o agresivos. Luego pareció dar, de forma insidiosa, una extraña continuación a uno de los triunfos genealógicos del año anterior; el descubrimiento, entre sus antepasados maternos, de cierto longevo personaje llamado Joseph Curwen, llegado de Salem en marzo de 1692, y sobre el que circulaban una serie de historias de lo más peculiar e inquietante.
Welcome Potter, el tatarabuelo de Ward, se había casado en 1785 con cierta “Ann Tillinghast, hija de la señora Eliza, hija del capitán James Tillinghast”, y de cuyo padre la familia no había conservado dato alguno. Luego, en 1918, mientras examinaba un volumen original de registros del ayuntamiento en manuscrito, el joven genealogista descubrió una entrada que daba fe de un cambio de nombre legal, mediante el cual, en 1722, una tal Eliza Curwen, viuda de Joseph Curwen, recobraba, junto con su hija de siete años, Ann, el nombre de soltera Tillinghast, alegando “que el nombre de su marido se había convertido en motivo de pública vergüenza por lo sabido tras su fallecimiento, que confirmaba un antiguo rumor, al que su leal esposa no había querido dar crédito hasta verlo demostrado sin sombra de duda”. Dicha entrada apareció al separarse de forma accidental dos hojas que habían sido pegadas cuidadosamente y modificadas para que parecieran una mediante una laboriosa alteración de los números de página.
Charles Ward comprendió enseguida que había descubierto a un antepasado suyo hasta entonces desconocido. El descubrimiento lo emocionó doblemente porque había oído vagas alusiones y leído referencias dispersas sobre dicha persona, de quien quedaban tan pocos datos disponibles, aparte de los que se habían hecho públicos en época moderna, que casi parecía que hubiera habido una conspiración para borrarlo de la memoria. Por otro lado, lo aparecido era de una naturaleza tan singular y enigmática que cualquiera se habría preguntado con curiosidad qué era lo que se habían esforzado en ocultar y olvidar los archiveros coloniales, o habría sospechado que su eliminación se debía a razones bien fundadas.
Antes de eso, Ward se había contentado con fantasear acerca del viejo Joseph Curwen, pero tras descubrir su parentesco con aquel personaje “silenciado”, se dedicó a recopilar del modo más sistemático posible cuanto pudo encontrar sobre él. Tan emocionante búsqueda tuvo más éxito del que esperaba, pues las viejas cartas cubiertas de telarañas, los diarios y los legajos de memorias sin publicar hallados en las buhardillas de Providence y en otros lugares le proporcionaron muchos textos esclarecedores que sus autores no habían creído necesario destruir. Una importante información incidental le llegó de un lugar tan remoto como el museo de Fraunces Tavern, en Nueva York, que conservaba cierta correspondencia colonial de Rhode Island. No obstante, lo verdaderamente crucial, y lo que en opinión del doctor Willett causó la demencia de Ward, fue lo que encontró en agosto de 1919 detrás del enmaderado de la casa en ruinas de Olney Court. Eso fue, sin duda, lo que abrió esas negras perspectivas cuyas simas resultaron más profundas que el abismo.
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