El choque. Linwood Barclay
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—Es imperdonable —les susurré a sus cosas—. Absolutamente im...
—¿Papá?
Me di media vuelta.
Kelly estaba de pie junto a la cama. Llevaba unos pantalones tejanos, zapatillas de deporte, una chaqueta rosa y una mochila colgada de un hombro. Se había recogido el pelo en una cola de caballo que había atado con una de esas gomas de pelo rojas.
—Ya estoy lista —dijo.
—Vale.
—¿Es que no me has oído? Te he llamado, no sé, unas cien veces.
—Perdona.
Miró detrás de mí, al interior del vestidor de su madre, y frunció el ceño acusadoramente.
—¿Qué estabas haciendo?
—Nada. Solo estaba aquí de pie.
—No estarás pensando en tirar las cosas de mamá, ¿verdad?
—La verdad es que no pensaba en nada. Pero, sí, en algún momento tendré que decidir qué hacemos con toda su ropa. No sé, para cuando tú puedas ponértela ya habrá pasado de moda.
—Yo no quiero ponérmela. Quiero guardarla.
—Bueno, pues está bien —dije con cariño.
Eso pareció satisfacerla. Se quedó allí de pie un momento y luego dijo:
—¿Nos vamos ya?
—¿Estás segura de que quieres ir? —pregunté—. ¿Es eso lo que quieres hacer?
Kelly asintió.
—No quiero quedarme aquí, en casa contigo todo el rato. —Se mordió el labio inferior y luego añadió—: No te enfades.
—Voy por mi cazadora.
Bajé abajo y saqué la cazadora del armario del vestíbulo. Kelly me siguió.
—¿Ya lo tienes todo?
—Sí —contestó.
—¿El pijama?
—Sí.
—¿El cepillo de dientes?
—Sí.
—¿Zapatillas?
—Sí.
—¿A Hoppy? —El peludo conejito de peluche que todavía se llevaba a la cama.
—Papááá... Tengo todo lo que necesito. Cuando mamá y tú os ibais fuera, siempre era ella la que te recordaba a ti lo que tenías que coger. Y, además, no es la primera vez que me voy a dormir a casa de alguien.
Eso era cierto. Solo era la primera vez que pasaría la noche fuera desde que su madre se había matado en un estúpido accidente de tráfico por culpa del alcohol.
Le sentaría muy bien salir un poco, estar con sus amigas. Pasar demasiado tiempo conmigo no podía ser bueno para nadie.
Me obligué a sonreír.
—Tu madre siempre me decía: «¿Tienes esto? ¿Tienes aquello?», y yo contestaba: «Sí, claro que lo tengo, ¿te crees que soy tonto o qué?». Y la mitad de las cosas que me decía se me habían olvidado, así que volvía otra vez a la habitación y las cogía. Una vez salimos de viaje y a mí se me olvidó meter la ropa interior en la maleta. Qué tonto, ¿eh?
Pensaba que sonreiría, pero no hubo suerte. Las comisuras de sus labios no se habían doblado demasiado hacia arriba durante los últimos dieciséis días. A veces, cuando estábamos acurrucados en el sofá viendo la televisión y aparecía algo divertido, Kelly se echaba a reír, pero entonces se contenía enseguida, como si ya no tuviera derecho a reírse de nada, como si nada pudiera volver a ser divertido. Era como si, cuando algo empezaba a hacerla feliz, se sintiera avergonzada.
—¿Has cogido el teléfono? —pregunté cuando estábamos ya en la furgoneta. Le había comprado un móvil después de la muerte de su madre, para que pudiera llamarme siempre que quisiera. Eso también significaba que podría tenerla más controlada. Cuando se lo regalé, pensé que tener un teléfono era una extravagancia para una niña de su edad, pero enseguida me di cuenta de que no era ni mucho menos la única. Estábamos en Connecticut, no hay que olvidarlo, donde a la edad de ocho años hay niños que ya tienen su propio psicólogo, y por supuesto su teléfono también. Además, en los tiempos que corren, un móvil ya no es solo un teléfono. Kelly lo había cargado de canciones, había hecho fotografías con él e incluso había grabado vídeos. Mi teléfono seguramente también hacía muchas de esas cosas, pero yo lo utilizaba sobre todo para hablar y para hacer fotografías de las obras.
—Sí —dijo sin mirarme.
—Solo por si acaso —repuse—. Si no te sientes cómoda, si quieres volver a casa, no importa la hora que sea, llámame. Aunque sean las tres de la mañana, si no estás contenta con el curso de las cosas, pasaré a buscarte y...
—Quiero cambiar de colegio —dijo Kelly, mirándome con los ojos llenos de esperanza.
—¿Qué dices?
—Odio mi colegio. Quiero ir a otro.
—¿Por qué?
—Allí todo el mundo es idiota.
—Necesito más motivos que ese, cielo.
—Todos son malos conmigo.
—¿Cómo que todos? A Emily Slocum le caes bien. Te ha invitado a dormir a su casa.
—Pero todos los demás me odian.
—Dime qué ha pasado exactamente.
Tragó saliva, bajó la mirada.
—Me llaman...
—¿Qué, cariño? ¿Qué te dicen?
—Borracha. La Borracha Mamarracha. Ya sabes, por lo de mamá y el accidente.
—Tu madre no era..., no bebía, no era una borracha.
—Sí, sí que lo era —dijo Kelly—. Por eso está muerta. Por eso mató a esas otras personas. Lo dice todo el mundo.
Sentí una rigidez en la mandíbula. Y ¿por qué no iban a decir una cosa así? Lo habían visto en los titulares de las noticias de las seis. «Tres víctimas mortales en el accidente provocado por una madre de Milford que conducía bebida.»
—Y ¿quién dice eso?
—No importa. Si te lo digo, irás a ver al director y los llamarán al despacho y les echarán a todos una bronca y, por eso prefiero