El choque. Linwood Barclay
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—¿Cómo ha sido?
—No lo sé. Bueno, tenía diabetes y hacía tiempo que padecía también del corazón. Es posible que haya sido un ataque cardíaco.
—Tenemos que hacer algo.
—Me he ofrecido a pasarme por allí, pero me ha dicho que ahora mismo tiene un montón de cosas que hacer. Seguramente el funeral será dentro de un par de días. Podemos hablarlo cuando vuelvas de Bridgeport. —Allí era donde Sheila hacía el curso.
—Hagamos algo. Siempre hemos estado ahí cuando nos ha necesitado. —Casi podía verla sacudiendo la cabeza—. Oye —dijo—, me voy ya. Os dejaré lasaña para Kelly y para ti, ¿vale? Joan la espera hoy después del cole y...
—Entendido. Gracias.
—¿Por qué?
—Por no rendirte. Por no dejar que las cosas te abrumen.
—Solo hago lo que puedo —dijo.
—Te quiero. Ya sé que a veces puedo ser como un grano en el culo, pero te quiero.
—Lo mismo digo.
Eran más de las diez de la noche. Sheila ya tendría que haber regresado a casa.
Intenté llamarla al móvil por segunda vez en diez minutos. Después de seis tonos, saltó el buzón de voz: «Hola, has llamado a Sheila Garber. Siento no poder atenderte. Deja un mensaje y me pondré en contacto contigo». Luego el bip.
—Hola, soy yo otra vez —dije—. Me estás asustando de verdad. Llámame.
Coloqué el teléfono inalámbrico de nuevo en su base y me apoyé en la encimera de la cocina con los brazos cruzados. Tal como había prometido, Sheila había dejado dos raciones de lasaña en la nevera, para Kelly y para mí, cada una meticulosamente sellada con film transparente. Ya le había calentado a Kelly la suya en el microondas al llegar a casa y ella había querido repetir, pero no había encontrado la fuente de horno con el resto de la lasaña. También es cierto que podría haberle ofrecido la mía, que unas horas más tarde seguía aún en la encimera, sin tocar. No tenía hambre.
Estaba hecho un manojo de nervios. El trabajo escaseaba. El incendio. El padre de Sally.
Pero además, aunque hubiese conseguido recuperar el apetito para cenar algo, el hecho de que Sheila no hubiera llegado aún a casa me había puesto al límite.
Su clase, que se impartía en la Escuela de Negocios de Bridgeport, había terminado hacía más de una hora y media, y solo tenía un trayecto de media hora para volver. Lo cual quería decir que hacía ya una hora que debería haber llegado. No era mucho, en realidad. Había una serie de explicaciones posibles.
Tal vez se había quedado a tomar un café con alguien después de clase. Eso había sucedido en un par de ocasiones. O a lo mejor había encontrado mucho tráfico en la autopista. Solo hacía falta que alguien parase en la cuneta con una rueda pinchada para entorpecer toda la circulación. Incluso podía haberla retenido un accidente.
Sin embargo, ninguna de esas posibilidades explicaba que no contestara al móvil. Alguna vez se le había olvidado volver a encenderlo al salir de clase, ya lo había pensado, pero entonces saltaba automáticamente el buzón de voz. Esta vez, no obstante, el teléfono sonaba. A lo mejor lo tenía tan enterrado en el fondo del bolso que no lo oía.
Me pregunté si habría decidido ir a Darien a ver a su madre y no había conseguido salir hacia Bridgeport a tiempo para llegar a su clase. A regañadientes, llamé.
—¿Diga?
—Fiona, soy Glen.
Oí que, al fondo, alguien preguntaba: «¿Quién es, cielo?». El marido de Fiona, Marcus. Técnicamente hablando, el padrastro de Sheila, aunque Fiona se había vuelto a casar mucho después de que Sheila se hubiese ido de casa y hubiese formado una familia conmigo.
—¿Sí? —dijo.
Le expliqué que Sheila aún no había llegado de Bridgeport y que me preguntaba si a lo mejor su hija se había entretenido en su casa más de la cuenta.
—Sheila no ha venido a verme hoy —dijo Fiona—. La verdad es que no la esperaba. No me había dicho que pensara pasarse por aquí.
Me pareció raro. Cuando Sheila me había comentado que a lo mejor iba a ver a Fiona, pensé que seguramente ya le habría comunicado su intención de ir a su madre.
—¿Va todo bien, Glen? —preguntó Fiona con un tono de voz frío. Aunque su forma de hablar traslucía más recelo que preocupación. Como si el hecho de que Sheila llegara tarde a casa tuviera que ver más conmigo que con ella.
—Sí, sí, todo va bien —contesté—. Sigue durmiendo. Buenas noches.
Oí unos pasos suaves que bajaban desde el piso de arriba. Kelly, que aún no se había puesto el pijama, entró en la cocina. Vio la lasaña, que seguía envuelta en film transparente, sobre la encimera, y preguntó:
—¿Te la vas a comer?
—Aparta esas manos de ahí —dije, pensando que a lo mejor volvía a entrarme el apetito cuando llegara Sheila. Miré el reloj de la pared. Las diez y cuarto—. ¿Por qué no estás ya en la cama?
—Porque todavía no me has dicho que me vaya a dormir —respondió.
—¿Qué has estado haciendo?
—Estaba en el ordenador.
—Venga, a dormir —dije.
—Hacía deberes —se justificó.
—Mírame a los ojos.
—Al principio sí que eran deberes —dijo, defendiéndose—, y cuando los he acabado me he puesto a hablar con mis amigas. —Hizo una mueca con el labio inferior, y de un soplido se apartó unos rizos rubios que le caían sobre los ojos—. ¿Por qué no ha llegado mamá aún?
—Se le ha debido de hacer tarde —dije—. Cuando llegue, le diré que suba a darte un beso.
—Si estoy dormida, ¿cómo sabré si me lo ha dado o no?
—Ella te lo dirá por la mañana.
Kelly me miró con suspicacia.
—O sea, que puede que no me dé un beso, pero vosotros me diréis que sí.
—Lo has adivinado —dije—. Es un complot que se nos ha ocurrido desde hace un tiempo.
—Si tú lo dices... —Dio media vuelta, salió de la cocina arrastrando los pies y volvió a subir.
Cogí el teléfono e intenté una vez más llamar al móvil de Sheila. Cuando saltó su saludo, se me escapó un «mierda» y colgué antes de que empezara a grabarse el mensaje.