Emilia. Intriga en Quintay. Jacqueline Balcells

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Emilia. Intriga en Quintay - Jacqueline Balcells Emilia

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no mirar hacia abajo: por primera vez pensó que sufría de vértigo y se estaba arrepintiendo de haber aceptado esa invitación. Emilia, en cambio, mochila al hombro, avanzaba como un gato montés, provocando la admiración de su temeroso compañero.

      —¿Falta mucho? —preguntó Diego, aferrado con una mano a un saliente de la roca y afirmando uno de sus pies, como podía, sobre unas raíces.

      La respuesta no vino de Emilia, sino de Simbad que metros más arriba y detenido sobre otro sendero estrecho gruñía husmeando el aire.

      —Simbad, ¿qué te pasa? —preguntó la niña.

      El perro ladró corto y sonoro, para volver a gruñir con fiereza.

      —Habrá olido un nido de pájaros —dijo Diego, colorado con el esfuerzo para mantenerse firme en su lugar.

      Entonces, desde lo alto, cayó el primer peñasco.

      Pasó como un meteorito por sobre las cabezas de los jóvenes y se hundió en el mar con una explosión de espuma.

      —¡Un rodado! —gritó Diego, arrastrándose en cuatro pies hacia Emilia que miraba hacia lo alto con miedo e incredulidad—. Devolvámonos, esto es muy peligroso.

      Pero en esos momentos una segunda piedra pasó rozando la oreja de Simbad. Luego el peñasco siguió su descenso, se estrelló y se deshizo en mil pedazos sobre una roca, a pocos centímetros de la cabeza de Diego. Un pequeñísimo guijarro, duro y afilado como una espina, fue a incrustarse en la frente del muchacho, que gritó de dolor.

      Emilia retrocedió hacia donde estaba su amigo, cuya frente sangraba copiosamente y se había puesto muy pálido. Cuando llegó a su lado, examinó la herida y comprobó con alivio que era superficial.

      —¡Regresemos! —dijo Emilia. Y mirando hacia arriba, gritó—: ¡Simbad, acá!

      El perro obedeció de inmediato la orden y bajó hacia ellos. Y le tocó su turno para ser examinado. La herida de la oreja del animal era más profunda que la de Diego y al contacto de los dedos de su ama, Simbad comenzó a gemir. Entonces, como respondiendo a ese dolor, otro gemido, más fuerte y más hondo, pareció venir de la cima del mundo y retumbó en el lugar:

      —UUUUUUUHHHHHHHAAAAAAAAAA…

      Los ladridos de Simbad hicieron eco con ese estrepitoso lamento. Emilia y Diego miraron hacia lo alto justo para ver un nuevo peñasco que venía saltando hacia ellos.

      —¡¡¡Inclínate!!! —gritó Diego, empujando la cabeza de su compañera hacia su pecho.

      Las piedrecillas que el gran peñasco arrastró a su paso cayeron como enormes granizos sobre las espaldas de los amigos.

      Luego todo fue silencio.

      Simbad, con una sola oreja erguida y los músculos tensos, seguía ladrando con energías a un enemigo invisible.

      —¡Vámonos de aquí, rápido! —dijo Diego.

      El descenso fue angustioso. A cada rato miraban hacia atrás, con terror de que un nuevo proyectil cayera sobre ellos. También temían escuchar otro lamento. Pero junto con el miedo, las ansias de alejarse de allí confirieron a sus piernas un vigor inusitado y, en un tiempo récord para cualquier escalador profesional, descendieron hasta la playa sin tropezar ni una sola vez.

      Solo cuando llegaron abajo les salió la voz. Emilia miró la herida de su amigo y le preguntó:

      —¿Te duele? ¡Se ve muy sucia!

      —Casi nada. Me limpiaré con agua de mar.

      Con piernas temblorosas los dos corrieron hacia el borde del mar y no les importó mojarse las zapatillas mientras empapaban un pañuelo. Pero en cuanto el agua les mojó las manos lanzaron un chillido: en ese momento se dieron cuenta de que tenían las palmas completamente rasguñadas a fuerza de sujetarse de piedras y ramas, y que la sal del mar avivaba el ardor.

      Diego no se atrevió a mojarse la frente y emprendieron el regreso.

      Tenían la extraña sensación de que alguien los vigilaba desde lo alto del Curauma.

      Solo cuando dejaron atrás la playa larga y se internaron en las quebradas, se sintieron seguros. Y buscaron bajo un añoso árbol un lugar donde descansar.

      —Se me pasó el hambre —dijo Emilia, con las pupilas aún dilatadas por el susto.

      —A mí se me pasó el susto y me dio hambre —respondió Diego, muy tranquilo—. ¿Sabes, Emilia? Ese aullido me recordó algo: mi universidad.

      Emilia lo miró frunciendo el ceño:

      —¿La universidad? ¿Te sientes bien?

      —¿Nunca tuviste una competencia de barras en tu colegio? Yo me acuerdo perfectamente de haber gritado por un megáfono, para imitar el bramido de un mamut del pleistoceno, en la semana universitaria.

      —¿Y qué tiene que ver un mamut del nosecuánteno con lo que nos sucedió? —Emilia comenzó a temer que el golpe hubiera afectado a su amigo.

      Diego sacó un pan con queso de la mochila que Emilia había dejado en el suelo y, luego de dar un mordisco, explicó:

      —El aullido de ese fantasma dejó una resonancia especial en mis oídos: la misma que producen los gritos a través de los megáfonos en las competencias de la universidad. ¡Que me parta un rayo si ese fantasma no usaba un megáfono, además de lanzar piedras!

      —¡Tienes razón! —comenzó Emilia, cerrando los ojos para recordar mejor. Ese UUUHHHAAA tenía cierto sonido de micrófono.

      —Pero hay otra cosa —continuó Diego, entusiasmándose—: el tal fantasma tiene demasiado interés en que nadie se acerque a ese lugar. ¿Por qué? ¿Qué oculta? ¿Qué teme?

      —Y… ¿quién será? —siguió Emilia, excitada con el descubrimiento.

      —Eso… ¡hay que averiguarlo! —concluyó Diego, atacando con apetito su segundo sándwich y ofreciendo unas migajas a Simbad, que lo contemplaba comer con los ojos lánguidos y la lengua afuera.

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