El choque. Linwood Barclay

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El choque - Linwood  Barclay

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      Pam alargó un brazo y apartó la cortina.

      Edna oyó un sonido extraño, una especie de pffft, y cuando se volvió a ver qué era, vio a su amiga tendida en el suelo. No se movía.

      —¿Pam? —Soltó el bolso—. Pam, ¿te encuentras bien?

      Al acercarse se dio cuenta de que Pam, que estaba tirada boca arriba, tenía un punto rojo en el centro de la frente y que algo brotaba de él. Como si tuviera un escape.

      —Ay, Dios mío. ¿Pam?

      La cortina se abrió, y salió un hombre alto y delgado, con el pelo oscuro y una cicatriz que le cruzaba el ojo. Llevaba una pistola y con ella apuntaba directamente a la cabeza de Edna.

      En el último segundo que le quedaba, Edna logró entrever, en el interior de la sala que había al otro lado de la cortina, a un viejo chino sentado a un escritorio, con la frente descansando sobre la mesa y un reguero de sangre que le resbalaba por la sien.

      Lo último que oyó Edna fue a una mujer (no a Pam, porque Pam ya no podía decir nada) que murmuraba:

      —Tenemos que salir de aquí.

      Lo último que pensó Edna fue: «A casa. Quiero irme a casa».

      Dos meses después

      Capítulo 1

      De haber sabido que sería nuestra última mañana, me habría dado la vuelta en la cama y la habría abrazado. Pero, claro, si hubiese sido posible saber algo así, si de alguna forma hubiese podido conocer el futuro, no la habría dejado marchar. Y entonces todo habría sido diferente.

      Llevaba ya un buen rato mirando al techo fijamente cuando por fin aparté las sábanas y planté los pies en el parquet del suelo.

      —¿Qué tal has dormido? —preguntó Sheila mientras yo me frotaba los ojos. Alargó un brazo y me tocó la espalda.

      —No demasiado bien. ¿Y tú?

      —A ratos.

      —Me parecía que estabas despierta, pero no quería molestarte por si al final resultaba que estabas dormida —dije, mirando atrás por encima del hombro. Los primeros rayos de sol de la mañana se colaban por entre las cortinas y jugueteaban sobre el rostro de mi mujer, que seguía tumbada en la cama, mirándome. Nadie resulta particularmente favorecido en ese momento del día, pero Sheila era un caso especial. Siempre estaba guapa. Incluso cuando parecía preocupada, que era como se la veía en esos momentos.

      Me volví otra vez y me miré los pies descalzos.

      —He estado muchísimo rato sin poder dormirme, luego creo que por fin he caído a eso de las dos, pero después he mirado otra vez el reloj y ya eran las cinco. Llevo despierto desde entonces.

      —Glen, todo se arreglará —dijo Sheila. Me acarició la espalda, tranquilizándome.

      —Sí, bueno, me alegro de que creas eso.

      —La situación mejorará. Todo es cíclico. Las recesiones no duran para siempre.

      Suspiré.

      —Pues parece que esta sí. Cuando terminemos con las dos obras que estamos haciendo ahora, no tenemos nada más en perspectiva. Una miseria; la semana pasada hice un par de presupuestos, uno de una cocina y otro para arreglar un sótano, pero todavía no me han dicho nada.

      Me levanté, me di media vuelta y dije:

      —Y ¿qué excusa tienes tú para haberte pasado toda la noche mirando el techo?

      —Estoy preocupada por ti. Y... yo también tengo asuntos que me rondan la cabeza.

      —¿Como cuáles?

      —Nada —repuso enseguida—. Bueno, lo normal. El curso que estoy haciendo, Kelly, tu trabajo.

      —¿A Kelly qué le pasa?

      —A Kelly no le pasa nada, pero soy su madre. Tiene ocho años. Me preocupo. Es lo que tengo que hacer. Cuando haya acabado el curso, podré ayudarte más. Todo será diferente.

      —Cuando decidiste apuntarte, teníamos negocio suficiente para justificarlo. Ahora ni siquiera sé si tendré algo de trabajo que darte —dije—. Solo espero que nos entre lo bastante para tener a Sally ocupada.

      Sheila había empezado un curso de contabilidad para empresas a mediados de agosto y, pasados ya dos meses, lo estaba disfrutando más de lo que había creído en un principio. El plan era que ella se ocuparía de la contabilidad del día a día de Garber Contracting, la empresa que primero había sido de mi padre y de la que ahora me encargaba yo. Sheila podría incluso trabajar desde casa, lo cual permitiría a Sally Diehl, nuestra «chica de la oficina», centrarse más en la gestión general del negocio, atender al teléfono, perseguir a los proveedores, interceptar las preguntas de los clientes. Normalmente, Sally no tenía tiempo de ocuparse de la contabilidad, lo cual significaba que yo tenía que llevarme los papeles a casa y hacer números por las noches, sentado a mi escritorio hasta pasadas las doce. Sin embargo, con el bajón que había dado el trabajo, ya no sabía muy bien cómo iba a acabar cuadrando todo.

      —Y encima, ahora, con lo del incendio...

      —Vale ya —dijo Sheila.

      —Sheila, una de mis puñeteras casas se ha incendiado, joder. Deja de decir que todo se arreglará, por favor.

      Se incorporó un poco y cruzó los brazos sobre el pecho.

      —No voy a dejar que te pongas negativo y cargues contra mí. Porque eso es lo que estás haciendo.

      —Solo digo las cosas como son.

      —Pues yo voy a decirte cómo serán —insistió ella—. Nos irá bien. Porque eso es lo que conseguimos siempre. Los dos, tú y yo. Siempre lo superamos todo. Encontramos la forma de salir adelante. —Apartó un momento la mirada, como si hubiera algo que quisiera decirme pero no estuviera segura de cómo hacerlo. Al final se atrevió—: Tengo algunas ideas.

      —¿Ideas para qué?

      —Ideas que pueden ayudarnos. Para superar este bache.

      Me quedé allí de pie, plantado con los brazos abiertos, esperando.

      —Estás tan ocupado, tan metido en tus propios problemas... y no estoy diciendo que esos problemas no sean graves..., es que ni siquiera te has dado cuenta.

      —¿De qué no me he dado cuenta? —pregunté.

      Sacudió la cabeza y sonrió.

      —Le he comprado a Kelly ropa nueva para el colegio.

      —Vale.

      —Ropa bonita.

      Entorné los ojos.

      —¿Adónde quieres ir a parar?

      —He conseguido algo de dinero.

      Creía

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