¡La educación está desnuda!. Juan Ignacio Pozo Municio

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¡La educación está desnuda! - Juan Ignacio Pozo Municio Biblioteca Innovación Educativa

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y nuestras emociones y relaciones sociales, trastocando con ello también algunas de nuestras creencias más profundas o implícitamente arraigadas. No sabemos si esta situación tan crítica e inesperada, un verdadero “incidente crítico” (Monereo, 2010) a nivel planetario, provocará un cambio de mentalidad en nuestra forma de ver el mundo, pero al menos debería obligarnos a repensar algunos de los supuestos en los que basamos nuestras vidas y nuestra cultura.

      Uno de esos ámbitos en los que la crisis del coronavirus ha desnudado nuestras carencias, abriendo brechas impensadas hasta hace poco, enfermedades crónicas que desconocíamos, es, sin duda, la educación. Casi de la noche a la mañana —en el caso de la Comunidad de Madrid, a partir del 11 de marzo, el tristemente célebre 11-M una vez más— se cerraron todos los colegios y centros educativos —desde las Escuelas Infantiles hasta la Universidad, los Conservatorios, Escuelas de Arte, academias, centros deportivos, etc. Se nos dijo entonces que eran 15 días, aunque solo los más ingenuos lo creyeron, pero esos 15 días se fueron extendiendo hasta convertirse en meses, impidiendo prácticamente el retorno a la actividad normal, presencial, hasta el curso siguiente, e incluso entonces en circunstancias muy inciertas y limitadas.

      Pasada la perplejidad inicial, ha sido necesario reconstruir nuestros hábitos, nuestras formas de enseñar y aprender, de educar, para adaptarlos a esa nueva realidad que es la educación virtual, a distancia u on-line, como queramos llamarla. Profesores3 y estudiantes hemos tenido que convertir nuestras casas en partes de un aula desmembrada, cambiando los tiempos y los espacios, lo que ha hecho necesario reconvertir las actividades e incluso, en muchos casos, las prioridades educativas para ajustarlas a ese nuevo formato, a esa nueva forma de enseñar y aprender. Se tardarán meses, si no son años, en recabar datos que nos permitan desentrañar y comprender lo que ha sucedido con la educación en estos meses. Sin esperar a ese análisis riguroso y sistemático, que no es desde luego el propósito de este texto, podemos sin embargo aventurar ya que, como en el cuento de Christian Andersen, esta crisis nos ha mostrado a todos que la educación formal, tal y como la conocemos y practicamos, está desnuda. Esa desnudez, o ese desamparo, no es un efecto secundario del coronavirus, sino que convivíamos con ella desde hace ya bastante tiempo, pero casi ninguno queríamos verlo. Solo unos pocos, los más atrevidos, o tal vez, como en el cuento, los más ingenuos o infantiles, venían gritando a su manera “¡La educación está desnuda!”.

      Ahora, enfrentados a las contradicciones que ha traído consigo esta situación, a la irrelevancia de buena parte de los debates que ha suscitado y, sobre todo, a la imposibilidad de mantener, en este contexto, las formas de enseñar y aprender habituales, somos ya mayoría quienes, a coro, debemos reconocer que sí, que la educación está desnuda. Y que, pase lo que pase, dure lo que dure esta terrible pandemia y sus efectos sobre la organización de los espacios educativos, tendríamos que salir de esta crisis repensando las metas y los medios que ponemos en marcha para educar a nuestros futuros ciudadanos. Tenemos que confeccionar o construir entre todos nuevos trajes, nuevas formas de vestir la educación para que responda, realmente, a las necesidades de una sociedad compleja, cambiante, en la que la información fluye de manera muy diferente a como lo hacía antes, en la que las relaciones e interacciones sociales son también muy diferentes y en la que, en definitiva, las metas y los medios que usamos en la enseñanza actual se ajustan cada vez menos a las verdaderas necesidades formativas de la población.

      Debemos reconocerlo, tenemos una escuela para una sociedad que ya no existe (Pozo, 2016). Y cuando pienso aquí en la escuela lo hago en un sentido amplio, abarcando todos los espacios de la educación formal, incluida la Universidad. Si, tras vernos en el espejo deformado de esta nueva realidad educativa, si tras enseñar y aprender en tiempos del coronavirus, no tomamos conciencia de nuestra desnudez, seguiremos paseándonos desnudos, atrapados en la seguridad de nuestros hábitos, y habremos perdido una gran oportunidad de repensarnos y de convertir esta crisis en un momento de aprendizaje y cambio radical. En Psicología se dice que los cambios profundos, en cualquier ámbito, personal o social, solo pueden surgir de las crisis, los conflictos, que nos empujan a dudar de lo que somos, a aprender de nuestros errores. Aprovechemos, pues, que estamos viviendo, también, una crisis educativa para salir de ella diferentes. Y, a ser posible, “bien vestidos”.

      Son muchas las voces, a veces a gritos, que nos han ido avisando, en estos tiempos convulsos, de que nuestra educación está desnuda, de que todo el entramado que suponíamos tan sólidamente construido era en buena parte de cartón piedra. Son muchos los ámbitos en los que han emergido las contradicciones y la ineficiencia de algunas prácticas que dábamos por válidas, que asumíamos casi como las únicas posibles y que, de la noche a la mañana, se han mostrado inservibles, huecas. Como ha sucedido en nuestra sociedad, en la que las actividades que creíamos esenciales se han mostrado claramente prescindibles, mientras que las que creíamos secundarias o menos importantes han resultado ser esenciales, nos vemos obligados a repensar el orden de nuestras prioridades educativas.

      De pronto, se han hecho aún más evidentes las desigualdades sociales endémicas en nuestro sistema educativo, ya que bastantes estudiantes no disponen de los recursos tecnológicos o del entorno familiar necesarios para acceder a esas aulas virtuales que apresuradamente se les ofrecen. La brecha digital ha agrandado la desigualdad. Pero ¿de verdad alguien desconocía esa desigualdad educativa?

      De pronto, se ha hecho evidente la importancia de las familias en la educación confinada y la exigencia de implicarlas en el proceso de educación escolar de sus hijos, de integrar mejor la educación familiar y la escolar. Pero ¿es que alguien dudaba de que esas dos esferas de educación —formal e informal— deben relacionarse y apoyarse?

      De pronto, descubrimos la escasez de recursos tecnológicos, pero también didácticos, que proporcionamos a nuestras escuelas, a nuestros docentes, para hacer una labor cada vez más compleja y diversa. Pero ¿es que alguien creía aún que cada “maestrillo tiene su librillo” y que con ese bagaje personal ya puede afrontar las demandas cada vez mayores a las que se enfrenta? Como consecuencia, nos hemos dado cuenta también de forma repentina de que buena parte de nuestros docentes no han sido formados adecuadamente para asumir los desafíos tecnológicos, pero sobre todo didácticos, que estos nuevos espacios, más diluidos en el espacio y en el tiempo, requieren. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta de que la formación docente inicial, sobre todo la permanente, no está proporcionando a los profesores las competencias profesionales que requiere la educación en una sociedad digital?

      También nos hemos dado cuenta de que, en el entorno de esa sociedad digital, nuestras escuelas siguen siendo analógicas, viven de espaldas a las tecnologías de la información y la comunicación (en adelante, TIC), ubicuas en todos los demás espacios sociales. Pero ¿es que alguien no se había dado cuenta, en una época en la que se prohíbe a los alumnos llevar los móviles al aula, de que no hemos sido capaces de incluir esas tecnologías en los procesos de enseñanza y aprendizaje?

      Y, por terminar esta lista, nos hemos dado cuenta, de repente, de que las formas de enseñar y de evaluar están en buena medida obsoletas, son insostenibles en cuanto salimos literalmente de los espacios y los tiempos del aula tradicional. Ahora vemos que dedicamos buena parte del tiempo a enseñar y evaluar saberes que están al alcance de un clic; vemos que, si no podemos vigilar a los estudiantes para que no copien, buena parte de las actividades de evaluación habituales son inútiles. Pero ¿es que no nos habíamos dado cuenta de que las formas de enseñar habituales no responden ya a las demandas formativas de la sociedad en que vivimos?

      Y en vez de rasgarnos las vestiduras porque los alumnos en los exámenes de la escuela confinada se lancen a copiar sin límite ni sentido de culpa, ¿no éramos conscientes de que esas formas de evaluar conocimientos accesibles en cualquier buscador son inútiles y no valoran realmente lo que nuestros alumnos y futuros ciudadanos deben saber y saber hacer para ayudar a transformar nuestra sociedad? ¿Es que no nos habíamos percatado de que las formas en que evaluamos el conocimiento en los exámenes pierden todo sentido fuera del aula, que es donde los estudiantes deben usar el conocimiento supuestamente adquirido y donde siempre tendrán

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