El macho inventado. Gabriel Salcedo
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Joseph Campbell, en su obra El héroe de las mil caras (1949), utilizó la metáfora del viaje para definir el patrón de la cultura grecorromana en la formación del héroe, del hombre. El viaje que propone Campbell —y también Carl Jung— no es un viaje externo, sino interno. Un viaje a lo profundo de nuestra entrañas, a la subjetividad más recóndita, al hueco existencial más subterráneo. Allí donde yacen cómodos ciertos significados, hábitos y roles, pensamientos y discursos, creencias e ideas del mundo. Allí donde han depositado los sentidos de nuestra masculinidad y que nos han provocado consecuencias y comportamientos que creímos, hasta hoy, como naturales. Como el héroe de Campbell, el ser masculino es una construcción de un largo viaje. Un viaje diferenciador en el que nos dijeron que los hombres deben sentir de tal manera, pensar de tal otra y comportarnos diferentes.
Nos legaron un mundo de asignaciones por el hecho de ser varones y nos entregaron una valijita invariable de legos para armar, con piezas rígidas y un papel que indicaba qué era lo que debíamos, naturalmente, hacer con esos legos. Éramos pequeños, o aún ni lo éramos, cuando nos colocaron en un lugar donde nos configuraron psíquica y socialmente. De este lado, la masculinidad. De aquel lado, un lugar donde nunca debíamos cruzar: la femineidad. Solo dos lados, demasiado sospechoso. En este lado, nos dieron creencias para aprender, nos formaron con ciertos rasgos de personalidad, actitudes, valores, conductas, actividades, ropas de color azul, y un sinfín de etcéteras.
Del otro lado, según me han contado, las futuras femeninas recibieron una pesada valija con un montón de cosas para ser y hacer. Pero a diferencia de esta parte de la existencia, es decir del otro lado, tenían que mirarnos a nosotros para ver si estábamos contentos con lo que ellas pretendían ser y hacer.
Según me contó una amiga de la vereda de enfrente, ellas no podían ser y hacer lo que querían, sino lo que nosotros quisiéramos. Mirando el manual de instrucciones de la verdadera masculinidad, en él se decía expresamente: «usted, como señor, tiene a su disposición a las personas-objeto de enfrente. Hágase respetar».
A los instructores que nos asignaban estos roles y formas de ser y vivir se les llamaba «ideólogos del género». Entre ellos había maestros, teólogos, filósofos, padres, periodistas, entrenadores, almaceneros, políticos, jueces y casi todas las ocupaciones. También había padres, madres, abuelos y abuelas, tíos, tías, vecinos y vecinas. Creo que no faltaba casi nadie. Quizás alguna que otra «oveja negra» de la familia. Estos ideólogos del género tenían una serie de instrucciones que seguir.
En primer lugar, debían tener muy claro que solo había dos formas de ser y vivir: los de la vereda masculina y las de la vereda femenina. A su vez, debían ser muy cuidadosos en entrenar a los de ambas veredas en su única forma de ver la vida, de roles designados por el género y quien quisiera salirse de ese mapa debía ser disciplinado.
Se dice que ellos tienen la orden de enviar al reformatorio de reconversión a quienes sientan que deben ser de la otra vereda o de cualquier otra que no existe. Otra normativa es que cualquier femeninas que no se ajuste a lo que ellos dicen puede ser violentada, silenciada y apartada por un tiempo, hasta que reflexione. En el caso de los masculinos se burlarían de ellos como una forma de disciplinamiento.
En segundo lugar, debían establecer jerarquías y desigualdades entre ambas veredas. Diferencia sexual, sobre todo. Según ellos, los masculinos tienen la bendición de ser casi como el Superior; y ellas, lógicamente, deben respetarlos. Pero no solo eso, sino también deben servirles. Por lo tanto, los espacios compartidos debían ser cuidadosamente limpiados por ellas y así todo lo que surgiera de ambos. Todo menos los espacios donde los masculinos se sintieran amenazados o las femeninas pretendieran sobresalir. Ellas detrás, ellos delante. Siempre. «Porque es lo natural», decían los ideólogos del género.
Sobre este tópico se realizaba un énfasis desmedido y eso me generó sospecha. Los ideólogos del género afirmaban una y otra vez que las cosas eran como eran, porque era «lo natural». Según algunos comentarios esta «actitud natural» se debía a la creencia de que el Superior había establecido, desde antes del principio de las cosas, que hubiese un orden. Este orden estaba plasmado en la naturaleza y debía trasladarse sin objeciones a la cultura, a lo cotidiano y se debía preservar en esa matriz.
«La vida cotidiana no se puede cuestionar», afirmaban. De esta manera todo lo que se presenta frente a los ojos se establece como lo cierto, lo certero. Sin embargo, ha habido algunas «fallas» de este sistema ordenado que han generado dudas sobre su fiabilidad. Más allá de esto, los ideólogos son muy perseverantes y cuando algo falla tienen una actitud particular. En otro momento de este viaje, les contaré más sobre esto.
Lo destacable de esta división es argumentar según criterios dudosos. Dicen que las mujeres han sido creadas con algunas limitaciones con el propósito de no generar luchas de poder con los varones. Sin embargo, algunas de ellas se rebelaron y los ideólogos tuvieron que generar una fuerza epistémica que las convenciera de su subordinación. Fue una empresa laboriosa que incluyó censura, exclusión, silenciamiento y dependencia intelectual. También usaron el tutelaje, que es una forma de certificación masculina sobre los logros femeninos.
Otra de las funciones de los ideólogos del género era ser pedagogos, formadores y comunicadores insistentes en algunos puntos clave de su doctrina. Una de esas «sanas doctrinas», como las titulaban, decía: «soy esencialmente un hombre y tengo características de varón que el Superior me ha asignado al crearme».
La versión para las mujeres era similar. Esta doctrina era clasificatoria según el género y debía tener correlación con el sexo establecido por el Superior. Era una forma de mantener el orden según ellos. Esta doctrina también ordenaba la única orientación sexual que existía. Sin embargo, me han llegado comentarios que hay muchas más y que parece que están prohibidas y hasta penadas con la muerte.
El argumento para tal prohibición es que el sexo no puede ser separado del género. Ellos dicen que el sexo biológico —dado por el Superior— es el género. Por lo tanto, si eres un varón, según la etiqueta que te ponían al nacer, no te pueden gustar o atraer los varones. Tampoco pueden atraerte las mujeres y los varones. Tampoco los varones y/o las mujeres. Tampoco nadie. Tienen que atraerte las mujeres pura y exclusivamente. Fuera de ese deseo todo es inmoral, prohibido y sucio, según la sana doctrina.
En cuanto a las mujeres tampoco tienen otra opción que un hombre para canalizar sus deseos. Y debe ser un solo hombre, no varios. En cuanto a los varones tienen más libertad «natural» para estar con más de una mujer. Eso no está prohibido para ellos, como tampoco lo está autocomplacerse. Las mujeres no pueden y cuando se preguntan la razón argumentan que para eso están los hombres, los únicos que pueden darles el verdadero placer.
Los ideólogos del género trabajan día y noche para producir contenidos teóricos y prácticos que permitan a los habitantes tener una idea formada de este mundo y presentarla de manera convincente. Ellos afirmaban que deben construir el fundamento sobre la base de lo que el Superior les dicta. De esta forma, homologan sus acciones y discursos, pero también las percepciones de lo que cada uno debe ser y hacer. Así se forma, día a día, la matriz de dominación. Por supuesto que esta matriz tiene un montón de senderos que se entrecruzan y que iremos conociendo a medida que vamos recorriendo este mundo inventado.
Otra de las arduas tareas de los ideólogos del género es la de invisibilizar. Constantemente, tienen que responder de forma certera a las dudas que surgen en ambos grupos predeterminados. En algunos casos, esas dudas son censuradas. Según algunos comentarios, los han escuchado decir que «lo que no se nombra, no se