El choque. Linwood Barclay

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El choque - Linwood  Barclay

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a utilizarlas, Sheila tendría trabajo. Desde principios de verano, además, había estado ayudando a la vecina de al lado, Joan Mueller, con los libros de contabilidad del negocio que la mujer había montado en su casa. El marido de Joan, Ely, había muerto en la explosión de una plataforma petrolífera en las costas de Terranova, hacía ya más de un año. La petrolera le estaba dando a Joan largas con la compensación económica, así que, mientras tanto, ella había abierto una especie de servicio de guardería en casa. Todas las mañanas le dejaban en la puerta a cuatro o cinco niños de preescolar. Y los días de colegio que Sheila tenía que ir a la ferretería, Kelly se quedaba en casa de Joan por la tarde hasta que uno de nosotros dos volvía del trabajo. Sheila había ayudado a Joan a organizar un sistema de contabilidad para llevar el registro de lo que le pagaba y lo que le debía cada padre. A Joan le encantaban los niños, pero se hacía un lío hasta contando con los dedos.

      —Ya sé que has conseguido algo de dinero —dije—. Joan y la ferretería. Todo ayuda.

      —Esos dos trabajos juntos no nos darían ni para alimentarnos a base de precocinados baratos. Te hablo de otra cosa, de dinero de verdad.

      Levanté las cejas; fue entonces cuando me preocupé.

      —Dime que no le has pedido dinero a Fiona. —Su madre—. Ya sabes lo que pienso sobre ese tema.

      Parecía que la hubiese insultado.

      —Por favor, Glen, sabes que jamás se me ocurriría...

      —Lo decía solo por si acaso. Preferiría que te dedicaras a trapichear con droga a que le pidieras dinero a tu madre.

      Sheila parpadeó, apartó las sábanas con brusquedad, se levantó de la cama y se fue al baño sin decir palabra. La puerta se cerró con fuerza tras ella.

      —No, venga ya... —dije.

      Algo después, cuando ya estábamos los dos en la cocina, no me pareció que siguiera enfadada conmigo. Yo ya me había disculpado dos veces y había intentado sacarle algún detalle sobre esas ideas que tenía para hacer entrar más dinero en casa.

      —Ya hablaremos de ello esta tarde —me dijo.

      Todavía no habíamos lavado los platos de la noche anterior. En el fregadero había un par de tazas de café, mi vaso de whisky y la copa de vino de Sheila, que tenía un resto granate oscuro en el fondo. Cogí la copa y la dejé en la encimera por miedo a que el pie pudiera romperse si íbamos llenando el fregadero con más vajilla.

      Esa copa de vino me hizo pensar en sus amigas.

      —¿Has quedado con Ann para comer o algo así? —pregunté.

      —No.

      —Pensaba que teníais algo previsto.

      —Puede que algún otro día de esta semana. A lo mejor quedamos Belinda, Ann y yo, aunque cada vez que nos vemos tengo que coger un taxi para volver a casa, y luego me duele la cabeza una semana entera. De todas formas creo que Ann tiene hoy una revisión médica o algo por el estilo, algo de la mutua de salud.

      —¿Está bien?

      —Sí, no le pasa nada. —Hizo una pausa—. Más o menos.

      —¿Qué quieres decir?

      —Quién sabe —contestó Sheila.

      —Bueno, entonces, ¿qué vas a hacer? Hoy no tienes que ir a trabajar, ¿verdad? Si puedo escaparme, ¿quieres que comamos juntos? Estaba pensando en algo especial, podríamos ir donde ese tío que vende perritos calientes al lado del parque.

      —Esta tarde tengo clase —me recordó—. Además, antes tengo que hacer un recado, y puede que también me acerque a ver a mi madre. —Me lanzó una mirada intensa—. No para pedirle dinero, no.

      —De acuerdo. —Decidí que no le preguntaría nada más. Ya me lo explicaría cuando estuviera preparada.

      Kelly entró en la cocina justo al final de la conversación.

      —¿Qué hay para desayunar?

      —¿Quieres cereales, cereales o cereales? —preguntó Sheila.

      Nuestra hija pareció considerar las opciones.

      —Tomaré cereales —dijo, y se sentó a la mesa.

      En nuestra casa, el desayuno no era una comida de las que reúnen a toda la familia como la cena. En realidad, la cena muchas veces tampoco lo era, sobre todo cuando yo me quedaba hasta tarde en alguna obra, o Sheila estaba trabajando o tenía que ir a clase. Pero al menos intentábamos que la cena fuese un acontecimiento familiar. El desayuno, sin embargo, era una causa perdida. Yo me tomaba una tostada y un café de pie, normalmente alisando el Register de la mañana sobre la encimera con la mano y leyendo los titulares por encima mientras pasaba las páginas. Sheila se iba metiendo en la boca cucharadas de fruta y yogur mientras Kelly se tragaba sus Cheerios, intentando comérselos todos antes de que se empaparan de leche.

      —¿Por qué la gente quiere ir al colegio de noche cuando ya son mayores y nadie les obliga a ir? —preguntó entre cucharada y cucharada.

      —Cuando termine este curso —explicó Sheila—, podré ayudar más a tu padre, y eso ayuda a toda la familia, o sea, que a ti también.

      —¿Cómo me ayuda eso a mí? —quiso saber Kelly.

      Entonces intervine yo:

      —Porque, si a mi empresa le van bien las cosas, ganamos más dinero, y eso sí que te sirve de algo, ¿o no?

      —¿Para que podáis comprarme más cosas?

      —No necesariamente.

      Kelly dio un buen trago de zumo de naranja.

      —Yo nunca... nunca iría al colegio de noche. Ni en verano. Tendríais que matarme para conseguir que fuera a la escuela de verano.

      —Si sacas muy buenas notas, eso no será necesario —repuse con un deje de advertencia en la voz. Su profesora ya nos había llamado una vez diciendo que no hacía todos los deberes.

      Kelly no tenía nada que contestar a eso, así que se concentró en sus cereales. De camino a la puerta le dio un abrazo a su madre, pero yo tuve que conformarme con un gesto de la mano. Sheila vio que me había dado cuenta del desaire de mi hija.

      —Es que eres muy malo —dijo.

      Llamé a casa desde el trabajo a media mañana.

      —Diga —contestó Sheila.

      —Estás en casa. No sabía si aún te pillaría ahí o no.

      —Aquí sigo. ¿Qué ocurre?

      —El padre de Sally.

      —¿Qué ha pasado?

      —Sally lo ha llamado a casa desde la oficina y, al ver que no cogía el teléfono, se ha ido para allá. Acabo de llamar para saber cómo iba todo y ya no está con nosotros.

      —¿Ha muerto?

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