Bajo sospecha. Сара Крейвен
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Había algo de correo junto al teléfono, publicidad y facturas por el aspecto que presentaba. Mientras repasaba las cartas una llamó su atención. Era un sobre caro color crema, mecanografiado y dirigido escuetamente a «Kate Lassiter», con un matasellos de Londres.
Lo abrió y extrajo la única hoja que contenía. Desplegó el papel y bebió un sorbo de café.
No tenía ninguna dirección; nada salvo dos líneas de caligrafía marcada. Ocho palabras que saltaron de la página con una fuerza que la dejó atontada:
Tu marido ama a otra mujer.
Un amigo.
Capítulo 2
KATE se sentía embotada. Percibió un extraño rugido en los oídos, al tiempo que desde la distancia le llegaba el estrépito de loza al romperse, e hizo una mueca al notar el agua hirviendo en sus pies y piernas.
«He dejado caer mi taza de café», pensó con distanciamiento. «Debería limpiarlo antes de que manche el suelo. Debería…»
Pero no pudo moverse. Sólo fue capaz de leer esas ocho palabras una y otra vez, hasta que bailaron ante sus ojos, reagrupándose en extraños patrones sin sentido.
Sintió que doblaba los dedos sobre el papel y lo estrujaba, reduciéndolo a una bola compacta que tiró con violencia hasta donde le permitieron sus fuerzas.
Permaneció quieta un momento, limpiándose distraídamente las manos sobre la falda manchada de café; luego, con un grito ahogado, subió corriendo al cuarto de baño, donde vomitó.
Cuando el mundo dejó de dar vueltas, se quitó la ropa y se duchó con agua casi más caliente que la que podía soportar, como si deseara purificarse de alguna contaminación física.
Se secó y se puso unos leotardos y una túnica. Mientras se peinaba el pelo mojado le pareció contemplar a un fantasma. Un espectro de rostro blanco con ojos enormes y aturdidos.
Bajó y se dedicó a limpiar el café vertido, y agradeció el esfuerzo físico de quitar las manchas del parqué. Tendría que enviar la alfombra color crema a limpiar.
Entonces se paró en seco, incrédula. Su matrimonio estaba en ruinas y a ella le preocupaba una maldita alfombra.
–No es verdad –oyó su propia voz, áspera y trémula–. No puede ser verdad, o lo habría sabido. Seguro que habría percibido algo. Sólo es alguien que nos odia, que está celoso de nuestra felicidad.
La conclusión le puso la piel de gallina, pero con una mueca de dolor comprendió que era infinitamente preferible a cualquier otra posibilidad.
Se puso de pie y llevó los fragmentos de porcelana al cubo de la basura. Sintió una sacudida al ver la botella de champán. Antes de ser capaz de detenerse, alzó las copas de la pila y las estudió detenidamente a la luz del sol en busca de un rastro de carmín.
«Oh, por el amor del cielo», se recriminó. «No dejes que la maldad de alguien te vuelva paranoica».
Dejó las copas y con meticulosidad limpió todo. Luego se preparó otra taza de café y se sentó en uno de los sofás del salón. «No quiero que esto haya sucedido», pensó. «Quiero que todo vuelva a estar como estaba…»
En cierto sentido lamentaba haber regresado a casa. Tendría que haber aceptado la invitación de Peter Henderson de cenar en Gloucestershire. Pero eso no habría marcado ninguna diferencia. La carta habría estado esperándola a su vuelta.
Necesitaba encontrar algún modo de enfrentarse a la situación. Trazar algún plan de acción. Pero no sabía qué hacer. «Siempre podría buscar una confrontación directa», reconoció. «Darle la carta a Ryan y observar su reacción».
Dejó la taza vacía y recogió la bola de papel del rincón en el que había caído, alisándola.
«No puedo fingir que se trata de un asunto ligero… bromear con ello», pensó. «En cuanto él vea lo que hice con la hoja, sabrá que me importaba… que me irritó. No puedo permitirlo. No hasta que esté segura».
Bruscamente fue consciente de lo mucho que se había desviado de su incredulidad original. Recordó un artículo que leyó en una revista en la peluquería. Titulado El Corazón Falso, había detallado algunas de las maneras para comprobar si un hombre era infiel. «Y uno de los síntomas de mayor peligro», recordó con un vuelco del corazón, «eran las ausencias prolongadas e injustificadas».
–Ryan… ¿dónde demonios estás? –dijo en voz alta, casi desesperada.
«No», decidió apretando la mandíbula. No se permitiría pensar de ese modo. Cinco años de amor y confianza no se podían destruir con un simple acto de maldad. No lo permitiría. No iba a mencionarle la carta, se dijo, respirando hondo. De hecho, haría como si nunca la hubiera visto. Que no existía. No lanzaría ninguna acusación grave, no soltaría ninguna insinuación velada. Actuaría de forma completamente natural, afirmó con fiereza. Pero… también estaría en guardia.
Rompió la carta en dos, luego en cuatro, antes de reducirla a tiras y después a fragmentos ínfimos que depositó en un plato y quemó.
Hizo desaparecer las cenizas en la pila y deseó que sus palabras pudieran borrarse de su mente con igual facilidad.
Abrió una botella del burdeos favorito de Ryan. Un gesto amable y cariñoso para darle la bienvenida a casa. Salvo que no había una garantía absoluta de que regresara… Pero ya pensaría en ello cuando no quedara otra alternativa.
Se acurrucó en el sofá, bebió vino y miró la televisión, consciente de la luz que desaparecía del cielo encima del río. Pero las palabras y las imágenes de la pantalla pasaron de largo, como si fuera ciega y sorda. Tenía la mente ocupada con pensamientos perturbadores.
Con una sensación de desconcierto descubrió que reinaba una oscuridad total, y se dio cuenta de que llevaba sentada allí mucho tiempo. Eso reforzó el hecho de que todavía se hallaba injustificadamente sola.
«No va a volver», pensó angustiada. «¿Y cómo voy a soportarlo…?» El súbito sonido de una llave en la cerradura hizo que girara en redondo, con el corazón desbocado.
–¿Ryan? –preguntó sorprendida–. Oh, Ryan, eres tú.
–¿Esperabas a otra persona? –quiso saber con tono ligero, aunque la miró con ojos inquisitivos. Cerró la puerta y dejó el maletín.
–Claro que no, pero empezaba a preocuparme. No sabía dónde estabas.
–Lo siento, pero desconocía que estarías aquí para preocuparte –enarcó las cejas–. ¿A qué debo este inesperado placer?
Kate notó que Ryan llevaba sus pantalones grises preferidos, con una camisa blanca, una corbata de seda y la chaqueta negra de cachemira. En absoluto su indumentaria informal de los fines de semana.
–Oh, la novia se asustó y canceló la boda. La primera vez que le sucede eso a Ocasiones Especiales. Toda esa comida estupenda, y la tienda más bonita