El choque. Linwood Barclay

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El choque - Linwood  Barclay

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bajo unos pechos pequeños. Parecía una mujer que hacía ejercicio, aunque recordé que Sheila me había comentado una vez que Ann se había dado de baja del gimnasio. Supuse que en casa también se podían hacer los mismos ejercicios. Ann irradiaba algo, por cómo se movía, cómo ladeaba la cabeza cuando te miraba, cómo sabías que ella sabía que la estabas mirando cuando se alejaba..., que era como una fragancia. Era la clase de mujer con la que, si no eras capaz de mantener la cabeza lo bastante fría, acababas deseando hacer una estupidez.

      Yo no era estúpido.

      Darren Slocum entró desde el comedor. Esbelto, le sacaba más o menos una cabeza a Ann y era más o menos de su misma edad, pero con el pelo prematuramente gris. Sus altos pómulos y sus ojos hundidos le conferían un aspecto intimidante, lo cual seguro que le venía muy bien cuando hacía parar a la gente por haberse saltado el límite de velocidad en el municipio de Milford. Me ofreció la mano con ímpetu. Su apretón era fuerte, rayando en lo doloroso, transmitía dominación. Pero como construir casas también te proporcionaba un apretón de manos bastante potente, lo recibí ya preparado, tendiendo la palma de mi mano con firmeza hacia la suya y dándole todo lo que tenía, al muy cabrón.

      —Qué hay —dijo—. ¿Cómo te va?

      —Por Dios, Darren, qué pregunta más tonta —dijo Ann, encogiéndose y lanzándome una mirada de disculpa.

      Su marido la miró como si se hubiera ofendido.

      —Disculpa. Es una forma de hablar.

      Yo hice un gesto con la cabeza, como diciendo: «No te preocupes», pero Ann no estaba dispuesta a dejarlo pasar.

      —Deberías pensar un poco antes de decir nada.

      Vaya, qué divertido. Había llegado en mitad de una pelea. Intentando suavizar los ánimos, dije:

      —Esto le vendrá muy bien a Kelly. Estas dos últimas semanas no ha tenido a nadie con quien pasar el rato más que conmigo, y no es que yo haya sido precisamente el alma de la fiesta.

      —Emily no ha dejado de insistirnos una y otra vez para que la invitáramos a casa, y al final ha podido con nosotros. Seguro que será bueno para todos —dijo Ann.

      Oíamos a las niñas en la cocina, soltando sus risitas y trasteando aquí y allá. Oí que Kelly exclamaba: «¡Pizza, estupendo!». Darren, distraído, miró en dirección al ruido.

      —Cuidaremos bien de ella —dijo Ann, y luego, a su marido—: ¿Verdad, Darren?

      Él volvió la cabeza con brusquedad.

      —¿Hmmm?

      —Digo que cuidaremos bien de ella.

      —Sí, claro —dijo él—. Claro que sí.

      —He visto que vendes la ranchera —comenté.

      Slocum se animó enseguida.

      —¿Te interesa?

      —Ahora mismo no...

      —Puedo hacerte un precio de primera. Tiene un motor de trescientos diez caballos y plataforma de dos metros y medio, perfecta para un tipo como tú. Hazme una oferta.

      Dije que no con la cabeza. No necesitaba una ranchera nueva. Ni siquiera me iban a dar nada por el Subaru siniestro total de Sheila. Como el accidente había sido culpa suya, la compañía de seguros no iba a cubrirlo.

      —Lo siento —dije—. ¿A qué hora queréis que pase a recoger a Kelly?

      Ann y Darren cruzaron una mirada. Ann, con la mano en la puerta, dijo:

      —¿Por qué no le decimos que te llame? Ya sabes lo pesadas que se ponen a veces. Si no se van a dormir a una hora decente, seguro que no se levantan al rayar el alba, ¿no crees?

      Cuando llegué a casa con la furgoneta, Joan Mueller, la vecina de al lado, estaba mirando por la ventana. Un momento después salió y se quedó de pie en el umbral. Vi a un niño de unos cuatro años que se asomaba desde detrás de sus piernas. No era su hijo. Joan y Ely no habían tenido hijos. Aquel pequeño debía de ser uno de los niños que cuidaba Joan.

      —Hola, Glen —exclamó al verme bajar del vehículo.

      —Joan —dije, con la intención de entrar directamente en casa.

      —¿Cómo va todo? —preguntó.

      —Vamos tirando —repuse. Habría sido de buena educación preguntarle cómo le iba todo, pero no me apetecía acabar metido en una conversación trivial.

      —¿Tienes un momento? —preguntó.

      No siempre se consigue lo que se quiere. Crucé el césped, miré al niño y le sonreí.

      —Ya conoces al señor Garber, ¿verdad, Carlson? Es un hombre bueno. —El niño se escondió un momento detrás de la otra pierna de Joan y luego echó a correr hacia el interior de la casa—. Es el que se queda hasta más tarde —explicó ella—. Estoy esperando a que llegue su padre de un momento a otro. Todos los demás han pasado ya a recogerlos. Solo falta el padre de Carlson y ya está, ¡podré recuperar mi vida durante el fin de semana! —Una risa nerviosa—. Los viernes, la mayoría de la gente viene a buscar a sus hijos pronto, salen un poco antes del trabajo, pero el señor Bain, el padre de Carlson, no. Trabaja siempre hasta el final de la jornada, ¿sabes?, sea viernes o no.

      Joan tenía la costumbre de charlar nerviosamente y nunca sabía cuándo parar. Razón de más para haber intentado evitar esa conversación.

      —Te veo muy bien —dije, y era cierto, a medias. Joan Mueller era una mujer guapa. De treinta y pocos, el pelo castaño recogido en una coleta. Los tejanos y la camiseta que llevaba se le ajustaban como una segunda piel, y los llenaba muy bien. Si había que ponerle alguna pega, era que estaba quizá demasiado delgada. Desde que había muerto su marido y ella había montado ese negocio no declarado de cuidar niños en su casa, había perdido unos nueve kilos, diría. Los nervios, la ansiedad, por no hablar de pasarse el día corriendo detrás de cuatro o cinco niños.

      Se sonrojó y se recogió un mechón de pelo detrás de la oreja.

      —Bueno, ya sabes, no hago más que moverme detrás de ellos todo el día, ¿no? Crees que los tienes a todos controlados delante de la tele o haciendo alguna manualidad, y entonces uno se te escapa y vas tras él, y luego se escapa otro... Te aseguro que es como intentar retener a una camada de gatitos en una cesta, ¿sabes?

      Estaba a poco más de un metro de ella y me pareció bastante claro que le olía el aliento a licor.

      —¿Necesitas que te ayude con algo?

      —Sí... Bueno, hmmm... Tengo un grifo en la cocina que no deja de gotear. No sé, quizá algún día, cuando tengas un momento, aunque ya sé que estás muy ocupado y todo eso...

      —A lo mejor el fin de semana —dije—. Cuando tenga un minuto. —A lo largo de los años, sobre todo durante otras épocas en las que el trabajo flojeaba, había hecho pequeñas reparaciones al margen de la empresa, para nuestros vecinos. Hacía unos cuantos años había estado trabajando todos los sábados y los domingos del mes, en el sótano de los Mueller.

      —Sí,

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