El Necronomicón. H.P. Lovecraft

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El Necronomicón - H.P. Lovecraft Clásicos

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el grosor del brazo de dos hombres, y, a medida que se elevaba de la tierra, la siguió otra, aunque el fin de la primera no se distinguía y parecía hundirse en el abismo. Esas extremidades fueron seguidas por otras; el terreno comenzó a sacudirse bajo la presión de tantas extremidades enormes. El cántico de los sacerdotes, porque ya sabía que eran los sirvientes de un poder oculto, se hizo mucho más sonoro, casi histérico.

      ¡IA! ¡IA! ¡ZI AZAG! ¡IA! ¡IA! ¡ZI AZKAK! ¡IA! ¡IA! ¡KUTULU ZI KU! ¡IA!

      El lugar donde me ocultaba se humedeció con una sustancia, ya que me encontraba en camino descendente al de la escena que contemplaba. Toqué el líquido y descubrí que se trataba de sangre. Dominado por el horror lancé un grito y delaté mi presencia a los sacerdotes. Se volvieron hacia mí, y con repugnancia me di cuenta de que se habían cortado el pecho con las dagas que habían empleado para levantar la piedra, todo eso con algún propósito místico que no pude adivinar; aunque ahora ya sé que la sangre es el alimento de esos espíritus, razón por la cual los campos de guerra, una vez que la batalla ha concluido, brillan con una luz antinatural, porque es ahí donde se alimentan las manifestaciones de los espíritus.

      ¡Que Anu nos proteja!

      Mi grito tuvo el efecto de hacer que el ritual se sumiera en el caos y en el desorden. Me lancé a la carrera por el sendero de la montaña por el que había subido, y los sacerdotes emprendieron mi persecusión, aunque me pareció que algunos se quedaban atrás, quizá con la finalidad de completar los ritos. Sin embargo, mientras descendía frenéticamente por las pendientes en la fría noche, con el corazón galopando en mi pecho y la cabeza desbocada, por detrás de mí escuché el sonido de rocas quebrándose y de truenos que sacudieron el mismo terreno que pisaba. Aterrado y por la prisa, caí al suelo.

      Me incorporé y giré para enfrentarme al atacante que tuviera más cerca, a pesar de que iba desarmado. Para mi sorpresa lo que vi no fue ningún sacerdote de un horror antiguo ni a ningún nigromante del arte prohibido, sino las túnicas negras caídas sobre la hierba y los matorrales, sin la presencia de vida o cuerpos en ellas.

      Con cautela me acerqué a la primera y, recogiendo una rama, la alcé de los matorrales espinosos. Lo único que quedaba del sacerdote era un charco de limo parecido al aceite verde; despedía el olor de un cuerpo que se hubiera podrido bajo el sol. Ese hedor casi me hizo perder el sentido, pero estaba decidido a encontrar a los otros y averiguar si habían corrido la misma suerte.

      Al regresar por la pendiente, por la que sólo unos momentos antes había huido con tanto pavor, topé con otro de los oscuros sacerdotes y lo encontré en condiciones idénticas al primero. Seguí andando y pasé al lado de más túnicas, aunque ya no me atreví a levantarlas. Entonces, por fin llegué hasta el monumento de roca gris que se había alzado de manera antinatural en el aire ante el comando de los sacerdotes. Ahora había vuelto a posarse sobre el suelo, pero las tallas seguían brillando con luz supernatural. Las serpientes, o lo que en aquel momento tomé como tales, habían desaparecido. Pero en las brasas muertas del fuego, ya frías y negras, había una placa de metal lustroso. La recogí y vi que estaba tallada, igual que la piedra, aunque de forma muy intrincada, de una manera que no fui capaz de comprender. No exhibía los mismos trazos que la roca, pero tuve la sensación de que casi podía leer los caracteres, aunque me fue imposible, como si alguna vez hubiera conocido la lengua y ya la hubiera olvidado. Empezó a dolerme la cabeza como si un diablo la estuviera aporreando y, entonces, un haz de luz de luna se posó sobre el amuleto de metal, porque ahora sé lo que era, y una voz penetró en mi mente y con una sola palabra me contó los secretos de la escena de que había sido testigo:

      Cthulhu.

      En ese instante, como si me lo hubieran susurrado con vehemencia en el oído, lo comprendí.

      Éstos son los signos que había tallados en la roca gris, que era el pórtico exterior:

      [no image in epub file]

      Y éste es el amuleto que sostenía en la mano y que, mientras escribo estas palabras, sigo llevando al cuello:

      [no image in epub file]

      De los tres símbolos tallados, el primero es el de nuestra raza más allá de las estrellas y que, en la lengua que me enseñó el amanuense, se llama Arra, un emisario de los antiguos. En la lengua de la ciudad más antigua de Babilonia, era Ur. Es el signo de la alianza de los dioses mayores, y cuando lo vean, ellos, que nos lo dieron a nosotros, no nos olvidarán. ¡Lo han jurado!

      ¡Espíritu de los cielos, recuerda!

      El segundo es el signo mayor, la llave con la cual, al emplearse las palabras y formas adecuadas, pueden invocarse los poderes de los dioses mayores. Posee un nombre, y se llama Agga.

      El tercero es el signo del observador. Se llama Bandar. El observador es una raza enviada por los antiguos. Mantiene vigilia mientras dormimos, siempre que se hayan realizado el ritual y sacrificio apropiados; de lo contrario, si se le invoca, se vuelve contra ti.

      Para que estos sellos sean efectivos deben estar tallados en piedra y emplazados en el suelo. O en un altar de ofrendas. O llevados a la Roca de las Invocaciones. O grabados en el metal del dios o la diosa personal, siempre colgando del cuello aunque oculto a la vista del profano. De estos tres, Arra y Agga pueden usarse por separado, esto es, cada uno solo. Sin embargo, el Bandar jamás ha de emplearse sólo, sino con uno o con los dos restantes, porque se le debe recordar al observador la alianza que ha jurado con los dioses mayores y con nuestra raza; de lo contrario, se volverá contra ti, matándote y atacando tu poblado hasta que se obtenga el socorro de los dioses mayores por medio de las lágrimas de tu pueblo y del grito desesperado de tus mujeres.

      ¡Kakammu!

      El amuleto de metal que saqué de las cenizas del fuego, y que atrajo la luz de la luna, es un sello potente contra cualquiera que pueda atravesar el pórtico desde el exterior, pues al verlo se apartará de ti CON LA ÚNICA EXCEPCIÓN DE SI CAPTA LA LUZ DE LA LUNA SOBRE SU SUPERFICIE porque, en los oscuros días de la luna, o con el cielo nublado, poca protección puede haber contra los espíritus malignos de la tierra antigua en caso de que rompan la barrera o que sus sirvientes de este lado les permitan la entrada. En ese caso, no se dispondrá de ningún recurso hasta que la luz de la luna brille sobre la tierra, ya que ésta es la más antigua de los zonei, y es el resplandeciente símbolo de nuestro pacto. ¡Nanna, padre de los dioses, recuerda!

      Por lo cual el amuleto debe tallarse en plata pura bajo la plena luz de luna, de modo que ésta brille sobre sus trazos y su esencia sea atraída y capturada en el metal. Deben pronunciarse los encantamientos adecuados y realizarse los rituales prescritos tal como se transcriben en este libro. Jamás debe exponerse a la luz del sol porque Shammash, llamado Udu, por celos, le robaría el poder al sello. En tal caso deberá bañarse en aguas de alcanfor y repetir una vez más los encantamientos y rituales. Pero, en verdad, sería mejor producir uno nuevo.

      Brindo estos secretos con el dolor de mi vida, para que nunca sean revelados al profano, al desterrado o a los adoradores de la serpiente antigua, sino para que los guarden en sus corazones y no sean contados jamás.

      ¡Que la paz sea con ustedes!

      A partir de aquella fatídica noche en las montañas de Masshu vagué por el campo en busca de la clave del conocimiento secreto que me había sido dado. Fue un peregrinar solitario y doloroso, durante el cual no me casé ni llamé a ninguna casa o poblado mi hogar, donde habité en diversos países, a menudo en cuevas o en los desiertos aprendiendo varios idiomas, tal como le sucede al viajero, los cuales me sirvieron para relacionarme con los comerciantes, de los cuales recibí noticias y costumbres. Pero mi trato fue con los poderes que residen en cada uno de esos países. Pronto llegué a comprender

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