El choque. Linwood Barclay
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Читать онлайн книгу El choque - Linwood Barclay страница 16
—Venga, tío. ¿Quién te sacó de ese sótano en llamas?
—Ya lo sé, Doug. —Esa era la carta que más le gustaba jugar últimamente.
—Y, de verdad, será la última vez que te lo pida. Después de esto, todo irá como la seda.
—Eso fue lo que dijiste la última vez.
Una carcajada de desprecio dirigida a sí mismo.
—En eso das en el clavo. Pero, de verdad, es que estoy intentando solucionar unos asuntos, espero que mi suerte cambie pronto y creo que por fin va a suceder.
—Doug, esto no es cuestión de suerte. Tienes que enfrentarte a unas cuantas realidades.
—Oye, perdona, pero no soy el único, ¿eh? Todo el país está en la ruina. Vamos, que, si le puede pasar a Wall Street, puede pasarle a cualquiera, ya sabes lo que...
—Espera un momento —dije, interrumpiéndolo—. Tengo otra llamada. —Apreté el botón—. ¿Sí?
—Quiero volver a casa —dijo Kelly con urgencia, con una voz que apenas era un susurro—. Ven a buscarme ya, papá. Por favor, date prisa.
Capítulo 6
Belinda Morton le había dicho a George que tenía que enseñar una casa esa noche.
—¿Sabes esa propiedad nueva que me ha entrado, la de esa pareja que se traslada a Vermont?
En ese momento, George estaba viendo La jueza Judy y no le prestó atención. Lo único que Belinda necesitaba era una excusa para salir de casa y, cuando se es agente inmobiliario, se supone que uno puede tener que enseñar una propiedad a cualquier hora. Sin embargo, solo para asegurarse de que George no hiciera preguntas, esperó a que dieran el programa preferido de su marido en la tele. A George le encantaba La jueza Judy. Al principio, Belinda creía que le fascinaban todas esas disputas variopintas (desacuerdos por un alquiler sin pagar, novios plantados que rayaban coches, novias que querían que sus hombres les devolvieran el dinero con el que les habían pagado la fianza), pero al final había llegado a la conclusión de que era la jueza misma la que conseguía tener a George como hipnotizado delante del televisor. Sentía debilidad por ella. Le maravillaba su carácter severo, la forma en que gobernaba su tribunal y a todos los que estaban en él.
Aunque, si George se hubiese fijado un poco más, puede que se hubiera dado cuenta de que Belinda últimamente no había enseñado demasiadas casas. El mercado inmobiliario estaba para tirar a la basura. Nadie compraba, y la gente que necesitaba vender (todos los que habían perdido el trabajo y se pasaban meses intentando encontrar otro sin ningún éxito) empezaba a estar desesperada de verdad. Los hospitales eliminaban camas, despedían a enfermeras. El Consejo de Educación estaba hablando de prescindir de decenas de profesores. Muchos distribuidores cerraban sus negocios. Incluso la policía había despachado a un par de agentes a causa de los recortes presupuestarios. Belinda nunca habría imaginado que llegaría a ver el día en que la gente se marcharía de sus casas sin luchar. «Que se la quede el banco, a mí ya me importa una mierda, nos vamos de aquí.» Hacían las maletas con lo poco que tenían y abandonaban sus hogares. Algunas de esas casas no servían casi ni para regalarlas. Allá abajo, en Florida, había urbanizaciones enteras de edificios de apartamentos casi completamente vacías. Los compradores habían empezado a venir desde Canadá, y se llevaban una residencia vacacional que valía 250.000 dólares por tan solo 30.000.
El mundo se había vuelto loco.
Aun así, Belinda pensaba que sería maravilloso si su única preocupación en aquellos momentos fuese el mercado inmobiliario.
Hacía unas cuantas semanas, la caída de los precios de la vivienda, la escasez de compradores y la falta de comisiones suculentas con las que alimentar la cuenta corriente la habían tenido todas las noches dando vueltas en la cama sin poder dormir. Pero entonces lo único por lo que había tenido que preocuparse era por su futuro económico; seguir teniendo un techo bajo el que dormir, conseguir pagar los plazos de su flamante Acura.
No estaba realmente preocupada por su seguridad personal. No le preocupaba que nadie pudiera hacerle daño.
No como ahora.
Belinda aún tenía que encontrar la manera de sacar 37.000 dólares de alguna parte, pero incluso eso era solo una solución a corto plazo. A la larga, tendría que conseguir como fuera la cantidad total de 62.000 dólares. Había agotado ya sus tarjetas sacando efectivo por un total de diez mil, y había aumentado su línea de crédito en otros cinco. También tendría que devolverles a sus amigos los ocho mil que habían puesto de su bolsillo. Y si lograban sacar otros quince o veinte mil por la ranchera y lo invertían también en la reducción de la deuda, sería estupendo, aunque Belinda de todas formas tuviera que reembolsárselos en algún momento. Aun así, prefería debérselo a ellos que a sus proveedores.
Los proveedores querían el dinero que se les debía. Se lo habían dejado muy claro a sus amigos y a ella. Y no les importaba quién tenía la culpa de nada.
Sin embargo, había sido Belinda la que había recibido las acusaciones.
—Todo esto es culpa tuya —le habían dicho sus amigos—. Con esa gente no se juega. Quieren que les demos el dinero, y nosotros queremos que tú nos lo des ya.
Belinda había suplicado, había alegado que ella no tenía la culpa.
—Fue un accidente —no hacía más que excusarse—. Una de esas cosas que pasan.
Le dijeron que difícilmente podía tratarse de un accidente. Dos coches que chocaban uno contra el otro sin ninguna razón, eso era un accidente. Pero cuando uno de los dos conductores tomaba la decisión de hacer algo muy, pero que muy estúpido, bueno, entonces se entraba en un terreno algo más turbio, ¿o no?
Pero es que el coche entero había ardido en llamas, les había dicho Belinda.
—¿Qué narices queréis que haga yo?
A nadie le interesaban sus excusas.
De una forma o de otra tenía que conseguir el dinero. Razón de más para encontrar compradores para el material que le quedaba aún. Unos cuantos cientos de aquí, otros cuantos cientos de allá... Todo ayudaba. Si aquellos cabrones le aceptaran la devolución del producto... Al menos así saldaría buena parte de la deuda. Pero aquello no era Sears. La política de aquella gente era «No se admiten devoluciones». Lo único que querían era su dinero.
Belinda tenía que hacer unas cuantas entregas que podría realizar esa noche. Había un tío de Derby que necesitaba Avandia para su diabetes tipo 2, y tenía a otro cliente a solo un par de manzanas de allí que tomaba Propecia para la calvicie. Belinda pensó que a lo mejor estaría bien quedarse con un par de cajas de esas pastillas, molerlas y luego echarlas en los cereales con yogur que George se tomaba por las mañana. El emparrado con el que hacía varios años que intentaba disimular su falta de pelo no engañaba a nadie. En la otra punta de la ciudad había una mujer a la que le suministraba Viagra, y Belinda se preguntó si la señora no haría justamente eso: pulverizar la píldora y echarla a escondidas en las tarrinas de helado de chocolate y malvaviscos de su marido. Y así tenerlo listo para la cama. También pensó que tendría que hacerle una llamada a aquel hombre de Orange, a ver si se le estaba acabando ya el lisinopril para el corazón.