Una noche en Montecarlo. Heidi Rice
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–De acuerdo –dijo, conteniendo las lágrimas.
Qué sorpresa. Estaba claro que había decidido correr el riesgo, y yo no supe qué sentir.
–Pero quiero que se haga discretamente, y que mi hijo no lo sepa hasta que… hasta que haya tenido ocasión de prepararle –terminó, guardándose las manos en los bolsillos del pantalón y mirándome desafiante.
Aquella pose medio desafiante, medio defensiva hizo que los pechos se le marcasen debajo de la camisa y yo tuve que morderme los labios, decidido a que el inevitable golpe de endorfinas no me distrajera. Pero, a pesar de todo, me encontré perdido en aquellos ojos verdes como la hierba, igual que me ocurrió cinco años atrás.
«Maldita sea, Galanti, espabila. Es una comedianta, una cazafortunas».
–¿Y qué piensas hacer cuando tengas la prueba que necesitas?
Una pregunta tan directa me pilló desprevenido. «Es solo una farsa. Adopta ese aire inocente y cándido, pero está jugando contigo. Nadie es tan honrado. Siempre hay otras motivaciones. Una vez hayas descubierto cuál es la suya, volverás a pisar tierra firme».
Estaba claro que no tenía sentido pensar que me iba a ocultar la existencia del niño durante cinco años si aquel era un simple caso de chantaje. Pero quizás sus motivaciones fueran más sofisticadas. ¿Sería una jugada a largo plazo para conseguir más? ¿Y qué más le daba en realidad? Siempre que asumiera el control de la situación daba igual cuál fuera su motivación, porque la mía prevalecería.
–No lo sé –contesté–. No esperaba enterarme hoy de que tengo un hijo de cuatro años.
«Nunca descubras tu jugada hasta que estés preparado para enseñar las cartas».
–Cuando tenga la información, me pondré en contacto contigo.
Fuera cual fuese el resultado de la prueba, tenía la intención de reclamar al niño como Galanti, y castigarla a ella por no haberme hablado de la existencia del niño mucho antes. Además, haría que la investigaran a fondo.
¿Se estaría acostando con Renzo?
La pregunta se me formuló cuando algo completamente desconocido, visceral e indiscriminado medró en mi interior hasta el punto de que tuve que apretar los puños para contener el deseo de sujetarle las mejillas y apoderarme de aquellos labios carnosos, hundir la lengua hasta el fondo de su boca y que ella se aferrase a mí como hizo entonces, justo antes de que yo la penetrase…
Me guardé las manos en los bolsillos de los vaqueros, sorprendido por la dirección que habían tomado mis pensamientos.
Dios, necesitaba echar una cana al aire. La impresión de ver al niño, de volver a verla a ella, había surtido un efecto impredecible no solo en mi equilibrio emocional, sino en mi libido. Además, llevaba un tiempo monacal al que no estaba acostumbrado.
–Entiendo –dijo ella.
«No, no lo entiendes, pero lo harás».
–Adiós, Alexi –dijo–. Lo siento… siento no haberte hablado antes de Cai. No ha estado bien. Llámame cuando estés preparado.
Y la vi desaparecer en la zona reservada a los pilotos, seguramente para recoger su mono. Yo salí al exterior y me dirigí al aparcamiento.
«Tienes que controlarte, saber exactamente lo que tienes entre manos antes de proceder», me iba diciendo, pero un millar de emociones encontradas me ardían en el estómago: dolor, añoranza, deseo, ira, confusión.
La mano me temblaba al accionar el mando a distancia del coche y cuando ya me alejaba del circuito, supe que toda mi vida había cambiado en el espacio de una tarde. Había estado huyendo de mí mismo durante cinco años, de mis pecados contra Remy, y en aquel momento, la verdad de lo que había hecho, de lo que los dos le habíamos hecho, me había avasallado en forma de un bullicioso niño y una mujer a la que nunca había podido olvidar a diferencia de otras, incluida mi propia madre, por mucho que lo había intentado.
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