Emilia. Intriga en Quintay. Jacqueline Balcells

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Emilia. Intriga en Quintay - Jacqueline Balcells Emilia

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un par de calcetines, un cortaplumas y un suéter oscuro. Enseguida despejó su rostro de los largos mechones que lo cubrían y después de sacudir sin mucho éxito la suciedad de sus pantalones, arregló una de sus sandalias y siguió bajando.

      —Raro el personaje —dijo Emilia, siguiéndolo con la mirada.

      —Creo que lo vi anoche en la pensión —comentó Diego, mientras reanudaban el ascenso.

      —¿Hay mucha gente alojada en la Zulemita? —quiso saber Emilia.

      Diego negó con la cabeza.

      —No sé. Solo me encontré con un par de señores comiendo, tarde en la noche. Uno fumaba como chimenea y el otro tenía una barba espesa. Discutían con un plano sobre la mesa.

      Llegaban al faro.

      Emilia se sintió nuevamente dueña de la situación. Y mientras los ojos de Diego vagaban fascinados siguiendo los altos contornos verdes de la bahía, ella daba nombres e indicaba lugares.

      —Y ese cerro, al final de la playa larga, es el Curauma, que dicen que llora cuando llueve. Y allá en su ladera, detrás de esa punta… ¿la ves? Ahí es donde dicen los pescadores que se pasea el fantasma.

      —Me encantaría ir —dijo Diego con los ojos fijos en ese acantilado que cortaba a pique la línea curva y blanca de la playa.

      —A mí también —lo apoyó Emilia—. ¡Te invito mañana a un picnic cazafantasmas!

      —¡De acuerdo! —dijo él, y le volvió a sonreír con los ojos.

      Capítulo tres

      El fantasma del Curauma

      A la hora del desayuno, Emilia estaba muy animada.

      —Mamá, ¿puedo hacer unos sándwiches de jamón y queso?

      —Por supuesto, hija. ¿Qué tienes planeado? —preguntó Isabel Casazul, mientras untaba una tostada con mantequilla.

      —Diego y yo haremos un picnic en la playa —respondió Emilia.

      —¿El estudiante de Arqueología? —se interesó el padre.

      —Sí —contestó Emilia. Y se odió a sí misma por ese repentino rubor que sintió en sus mejillas.

      —Lleven a Simbad para que los acompañe —aconsejó Juan Casazul, observando con orgullo a su perro que, tendido en el suelo, se complacía en rascarse.

      —Tú podrías jurar que es el rey de los mastines —se rio Isabel.

      —Espérate a estar en peligro y sabrás cómo es Simbad —fue la seria respuesta de su marido.

      —¡En todo caso, mamá, el manual de los terriers asegura que los airedale son héroes de guerra! —comentó Emilia, guiñando un ojo a su madre.

      Veinte minutos después, Emilia y Diego caminaban hacia la playa grande. Simbad corría contento, levantando sus patas traseras igual que un cabrito.

      Iban en silencio, subiendo y bajando quebradas. De vez en cuando, la muchacha cogía a Diego de un brazo para alejarlo de un ponzoñoso arbusto de litre o él la tomaba de una mano para ayudarla a bajar por una pendiente resbalosa.

      Cuando llegaron a la extensa playa, el sol brillaba en lo alto, pero la brisa del mar hacía agradable la temperatura.

      —¿Allá están las excavaciones? —preguntó Diego, mirando hacia el interior del valle donde se veían máquinas y movimientos de tierra.

      —Sí, justo detrás de la laguna. Mi papá me contó que estaban construyendo el hoyo trece de la cancha de golf cuando encontraron los esqueletos y los cacharros.

      —Ojalá llegue luego mi profesor para poder visitar el lugar con él —dijo Diego, mirando con ojos largos hacia el lugar—. Aún están allí los esqueletos de dos niños indígenas, pertenecientes a una cultura muy antigua, rodeados de cántaros con semillas y también vasijas y algunos adornos de oro.

      —¡Ah, por eso tienen un guardia día y noche! —comentó Emilia. Luego de unos instantes preguntó—: ¿Y cómo pueden saber a qué civilización pertenece un esqueleto?

      Diego, feliz de ver a su amiga entusiasmada con el tema, explicó con pasión:

      —De distintas maneras. Por ejemplo, si se encuentra el esqueleto de un niño pequeño y sus dientes están muy gastados… ¿qué crees tú que significa?

      —¡Qué comía cosas duras! —fue la rápida respuesta.

      —¡Bien! —aprobó Diego. Y siguió—: De la misma manera, si encuentras restos de carne en el estómago de una momia, significa que pertenecían a una civilización carnívora.

      —Pero… ¿y la época en la que vivieron?

      —Según los terrenos donde se encuentran los fósiles, se puede determinar la época de la cual vienen, ya que a lo largo de la historia de la Tierra los sedimentos se depositan por capas.

      —¿Igual que un enorme sándwich?—bromeó Emilia.

      —Exactamente igual: las capas más profundas son las más viejas y las más superficiales las más recientes —explicó Diego en tono profesional. Y luego añadió—: En los próximos días llegará un grupo de paleontólogos a trabajar aquí, bajo las órdenes de mi profesor. Ellos determinarán la edad de los restos y a qué cultura pertenecían.

      Mientras su amigo hablaba, un sentimiento de admiración crecía en la muchacha. Le encantaba escucharlo. También le gustaba su tono de voz y más aún la fuerza que ponía en sus palabras cuando un tema le interesaba.

      El cerro Curauma se veía cada vez más cerca.

      —Mira, esa es la cueva del pirata —mostró Emilia, indicando una entrada en la roca—. La gente dice que ahí hay un tesoro escondido.

      —¡Cuevas de piratas! —exclamó Diego, despectivo—. Esos huesos encontrados en Quintay demostrarán que esta tierra guarda tesoros muchos más preciosos que esos escondrijos de piratas diseminados a lo largo de las costas, que solo sirven para atraer turistas.

      Emilia contempló a Diego con respeto. Él era distinto a la mayoría de sus amigos, a quienes solo les interesaba ir a lugares de moda y pasarlo bien.

      —¿Dónde dicen que están los fantasmas? —preguntó Diego.

      —Al otro lado de la puntilla.

      —¿Y por dónde podemos pasar? —dijo el muchacho, mirando con desánimo las furiosas olas que se estrellaban contra los roqueríos del farellón.

      —¿Eres bueno para escalar? —le respondió Emilia, mostrándole los faldeos escarpados del cerro.

      Se pusieron en acción. Simbad los adelantó con tres saltos.

      —Sígueme —dijo Emilia—, yo estoy acostumbrada. Solo tienes que cuidarte de los resbalones y de los desprendimientos de tierra.

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